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Los vaqueros estaban discutiendo si era seguro o no comer la carne de un buey muerto por la peste. Las provisiones de comida que habían traído, para empezar escasas, estaban a punto de acabarse. En lugar de cabalgar entre veinte y treinta millas para reabastecerse, querían cortarle la lengua a un buey que había muerto por allí cerca aquella mañana.

Él les había obligado a hervir toda el agua que usaran. Y ahora les dijo: —Si coméis esa carne, dentro de un año comenzaréis a sentiros mareados. Terminaréis tambaleándoos y moriréis como estos animales.

Ellos maldijeron y se burlaron, pero le creyeron. El no tenía idea de si lo que había dicho era verdad. Le había parecido que era verdad mientras lo decía. Tal vez quería fastidiarlos. Tal vez quería deshacerse de ellos.

—Cabalgad de vuelta—les dijo—. Dejadme aquí. Hay comida suficiente para un hombre para tres o cuatro días más. El burdégano me llevará de regreso.

No necesitaban que los persuadieran. Se marcharon cabalgando, dejándolo todo atrás, sus mantas, la tienda, la olla de hierro. «¿Cómo llevaremos todo eso de regreso a la aldea?», le preguntó al burdégano. Ella cuidaba de los ponies y decía lo que dicen los burdéganos: «¡Aaawww!», dijo. Echaría de menos a los ponis.

—Tenemos que terminar el trabajo aquí —le dijo él, y ella lo miró dulcemente. Todos los animales tenían paciencia, pero la paciencia de los caballos era maravillosa, y era innata. Los perros eran leales, aunque más que nada aquello era obediencia. Los perros eran jerárquicos, dividían al mundo en señores y plebeyos. Los caballos eran todos señores. Acordaban la connivencia. Se recordaba caminando entre las inmensas y empenachadas patas de los caballos de carretas, sin miedo. El calor de su respiración sobre su cabeza. Hacía ya mucho tiempo. Se acercó al hermoso burdégano y le habló, llamándola querida, confortándola para que no se sintiera sola.

Le llevó seis días más llegar a los grandes rebaños que estaban en los pantanos del este. Los últimos dos días los pasó cabalgando de aquí para allá para alcanzar a los grupos que se habían dispersado hasta llegar al pie de la montaña. Muchos de ellos todavía no estaban infectados, y pudo protegerlos. El burdégano lo llevó sobre el lomo desnudo y con un andar muy tranquilo. Pero ya no tenía nada para comer. Cabalgando de regreso a la aldea se sentía mareado y débil. Le costó un buen rato llegar a la casa desde el establo de Aliso, donde dejó al burdégano. Emer lo recibió y lo regañó y trató de hacer que comiera, pero él le explicó que todavía no podía comer. —Mientras estaba allí en medio de la enfermedad, en los campos infectados, me sentía enfermo. Dentro de un rato podré volver a comer —le explicó.

—Estáis loco —le dijo ella, muy enfadada. Era un enfado dulce. ¿Por qué no podía ser el enfado algo dulce?

—¡Al menos daros un baño! —le dijo.

Él sabía cómo olía, y se lo agradeció.

—¿Cuánto os pagará Aliso por todo esto? —le preguntó mientras se calentaba el agua. Todavía estaba indignada, hablaba con menos rodeos incluso que de costumbre.

—No lo sé —le contestó él.

Ella dejó lo que estaba haciendo y lo miró fijamente.

—¿No habéis acordado un precio?

—¿Acordar un precio? —preguntó él de inmediato. Luego recordó quién no era, y habló humildemente—: No. No lo hicimos.

—Qué inocente sois —le dijo Regalo, susurrando la palabra—. Os despellejará. —Echó la olla llena de agua hirviendo dentro de la bañera.— Tiene marfil —le dijo—. Decidle que tiene que pagaros en marfil. ¡Allí arriba, muriéndoos de hambre y congelándoos, para curar a sus bestias! Lo único que tiene San es cobre, pero Aliso puede pagaros en marfil. Siento entrometerme en vuestros asuntos, señor. —Salió por la puerta con dos cubos, iba hacia la bomba. Aquellos días se negaba a usar el agua del arroyo. Era sabia y bondadosa. ¿Por qué había vivido durante tanto tiempo entre aquellos que no eran bondadosos?

—Ya veremos —dijo Aliso, al día siguiente— si mis bestias se han curado. Si logran aguantar el invierno, ¿sabéis?, entonces sabremos que habéis curado a todas, que están sanas, ¿sabéis? No es que tenga dudas, pero es lo más justo, lo justo, ¿verdad? No me pediríais vos que os pague lo que tengo pensado pagaros, si la cura no funciona y las bestias acaban muriendo después de todo. ¡Toco madera! Pero tampoco os pediría que esperarais todo ese tiempo sin pagaros nada. Así que aquí tenéis un adelanto, ¿ sabéis?, de lo que vendrá después, y por ahora estamos en paz, ¿sí?

Ni siquiera le entregó las monedas de cobre en una bolsa. Irioth tuvo que estirar la mano, y el ganadero depositó en ella seis monedas de cobre, una por una. —¡Ya está! ¡Quedamos en paz! —le dijo, expansivo—. Y tal vez podáis echarle un vistazo a los potros que tengo en los prados del Gran Estanque, mañana o un día de éstos.

—No —le contestó Irioth—. El rebaño de San se estaba muriendo cuando me fui de allí. Me necesitan.

—Oh, no, no lo necesitan, señor Otak. Mientras vos estabais allá en la cordillera del este vino un hechicero curandero, un tipo que ya había estado antes aquí, de la costa del sur, y entonces San lo contrató. Vos trabajaréis para mí y os pagaré bien. Mejor que en cobre, tal vez, ¡si a las bestias les va bien! —Irioth no dijo que sí ni que no, ni gracias, sino que se retiró sin hablar. El ganadero lo miró mientras se iba y escupió—. Atrás —dijo.

El problema apareció en la mente de Irioth como no lo había hecho desde que llegara al Gran Pantano. Luchaba contra él. Un hombre de poder había venido a curar el ganado, otro hombre de poder. Pero un hechicero, había dicho Aliso. No un mago, no. Simplemente un curandero, un curandero de ganado. No necesito temerle. No necesito temerle a su poder. No necesito su poder. Debo verlo, para estar seguro. Si hace lo mismo que hago yo aquí, no hay ningún peligro. Podemos trabajar juntos. Si yo hago lo mismo que hace él aquí. Si él sólo utiliza la hechicería y no tiene malas intenciones. Como yo.

Bajó caminando la desordenada calle de los Pozospuros hasta llegar a la casa de San, que estaba a mitad de camino, frente a la taberna. San, un hombre curtido, entre los treinta y los cuarenta años, estaba hablando con otro hombre en la puerta de su casa, con un extraño. Cuando vieron a Irioth parecieron sentirse incómodos. San entró en su casa y el extraño lo siguió.

Irioth se acercó hasta la puerta. No entró, sino que habló desde allí:

—Señor San, es acerca del ganado que tiene allí entre los ríos. Puedo ir a verlos hoy. —No sabía por qué había dicho eso. No era lo que había querido decir.

—Ah —dijo San, acercándose a la puerta, y tosió un poco—. No hace falta, señor Otak. Este de aquí es el señor Claridad, ha venido a lidiar con la peste. Ya ha curado a algunas de mis bestias en otras ocasiones, pezuñas podridas y todo eso. Necesitándose como se necesita a un hombre a tiempo completo para ocuparse de las reses de Aliso, ¿sabéis?…

El hechicero apareció por detrás de San. Su nombre era Ayeth. El poder que poseía era pequeño, estaba estropeado, corrompido por la ignorancia, el mal uso y las mentiras. Pero los celos que en él había eran como un fuego amenazador. —He estado yendo y viniendo por aquí, trabajando, durante diez años —dijo, mirando a Irioth de arriba abajo—. Un hombre llega desde algún sitio del norte, se queda mis trabajos, algunas personas no estarían muy de acuerdo con eso. Una pelea entre hechiceros no es algo bueno. Si es que vos sois un hechicero, es decir, un hombre de poder. Yo lo soy. Como bien lo sabe la buena gente de por aquí.

Irioth trató de decir que no quería ninguna pelea. Trató de decir que había trabajo suficiente para los dos. Trató de decir que no le quitaría el trabajo. Pero todas estas palabras se quemaron con el ácido de los celos del hombre, que no quería escucharlas, y las quemó antes de que fueran dichas.