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—No hace falta —le contestó él con aquel tono distante, como si apenas supiera de qué estaba hablándole ella; pero luego agregó—: Trabajáis mucho.

—¿Y quién no? Me gusta hacer queso. Es algo interesante. Y soy fuerte. A lo único que le temo es a envejecer, cuando no pueda levantar los cubos y los moldes —le enseñó uno de sus brazos, redondo y musculoso, cerrando el puño y sonriendo—. ¡Está bastante bien para tener ya cincuenta años! —dijo ella. Era estúpido presumir, pero estaba orgullosa de sus fuertes brazos, de su energía y de su destreza.

—Hará más rápido el trabajo —dijo él seriamente.

Tenía una relación con sus vacas que era maravillosa. Cuando él estaba allí y ella necesitaba una mano, él ocupaba el lugar de Baya, y como le había dicho a su amiga Leonada, riendo, era más astuto con las vacas de lo que lo había sido el viejo perro de Fusil.

—Les habla, y juraría que ellas lo entienden. Y esa vaquilla lo sigue como un perrito. —Fuera lo que fuese lo que estuviera haciendo allí fuera con las reses vacunas, los ganaderos estaban empezando a apreciarle. Por supuesto que se aferrarían a cualquier promesa de ayuda. La mitad del rebaño de San había muerto. Aliso no quería ni decir cuántas cabezas había perdido. Los cadáveres de las vacas estaban esparcidos por todas partes. Si no hubiera habido un clima tan frío, el Pantano habría apestado a carne podrida. No podía tomarse nada de agua a menos que se hirviera durante una hora, excepto la que se sacaba de los pozos, el de ella aquí y el de la aldea, que le daba el nombre al lugar.

Una mañana, uno de los vaqueros de Aliso apareció en el patio montado en un caballo y arrastrando una mula ensillada.

—El señor Aliso dice que el señor Otak puede montarla, ya que hay de diez a doce millas desde aquí hasta los Prados del este —dijo el joven.

Su invitado salió de la casa. Era una mañana clara pero neblinosa, los pantanos estaban ocultos por vapores relucientes. Andanden flotaba sobre la niebla, una vasta forma rota contra el cielo del norte.

El curandero no le dijo nada al vaquero, sino que fue directamente hacia la mula, o hacia el burdégano, más bien, puesto que había salido del cruce entre la gran burra de San y el caballo blanco de Aliso. Era una yegua ruana blancuzca, joven, con un bonito rostro. Fue y le habló durante un minuto, diciéndole algo en su inmensa y delicada oreja, y acariciándole la cabeza.

—Suele hacerlo —le dijo el vaquero a Regalo—. Les habla. —Parecía divertirse, desdeñoso. Era uno de los compañeros de copas de Baya en la taberna, un muchacho bastante amable, para ser un vaquero.

—¿Está curando al ganado? —le preguntó ella.

—Bueno, no puede deshacerse de la peste en un abrir y cerrar de ojos, pero parece que puede curar a una bestia si se lo propone antes de que empiece a flaquear. Y a las que todavía no les ha atacado, dice que puede evitar que se infecten. Así que el señor lo está enviando por toda la cordillera para que haga todo lo que pueda. Para muchas es demasiado tarde.

El curandero revisó la cincha, aflojó una correa y se subió a la silla de montar, no lo hizo muy expertamente, pero el burdégano no se quejó. Levantó el largo hocico color crema y los hermosos ojos para mirar a su jinete. Él sonrió. Regalo nunca lo había visto sonreír.

—¿Nos vamos? —le dijo al vaquero, quien se puso en camino inmediatamente después de que él saludara a Regalo con la mano y su pequeña yegua resoplara. El curandero iba detrás. El burdégano tenía un andar tranquilo, de piernas largas, y su blancura brillaba con la luz de la mañana. Regalo pensó que era como ver a un príncipe cabalgando, como algo salido de un cuento, figuras que cabalgaban por los pardos campos invernales atravesando la clara neblina, y se desvanecían en la luz, y desaparecían.

En los pastos el trabajo era muy duro. «¿Quién no trabaja duro?», le había preguntado Emer, mostrándole sus fuertes y redondos brazos, sus fuertes y rojas manos. El ganadero Aliso esperaba que él se quedara allí afuera en las praderas hasta haber tocado a cada una de las bestias con vida, allí en los rebaños. Aliso había enviado con él a dos vaqueros. Montaron una especie de campamento, con una gran tela para el suelo y una media tienda. Lo único que había para quemar allí en el pantano eran pequeñas ramitas y juncos muertos, y el fuego apenas era suficiente para hervir agua y nunca suficiente para calentar a un hombre. Los vaqueros montaron y trataron de reunir a los animales para que él pudiera tenerlos en un rebaño, en vez de acudir a ellos uno por uno mientras se dispersaban buscando en los pastos hierbas secas, escarchadas. No podían mantener al ganado reunido durante mucho tiempo, y se enfadaban con las reses, y con él por no moverse más rápido. A él le parecía extraño que no tuvieran paciencia con los animales, a los que trataban como cosas, manejándolos como una viga de madera empuja troncos en un río, simplemente por la fuerza.

No tenían paciencia tampoco con él, siempre le decían que se apurara y que terminara con su trabajo; ni con ellos mismos, ni con sus propias vidas. Cuando hablaban entre ellos era siempre sobre lo que iban a hacer en el pueblo, en Oraby, cuando les pagaran. Oyó hablar bastante sobre las prostitutas de Oraby, Margarita y Goldie y de la que llamaban «el arbusto ardiente». Irioth tenía que sentarse con aquellos muchachos porque todos necesitaban todo el calor que el fuego pudiera aportar, pero ellos no querían que él estuviera allí y él no quería estar allí con ellos. Sabía que ellos temían, aunque levemente, que él fuera un hechicero, y le tenían celos, pero sobre todo desprecio. Era viejo, distinto, no era uno de ellos. Conocía el miedo y los celos, y los evitaba, y el desprecio lo recordaba. Estaba contento de no ser uno de ellos, de que ellos no quisieran hablarle. Tenía miedo de hacerles daño.

Se levantó en la helada mañana mientras ellos aún dormían enrollados en sus mantas. Sabía dónde estaba el ganado más cercano, y se acercó a él. Ahora la enfermedad le era muy familiar. La sentía en sus manos como una quemadura, y sentía náuseas si estaba muy avanzada. Al acercarse a un buey que estaba recostado en el suelo, se sintió mareado y con arcadas. No se acercó más, pero pronunció las palabras que podrían hacer la muerte más llevadera, y siguió adelante.

Le dejaban caminar entre ellos, salvajes como eran y no habiendo obtenido nada de los hombres más que castraciones y matanzas. Le gustaba sentir que ellos confiaban en él, y se sentía orgulloso. No debería, pero así era. Si quería tocar a alguna de las bestias más grandes, simplemente tenía que detenerse junto a ella y hablarle durante un rato en la lengua de aquellos que no hablan. «Ulla», decía, nombrándolos. «Ellu. Ellua.» Ellos se detenían, grandes, indiferentes; a veces uno lo miraba durante un largo rato. A veces otro se acercaba a él con su andar tranquilo, suelto, majestuoso, y respiraba en su palma abierta. A todos los que se acercaban a él podía curarlos. Posaba sus manos sobre ellos, sobre el duro pelaje, sobre las ijadas calientes y sobre el cuello, y enviaba la curación a sus manos pronunciando una y otra vez las palabras del poder. Después de un rato, el animal tendría un temblor, o sacudiría un poco la cabeza, o daría un paso hacia adelante. Y él bajaría las manos y se quedaría allí de pie, agotado y sin expresión, durante un rato. Luego vendría otro, grande, curioso, tímidamente audaz, cubierto de barro, con la enfermedad en él como un escozor, un hormigueo, un calor en sus manos, un mareo. «Ellu», diría entonces, y caminaría hasta la bestia, y posaría sus manos sobre ella hasta sentirlas frías, como si el arroyo de una montaña pasara a través de ellas.