—Gracias —le dijo él, abriendo la verja para la vaquilla, quien fue a encontrarse con su madre, luego atravesó el patio de la casa hasta llegar a la puerta.
Seguramente sería Baya quien estaba allí afuera, pero no entendía por qué llamaba a la puerta. —¡Entra ya, tonto! —dijo ella, pero él golpeó la puerta otra vez, y ella dejó sus zurcidos y fue hasta allí—. ¿Es que ya estás borracho? —dijo ella, y entonces lo vio.
Lo primero que pensó fue que era un rey, un señor, el Maharion de las canciones, alto, erguido, hermoso. Lo siguiente que pensó fue que era un mendigo, un hombre perdido, con las ropas sucias, abrazándose a sí mismo con brazos temblorosos.
Entonces él dijo: —Me he perdido. ¿He llegado a la aldea? —Su voz era ronca y áspera, la voz de un mendigo, pero no tenía el acento de un mendigo.
—Está media milla más adelante —dijo Regalo.
—¿Hay allí alguna fonda?
—No hasta que llegue a Oraby, diez o doce millas más al sur. —Pensó sólo unos instantes.— Si necesita una habitación para pasar la noche, yo tengo una. O San puede tener una, si es que va a la aldea.
—Me quedaré aquí si no hay ningún problema —dijo de aquella manera principesca, con los dientes castañeteando, agarrándose de la jamba de la puerta para mantenerse en pie.
—Quitaos los zapatos —le dijo ella—, están empapados. Luego entrad. —Se hizo a un lado y añadió:— Venid junto al fuego —e hizo que se sentara en el banco de Fusil, que estaba junto al hogar—. Alimentad un poco el fuego —dijo ella—. ¿Queréis un poco de sopa? Todavía está caliente.
—Gracias, señora —murmuró él, agachándose sobre el fuego. Ella le trajo un tazón de caldo. Él bebió con entusiasmo pero con cautela, como si hiciera mucho que había perdido el hábito de tomar sopa caliente.
—¿Habéis venido por la montaña?
Él asintió con la cabeza.
—¿Para qué?
—Para llegar hasta aquí —le contestó él. Estaba empezando a temblar menos. Sus pies desnudos ofrecían una imagen desoladora, magullados, hinchados, empapados. Ella quería decirle que los pusiera lo más cerca posible del calor del fuego, pero no se atrevió. Fuera lo que fuese, no era mendigo por elección.
—No mucha gente viene aquí, al Gran Pantano —dijo ella—. Vendedores ambulantes y gente así, pero no en invierno.
Él terminó su sopa, y ella cogió el tazón. Se sentó en su sitio, el taburete junto a la lámpara de aceite, a la derecha del hogar, y retomó sus zurcidos. —Calentaos bien, y luego os mostraré vuestra cama —le dijo—. En aquella habitación no hay fuego. ¿Habéis tenido que enfrentaros a un clima duro, arriba en la montaña? Dicen que ha nevado.
—Algunas ráfagas —contestó él. Ahora podía verlo bien a la luz de la lámpara y el fuego. No era joven, ni delgado, ni tan alto como ella había pensado. Tenía un rostro agradable, pero había algo que no estaba bien, algo estaba mal. Parece arruinado, pensó, un hombre arruinado.
—¿Por qué habéis venido al Pantano? —le preguntó. Tenía derecho a preguntar, puesto que lo había acogido en su casa, pero sin embargo sintió cierta incomodidad al formular la pregunta.
—Me han dicho que aquí hay una peste entre el ganado. —Ahora que ya no estaba tan totalmente aterido, su voz era hermosa. Hablaba como los contadores de cuentos cuando llegaban a las partes de los héroes y los señores de dragones. Tal vez fuera un contador de cuentos o un cantor. Pero no; la peste, había dicho.
—Sí que la hay.
—Yo puedo ayudar a las bestias.
—¿Sois curandero?
El asintió con la cabeza.
—Entonces seréis más que bienvenido. La plaga es terrible entre las bestias. Y está empeorando.
Él no dijo nada. Ella podía ver cómo el calor le iba entrando a él en el cuerpo, cómo lo iba haciendo sentir menos rígido.
—Poned los pies sobre el fuego —le dijo ella abruptamente—. Tengo algunos zapatos viejos de mi marido —le costó un poco decir aquello, pero sin embargo cuando lo hubo dicho se sintió liberada, también más cómoda. Después de todo, ¿para qué guardaba los zapatos de Fusil? Eran demasiado pequeños para Baya y demasiado grandes para ella. Había dado sus ropas, pero se había quedado con los zapatos, no sabía para qué. Parecería ser que para este tipo. Las cosas llegaban si uno sabía esperarlas, pensó—. Los sacaré para vos —le dijo—. Los vuestros están destrozados.
Él le lanzó una mirada. Sus ojos oscuros eran grandes, profundos, opacos como los ojos de un caballo, ilegibles.
—Está muerto —dijo ella—. Hace dos años. La fiebre del pantano. Tiene que tener cuidado con eso, aquí. El agua. Yo vivo con mi hermano. Ahora está en la aldea, en la taberna. Tenemos una lechería. Yo hago queso. Nuestro rebaño ha estado bien —y esbozó la señal para ahuyentar el mal—. Las mantengo cerca. Allá en las sierras, la peste es muy mala. Tal vez el clima frío termine con ella.
—Es más probable que mate a las bestias que están enfermas —dijo el hombre. Por la voz parecía que tenía un poco de sueño.
—Me llamo Regalo —le dijo ella—. Mi hermano es Baya.
—Gully —dijo él que se llamaba después de una breve pausa, y ella pensó que era un nombre que había inventado. No le encajaba. Nada en él encajaba, ni formaba un todo. Pero sin embargo no le provocaba desconfianza. Se sentía cómoda con él. No iba a hacerle daño. Pensó que había bondad en él, por como hablaba de los animales. Seguramente estaría acostumbrado a tratar con ellos, pensó. Él mismo era como un animal, una silenciosa y lastimada criatura que necesitaba protección pero no podía pedirla.
—Venga —le dijo ella—, antes de que se quede dormido. —Y él la siguió obedientemente hasta la habitación de Baya, que no era mucho más que un armario construido en un rincón de la casa. La habitación de ella estaba detrás de la chimenea. Baya llegaría, borracho, dentro de un rato, y ella le pondría el jergón en un rincón de la chimenea. Dejemos que el viajero tenga una buena cama al menos por una noche. Tal vez le dejara una o dos monedas antes de irse. Había una terrible escasez de monedas en su casa aquellos días.
Se despertó, como siempre, en su habitación de la Casa Grande. No entendía por qué el techo era bajo y el aire olía fresco pero agrio y el ganado berreaba allí afuera. Tuvo que quedarse allí acostado, inmóvil, y regresar a este otro lugar y a este otro hombre, cuyo nombre de pila ya no recordaba, aunque se lo había dicho anoche a una vaquilla o a una mujer. Conocía su verdadero nombre pero aquí no servía de nada, dondequiera que estuviera, ni en ningún otro sitio. Había habido caminos negros y cuestas hacia abajo y una vasta y verde llanura ante él antes de ser cortada por ríos de aguas brillantes. Soplaba un viento muy frío. Los cañaverales habían silbado, y la joven vaca lo había llevado atravesando el arroyo, y Emer había abierto la puerta. Había descubierto su nombre apenas la vio. Pero él debía utilizar algún otro nombre. No debía llamarla por su nombre. Tenía que recordar con qué nombre le había dicho él que debía llamarlo. No debía ser Irioth, aunque él era Irioth. Tal vez con el tiempo se convertiría en otro hombre. No; eso estaba mal; él tenía que ser este hombre. A este hombre le dolían las piernas y los pies. Pero era una buena cama, una cama de plumas, cálida, y todavía no tenía que salir de ella. Se quedó medio dormido otra vez, alejándose de Irioth.
Cuando por fin se levantó, se preguntó cuántos años tenía, y se miró las manos y los brazos para ver si tenía setenta. Todavía parecía de cuarenta, aunque se sentía de setenta y se movía como tal, con una mueca de dolor. Se vistió, con las ropas sucias como estaban por los interminables días de viaje. Había un par de zapatos debajo de la silla, gastados pero buenos, zapatos resistentes, y un par de medias tejidas de lana junto a ellos. Se puso las medias sobre los pies lastimados y cojeó hasta la cocina. Emer estaba de pie frente al gran fregadero, pasando algo pesado por un trozo de tela.