—Gracias por estas medias y por los zapatos —dijo él, y al agradecerle el regalo recordó su nombre de pila, pero sólo dijo—: señora.
—De nada —le contestó ella, y levantó lo que fuera que había dentro de un enorme cuenco de cerámica, y se secó las manos con el delantal. Él no sabía nada de mujeres. No había vivido en un sitio en el que vivieran mujeres desde que tenía diez años. Les había tenido miedo a las mujeres que le gritaban para que se apartara de sus caminos en aquella otra inmensa cocina hacía ya tanto tiempo. Pero había estado viajando de un lado a otro de Terramar, y había conocido mujeres y había aprendido a sentirse cómodo con ellas, como con los animales; ellos hacían sus cosas sin prestarle a él demasiada atención, a menos que él los asustara. Intentaba no hacerlo. No tenía deseos, ni razón alguna, para asustarlos. No eran hombres.
—¿Queréis un poco de cuajada fresca? Es buena para el desayuno. —Lo estaba mirando, pero la mirada no duró mucho, y no se encontró con la suya. Ella era como un animal, como un gato, lo evaluaba pero no lo juzgaba. Había un gato, uno grande y gris, sentado sobre sus cuatro patas sobre el hogar, mirando fijamente los carbones. Irioth aceptó el tazón y la cuchara que ella le alcanzara y se sentó en el banco. El gato saltó a su lado y ronroneó.
—Mirad eso —exclamó la mujer—. No es amistoso con mucha gente.
—Es por la cuajada.
—Tal vez reconozca a los curanderos.
Allí había paz, con la mujer y con el gato. Había llegado a una buena casa.
—Afuera hace frío —dijo ella—. Esta mañana había hielo en el abrevadero. ¿ Os iréis hoy de aquí, con este día?
Se hizo un silencio. Olvidó que tenía que contestar con palabras.
—Me quedaré, si no hay problema —contestó él—. Me quedaré aquí.
La vio sonreír, pero también parecía insegura, y después de un rato dijo: —Bueno, sed bienvenido, señor, pero debo preguntaros: ¿podéis pagar aunque sea un poco?
—Oh, sí —le respondió él, confundido, se puso de pie y regresó cojeando a la habitación en busca de su pequeña bolsa. Le trajo algo de dinero, una pequeña moneda de oro de la corona de Enlade.
—Solamente para la comida y el fuego, sabéis, la turba está tan cara ahora… —estaba diciendo ella, y entonces miró lo que él le ofrecía—. Oh, señor —le dijo, y él supo que había hecho mal—. No hay nadie en la aldea que pueda cambiarme esto —le dijo ella. Lo miró a la cara un momento—. ¡Toda la aldea junta no podría cambiar esto! —dijo, y se rió. Estaba bien, entonces, aunque la palabra «cambiar» resonaba una y otra vez en su cabeza.
—No ha sido cambiada —dijo él, pero supo que no era eso lo que ella quería decir—. Lo siento —añadió—. Si me quedara un mes, si me quedara todo el invierno, ¿eso sería suficiente? Debería tener un lugar donde quedarme, mientras trabajo con las bestias.
—Guardadlo —le dijo ella, riendo otra vez, y agitando las manos—. Si podéis curar el ganado, los ganaderos os pagarán, y entonces vos podréis pagarme a mí. Llamadle fianza, si queréis. ¡Pero guardad eso, señor! Me mareo con sólo mirarlo. Baya —dijo, mientras un hombre intoxicado y apergaminado entraba por la puerta junto con una ráfaga de viento frío—, el caballero se quedará con nosotros mientras cura al ganado, ¡para ganar tiempo! Nos ha asegurado el pago. Así que tú dormirás en el rincón de la chimenea, y él en la habitación. Éste es mi hermano Baya, señor.
Baya agachó la cabeza y refunfuñó. Tenía los ojos tristes. A Irioth le pareció que el hombre había sido envenenado. Cuando Baya salió otra vez, la mujer se acercó y le dijo, resuelta, en voz baja: —No hay nada malo más que la bebida, pero tampoco queda mucho de él salvo la bebida. Se ha comido gran parte de su mente, y gran parte de lo que tenemos. Así que, ya veis, poned vuestro dinero donde no pueda verlo, si no os importa, señor. No lo buscará. Pero si lo viera, lo cogería. A menudo no sabe ni lo que hace, ¿comprendéis?
—Sí —contestó Irioth—, lo entiendo. Sois una mujer muy bondadosa. —Ella hablaba de su hermano, y decía que no sabía lo que hacía. Lo estaba perdonando.— Una hermana bondadosa —dijo. Las palabras eran tan nuevas para él, palabras que nunca antes había pronunciado o pensado, que creyó que las había dicho en la Lengua Verdadera, en la cual no debía hablar. Pero ella simplemente se encogió de hombros, sonriendo con el ceño fruncido.
—A veces podría arrancarle la cabeza —dijo, y volvió a sus quehaceres.
Él no se había dado cuenta de lo cansado que estaba hasta que llegó a aquel refugio. Se pasó todo el día dormitando junto al fuego con el gato gris, mientras Regalo entraba y salía haciendo sus cosas, ofreciéndole comida varias veces. Comida pobre, ordinaria, pero él se la comía toda, lentamente, apreciándola. Al caer la noche, el hermano salió, y ella dijo con un suspiro:
—Pedirá otro crédito en la taberna ahora que tenemos un huésped. No es que sea vuestra culpa.
—Oh, sí —dijo Irioth—. Ha sido mi culpa. —Pero ella perdonaba; y el gato gris estaba acurrucado contra su muslo, soñando. Los sueños del gato acudían a su mente, en los bajos campos, donde hablaba con los animales, en los lugares oscuros. El gato saltó hacia allí, y luego había leche, y una profunda y suave emoción. No había ningún mal, sólo una gran inocencia. No había necesidad de palabras. Aquí no lo encontrarían. No estaba allí para que lo encontraran. No había necesidad de decir ningún nombre. No había nadie más que ella, y el gato soñando, y el fuego ardiendo. Había cruzado la montaña por caminos negros, pero aquí los arroyos fluían lentamente entre los pastos.
Estaba loco, y ella no sabía qué era lo que la poseía y hacía que le permitiera quedarse, y sin embargo no podía temerle ni desconfiar de él. ¿Qué importaba si estaba loco? Era amable, y alguna vez debió haber sido sabio, antes de que le pasara lo que le había pasado. Y no estaba tan loco después de todo. Loco en cosas, loco a momentos. Nada en él estaba entero, ni siquiera su locura. Se había olvidado del nombre que le había dicho a ella, y a la gente de la aldea les había dicho que lo llamaran Otak. Probablemente tampoco podía recordar su nombre; siempre la llamaba señora. Pero tal vez así era su cortesía. Ella lo llamaba señor, por cortesía, y porque ni Gully ni Otak parecían nombres que fueran con él. Un otak, según lo que ella había oído, era un pequeño animal con dientes afilados y sin voz, pero no había semejantes criaturas en el Gran Pantano.
Llegó a creer que tal vez todo lo que él había dicho sobre que había ido allí para curar la enfermedad del ganado era una de las partes locas. No se comportaba como los curanderos que llegaban con remedios y hechizos y bálsamos para los animales. Pero después de haber descansado durante un par de días, le preguntó quiénes eran los ganaderos de la aldea, y salió, andando con los pies todavía doloridos, con los viejos zapatos de Fusil. A ella se le partía el corazón, al verlo así.
Regresó por la noche, más cojo que nunca, porque por supuesto San lo había llevado andando muy lejos, adentrándolo en los Grandes Prados, donde estaban muchas de sus reses vacunas. Nadie tenía caballos excepto Aliso, y eran para sus vaqueros. Le dio a su invitado un balde con agua caliente y una toalla limpia para sus pobres pies, y luego pensó en preguntarle si querría un baño, lo cual aceptó. Calentaron el agua y llenaron la vieja bañera, y ella fue a su habitación mientras él se bañaba frente al hogar. Cuando salió de su habitación, estaba todo ordenado y limpio, las toallas colgadas delante del fuego. Nunca había conocido a un hombre que se ocupara de ese tipo de cosas, ¿y quién lo hubiera esperado de un hombre rico? ¿No tendría acaso sirvientes, en el lugar del que venía? Pero él no causaba más problemas que el gato. Se lavaba su propia ropa, hasta las sábanas de su cama, lo había hecho y las había colgado afuera un día de sol antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba haciendo. —No es necesario que hagáis eso vos, señor. Lavaré vuestras cosas con las mías —le había dicho ella.