La mirada de Ayeth se hacía más y más insolente mientras miraba a Irioth tartamudear. Comenzó a decirle algo a San, pero Irioth habló.
—Tienes… —le dijo, tienes que irte. Vuélvete. —Mientras decía «Vuélvete», su mano izquierda golpeó el aire como un cuchillo, y Ayeth cayó hacia atrás contra una silla, con la mirada fija.
Era tan sólo un pequeño hechicero, un curandero estafador con unos cuantos hechizos lamentables. O eso parecía. ¿Y qué pasaría si estaba fingiendo, si ocultaba su poder, un rival que ocultaba su poder? Un rival celoso. Hay que detenerlo, hay que atarlo, nombrarlo, llamarlo. Irioth comenzó a decir las palabras que lo atarían, y el hombre, tembloroso, se encogió, acurrucándose para esconderse, marchitándose, lanzando un gemido agudo y chillón. «Está mal, está mal. Estoy haciendo el mal, yo soy el enfermo», pensó Irioth. Detuvo las palabras del hechizo en su boca, luchando contra ellas, y finalmente gritó una palabra distinta. Luego el hombre Ayeth se quedó allí acurrucado, vomitando y temblando, y San lo miraba fijamente e intentaba decir: «¡Atrás! ¡Atrás!» No sucedió nada malo, pero el fuego ardió en las manos de Irioth, le quemó los ojos cuando intentó esconderlos entre las manos, le quemó la lengua cuando trató de hablar.
Durante mucho rato nadie quiso tocarlo. Había caído presa de un ataque en la puerta de la casa de San. Ahora yacía allí como un hombre muerto. Pero el curandero del sur dijo que no estaba muerto, y que era tan peligroso como una víbora. San contó cómo Otak había obrado un hechizo sobre Claridad, que había pronunciado algunas horribles palabras que habían hecho que Claridad se encogiera más y más y gimiera como una rama en el fuego, y luego, en un segundo, había vuelto a ser él otra vez, aunque enfermo como un perro, quién podría culparlo, y todo el rato había habido un resplandor alrededor del otro, de Otak, como un fuego ardiendo, y sombras saltando, y su voz no era como ninguna voz humana. Algo terrible.
Claridad les dijo que se deshicieran de aquel tipo, pero no se quedó allí para ocuparse de que lo hicieran. Regresó por el camino del sur tan pronto como terminó de tragarse una pinta de cerveza en la taberna, diciéndoles que no había lugar para dos hechiceros en una misma aldea y que regresaría, tal vez, cuando aquel hombre, o lo que fuera que era, se hubiera ido.
Nadie se atrevía a tocarlo. Miraban desde una distancia prudente el bulto que yacía en la puerta de la casa de San. La esposa de San lloraba a los gritos por toda la calle. —¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! —gritaba—. ¡Oh, mi bebé nacerá muerto, lo sé!
Baya fue a buscar a su hermana, después de haber escuchado el relato de Claridad en la taberna, la versión de San de aquella historia y otras varias versiones que ya corrían por allí. En la mejor de ellas, Otak había crecido tres metros y, con un rayo, había convertido a Claridad en un trozo de carbón antes de comenzar a echar espuma por la boca, volverse de color azul, y caer inconsciente.
Regalo se apresuró para llegar a la aldea. Fue directo a la puerta de la casa de San, se agachó sobre el hombre y posó su mano sobre él. Todos contuvieron la respiración y murmuraron: «¡Atrás! ¡Atrás!», excepto la hija más pequeña de Leonada, quien entendió mal las señales y saltó con una sugerencia: «¡Al trabajo!».
El hombre se movió, y se incorporó lentamente. Vieron que era el curandero, tal y como había sido antes, sin fuegos ni sombras, aunque parecía muy enfermo. —Vamos —le dijo Regalo, lo ayudó a ponerse de pie y subió la calle caminando lentamente a su lado.
Los aldeanos sacudieron la cabeza. Regalo era una mujer valiente, pero también se podía llegar a ser demasiado valiente. O valiente, decían alrededor de la mesa de la taberna, de la manera equivocada, o en el lugar equivocado, ¿sabes? Nadie que no haya nacido para la hechicería debería atreverse a meterse con ella. Ni con los hechiceros. Uno se olvida de eso. Parecen igual que el resto de la gente. Pero no son como el resto de la gente. Parecería ser que no hay peligro alguno en un curandero. Curan las pezuñas podridas, ablandan una ubre endurecida. Todo eso está muy bien. Pero enfréntate con uno y allí estarás, fuego y sombras y maldiciones y caes víctima de las convulsiones. Es extraño. Ése siempre fue extraño. ¿Ya todo esto, de dónde ha venido? A ver si puedes contestar esa pregunta.
Regalo lo llevó hasta su cama, le quitó los zapatos, y lo dejó allí para que durmiera. Baya llegó tarde a casa y más borracho que de costumbre, así que se cayó y se cortó la frente con el morillo. Sangrando y furioso, le ordenó a Regalo que sacara «al hechicero de la casa, ahora mismo», que lo sacara. Luego vomitó en las cenizas y se quedó dormido sobre el hogar. Ella lo arrastró hasta el jergón, le quitó los zapatos, y lo dejó allí para que durmiera. Fue a ver al otro. Parecía tener fiebre y le puso la mano sobre la frente. Él abrió los ojos, y miró fijamente los de ella sin ninguna expresión. —Emer —dijo, y volvió a cerrar los ojos.
Ella se alejó de él, aterrorizada.
En su cama, en la oscuridad, se acostó y pensó: «Ha conocido al mago que me dio el nombre. O yo dije mi nombre. Tal vez lo dije en voz alta mientras dormía. O alguien se lo dijo. Pero nadie lo sabe. Los únicos que supieron y saben mi nombre son el mago y mi madre. Y están muertos, están muertos… Lo dije mientras dormía…».
Pero ella sabía bien lo que ocurría.
Se quedó de pie con la pequeña lámpara en la mano, y la luz brilló roja entre sus dedos y dorada en su rostro. Él dijo su nombre. Ella lo dejó dormir.
Durmió hasta tarde aquella mañana y despertó como de una enfermedad, débil y tranquilo. Ella era incapaz de tenerle miedo. Descubrió que no tenía recuerdos de lo que había acontecido en la aldea, del otro hechicero, ni siquiera de las seis monedas de cobre que ella había encontrado desparramadas sobre la colcha, las cuales debió de haber tenido apretadas en la mano durante todo lo acontecido.
—No hay duda de que eso es lo que os ha dado Aliso —le dijo—. ¡Nada!
—Le dije que me ocuparía de sus bestias en… en los prados que se encuentran entre los ríos, ¿no es así? —dijo él, poniéndose ansioso; volvía a tener aquella mirada de cacería, y se levantó del banco.
—Sentaros —le dijo ella. Él se sentó, pero parecía preocupado.
—¿Cómo podéis curar si estáis enfermo? —le preguntó.
—¿Y cómo si no? —le contestó él.
Pero una vez más se quedó callado, acariciando al gato gris.
Entró su hermano. —Sal un momento —le dijo a ella apenas vio al curandero dormitando en el banco. Ella salió afuera con él.
—No quiero verlo más aquí—dijo Baya con actitud de dueño y señor de la casa, con el gran corte negro en la frente, los ojos como ostras y las manos temblorosas.
—¿Y adonde irás?
—Es él el que tiene que irse.
—Ésta es mi casa. La casa de Fusil. Él se queda. Tú puedes irte o quedarte, es asunto tuyo.
—También es asunto mío si él se queda o se va, y se irá. No eres quien tiene la última palabra. Todo el mundo cree que debe irse. No es astuto.
—Oh, sí, como ha curado a la mitad de los rebaños y le han pagado por eso tan sólo seis monedas de cobre, es hora de que se vaya, ¡qué bien!, ¿no? Lo tendré aquí todo el tiempo que quiera, y se acabó.
—No querrán comprarnos ni la leche ni el queso —lloriqueó Baya.
—¿Quién ha dicho eso?
—La esposa de San. Todas las mujeres.
—Entonces llevaré los quesos a Oraby —dijo ella—, y los venderé allí. En nombre del honor, hermano, ve a lavarte ese corte, y cámbiate la camisa. Apestas a taberna. —Y volvió a entrar en la casa.— Oh, Dios —dijo, y se puso a llorar.