—¿Cuál es tu fuerte?
Nutria era reacio a responder. Sabueso le caía bien, pero no tenía por qué confiar en él.
—Cambiar las formas de las cosas —masculló por fin.
—¿Transformándolas ?
—No. Sólo trucos. Convertir una hoja en una moneda de oro. Aparentemente.
En aquella época no tenían nombres fijos para las varias clases y artes de la magia, ni tampoco eran claras las conexiones entre tales artes. No había —según dirían más tarde los hombres sabios de Roke— ninguna ciencia en lo que sabían. Pero Sabueso estaba bastante seguro de que su prisionero estaba ocultando sus talentos.
—¿Puedes cambiar tu propia forma, aunque sea aparentemente?
Nutria se encogió de hombros.
Le costaba mucho mentir. Creía que se sentía incómodo al hacerlo porque no tenía práctica. Pero Sabueso lo tenía más claro. Sabía que la propia magia se resiste a la mentira. Los conjuros, los juegos de manos y el comercio falso con los muertos son falsificaciones para la magia, cristal para el diamante, latón para el oro. Son fraudes, y en esa tierra florecen mentiras. Pero el arte de la magia, a pesar de poder ser utilizado con fines falsos, trata con lo que es real, y las palabras con las que trabaja son las palabras de la verdad. Por lo tanto, a los verdaderos magos les resulta difícil mentir acerca de su arte. En sus corazones saben que su mentira, una vez pronunciada, puede cambiar el mundo.
Sabueso sentía pena por él. —Sabes, si fuera Gelluk el que te estuviera interrogando, te sacaría todo lo que sabes con tan sólo una o dos palabras, y te dejaría temblando. He visto lo que el viejo Cara Pálida deja tras de sí cuando él hace las preguntas. Escucha, ¿puedes cambiar el viento de alguna manera?
Nutria dudó unos segundos y luego dijo: —Sí.
—¿Tienes una bolsa?
Los que trabajaban con el clima solían llevar consigo un saco de cuero en donde decían que guardaban los vientos, y lo desataban para dejar salir un viento bueno, o para capturar uno contrario. Tal vez era sólo para impresionar, pero todos los que trabajaban con el clima llevaban un inmenso saco o una pequeña bolsa.
—En casa —dijo Nutria. No era una mentira, tenía una bolsa en casa. En ella guardaba las mejores herramientas y el nivel de carpintero. Y tampoco estaba mintiendo del todo acerca del viento. Varias veces se las había arreglado para traer un poco de viento mágico cuando paseaba en un barco de vela, a pesar de que no tenía idea de cómo combatir o de cómo controlar una tormenta, lo cual debe saber el que trabaja con el clima en un barco. Pero pensó que prefería hundirse en un vendaval antes que ser asesinado en aquel agujero.
—¿Y no estarías dispuesto a utilizar esa habilidad al servicio del rey?
—En Terramar no hay ningún rey —dijo el joven, severamente y con sinceridad.
—Al servicio de mi señor, entonces —se corrigió Sabueso, paciente.
—No —dijo Nutría, y vaciló. Sintió que le debía una explicación a aquel hombre—. Verás, no lo haré porque no puedo. Pensé en hacer tapones en la cubierta de aquella galera, cerca de la quilla, ¿sabes a qué me refiero con tapones? Actuarían como lo hacen las cuadernas cuando la galera se adentra en un mar turbulento. —Sabueso asintió con la cabeza.— Pero no pude hacerlo. Soy un constructor de barcos. No puedo construir un barco para que se hunda. Y con hombres a bordo. Mis manos no quisieron hacerlo. Así que hice lo que pude. Hice que la nave siguiera su propio rumbo. No el rumbo del rey.
Sabueso sonrió. —De todas maneras todavía no han deshecho lo que tú hiciste —dijo—. El viejo Cara Pálida recorrió todo el barco gateando, gruñendo y refunfuñando. Ordenó que cambiaran el timón. —Estaba hablando del mago más poderoso de Losen, un hombre pálido que provenía del norte, llamado Gelluk, alguien muy temido en Havnor.
—Con eso no basta.
—¿Podrías deshacer el hechizo que le hiciste al barco?
El joven rostro de Nutria, cansado y maltratado, reveló un atisbo de autocomplacencia. —No —contestó—. No creo que nadie pueda hacerlo.
—Qué pena. Podrías haber utilizado eso para negociar.
Nutria no dijo nada.
—Ahora el olfato es algo útil, algo que puede venderse. —Sabueso continuó:— No es que esté buscando competencia, pero un descubridor siempre puede encontrar trabajo, según dicen… ¿Alguna vez has estado en una mina?
Las conjeturas de un mago se acercan al conocimiento, aunque él puede no saber qué es lo que sabe. El primer indicio del don de Nutría, cuando tenía dos o tres años, fue su capacidad para encontrar inmediatamente algo perdido, un clavo que se había caído en algún sitio, una herramienta extraviada, tan pronto como entendía la palabra que designaba al objeto. Y, siendo niño, uno de sus más anhelados placeres había sido salir solo por el campo y pasearse por los caminos o sobre las colinas, sintiendo a través de las plantas de sus pies desnudos y por todo su cuerpo las venas de agua que pasaban bajo tierra, los filones y los nudos de los minerales, los cimientos y los pliegues de las distintas clases de rocas y de suelos. Era como si caminara sobre un gran edificio, viendo sus corredores y sus habitaciones, las entradas a amplias cavernas, el brillo de las ramificaciones de plata en las paredes; y a medida que iba avanzando, era como si su cuerpo se convirtiera en el cuerpo de la tierra, y llegara a conocer sus arterias y sus órganos y sus músculos como a los suyos propios. Este poder había sido un regocijo para él cuando era niño. Nunca había intentado utilizarlo para nada. Había sido su secreto.
No contestó a la pregunta de Sabueso.
—¿Qué hay debajo de nosotros? —Sabueso señaló el suelo, pavimentado con desparejas lozas de pizarra.
Nutria se quedó en silencio durante un rato. Luego dijo en voz muy baja:
—Arcilla y grava, y debajo de eso la roca, que contiene granates. Por debajo de toda esta parte de la ciudad hay este tipo de roca. No sé los nombres.
—Puedes aprenderlos.
—Sé cómo construir barcos, cómo navegar los barcos.
—Te irá mejor si te alejas de los barcos, de todas las luchas y los ataques. El rey está trabajando en las viejas minas de Samory, al otro lado de la montaña. Allí estarías alejado de él. Tienes que trabajar para el rey, si quieres permanecer con vida. Me ocuparé de que te envíen allí. Si es que quieres ir.
Después de unos instantes de silencio, Nutria dijo: —Gracias. —Y alzó la vista para mirar a Sabueso, una mirada breve, inquisitiva y crítica.
Sabueso lo había hecho su prisionero, se había quedado de pie observando cómo golpeaban a su familia hasta dejarlos inconscientes, no había hecho nada para detener las palizas. Sin embargo, hablaba como un amigo. ¿Por qué?, preguntaba la mirada de Nutria. Sabueso le contestó.
—Los hombres astutos necesitamos permanecer unidos —dijo—. Los hombres que no poseen ningún arte, únicamente riqueza, nos enfrentan unos a otros para su beneficio, no para el nuestro. Les vendemos nuestro poder. ¿Por qué lo hacemos? Si siguiéramos nuestro propio camino unidos nos iría mejor, tal vez.
Sabueso tenía buenas intenciones al enviar al joven a Samory, pero no entendió la cualidad de la voluntad de Nutria. Ni tampoco lo hizo el propio Nutría. Estaba demasiado acostumbrado a obedecer a otros como para ver que de hecho siempre había seguido su propio instinto, y era demasiado joven para creer que algo de lo que hiciera podría matarlo.
Planeó, tan pronto como lo sacaron de su celda, utilizar el sortilegio del anciano Cambiador para la autotransformación, y así escapar. No había duda de que su vida estaba en peligro, y estaría bien utilizar el hechizo, ¿no? El único problema fue que no pudo decidir en qué convertirse —en un pájaro o en una nube de humo—, ¿qué sería lo más seguro? Pero mientras estaba pensando en aquello, los hombres de Losen, acostumbrados a los trucos de los magos, le pusieron droga en la comida y dejó absolutamente de pensar. Lo arrojaron como a un saco de avena en una carreta tirada por mulas. Cuando mostraba indicios de estar reponiéndose, uno de ellos le daba un golpe en la cabeza, diciendo que quería asegurarse de que descansara bien.