—¿Qué sucede, Emer? —le preguntó el curandero, volviendo su delgada cara y mirándola con sus ojos extraños.
—Oh, no hay nada que hacer, no hay nada que hacer, lo sé. Nada puede hacerse con un borracho —le contestó. Se secó los ojos con el delantal—. ¿Fue eso lo que os hizo estallar —le preguntó ella—, la bebida?
—No —contestó él, sin ofenderse, tal vez sin entender.
—Por supuesto que no. Disculpadme —dijo ella.
—Tal vez él beba para tratar de ser otro hombre —dijo él—. Para variar, para cambiar…
—Bebe porque bebe —dijo ella—. Para algunos, eso es todo, simplemente eso. Estaré en la lechería. Cerraré la puerta con llave. Ha habido… ha habido algunos extraños merodeando por aquí. Vos descansad. Afuera hace mucho frío. —Quería asegurarse de que se quedara dentro, fuera de peligro, y de que nadie viniera a acosarlo. Más tarde iría a la aldea, hablaría con algunas de las personas más sensatas, y acabaría con aquellas habladurías, si es que podía.
Cuando lo hizo, la esposa de Aliso, Leonada, y otras varias personas estuvieron de acuerdo con ella en que una riña entre hechiceros por cuestiones de trabajo no era nada nuevo ni nada por lo que debieran preocuparse. Pero San y su esposa y la gente de la taberna no paraban de hablar de lo mismo, puesto que era lo único interesante sobre lo que podían hablar durante el resto del invierno, a no ser que lo hicieran sobre el ganado que estaba muriendo. —Además —decía Leonada—, mi hombre nunca pagaría con cobre algo que pensaba que debía pagar con marfil.
—Entonces ¿las vacas que tocó todavía están en pie?
—Hasta donde podemos ver, sí que lo están. Y no ha habido nuevas infectadas.
—Es un verdadero hechicero, Leonada —dijo Regalo, muy honestamente—. Yo lo sé.
—Ése es el problema, cariño —le contestó Leonada—. ¡Y tú lo sabes! Éste no es sitio para un hombre así. Quienquiera que sea, no es asunto nuestro, pero por qué vino hasta aquí, eso es lo que tienes que preguntar.
—Para curar a las bestias —dijo Regalo.
No hacía ni tres días que Claridad se había ido cuando un nuevo extraño apareció en la aldea: un hombre que subía por el camino del sur montando un buen caballo y preguntando en la taberna por alojamiento. Lo enviaron a la casa de San, pero la esposa de éste dio un chillido cuando le dijeron que había un extraño en la puerta, y se puso a gritar que, si San dejaba entrar a otro hombre brujo, su bebé nacería doblemente muerto. Los gritos se escucharon en varias de las casas contiguas, calle arriba y calle abajo, y una multitud, es decir, diez u once personas, se reunieron entre la casa de San y la taberna.
—Bueno, creo que no funcionaría —dijo el extraño con buen humor—. No puedo ayudar en un parto prematuro. ¿Hay tal vez una habitación sobre la taberna?
—Enviadlo a la lechería —dijo uno de los vaqueros de Aliso—. Regalo acepta lo que sea. —Hubo algunas risitas disimuladas.
—Por allí—le dijo el dueño de la taberna.
—Gracias —dijo el viajero, y condujo su caballo por el camino que le habían indicado.
—Todos los extranjeros en una misma cesta —dijo el dueño de la taberna. Y esa frase fue repetida aquella noche en la taberna una docena de veces, una inagotable fuente de admiración, lo mejor que nadie había dicho desde que comenzara la peste.
Regalo estaba en la lechería, y ya había terminado de ordeñar. Estaba colando la leche y sacando las cazuelas.
—Señora… —dijo una voz desde la puerta, ella pensó que era el curandero y contestó:— Esperad un momento que ya termino con esto. —Y luego, al darse la vuelta, vio a un extraño, lo que casi la hizo caer todas las cazuelas.— ¡Oh, me asustasteis! ¿Qué puedo hacer por vos?
—Estoy buscando una cama para pasar la noche.
—No, lo siento, ya somos mi huésped, mi hermano y yo. Tal vez San, en la aldea…
—Ellos me enviaron aquí. Dijeron: «Todos los extranjeros en una misma cesta». —El extraño tenía poco más de treinta años, un rostro franco y un aspecto agradable, llevaba ropas simples, aunque la jaca que estaba detrás de él era un buen caballo.— Ponedme en el establo, señora, estará bien. Mi caballo es quien necesita una buena cama; está cansado. Dormiré en el establo y me iré por la mañana. Es un placer dormir con vacas en una noche fría. Y os pagaré con gusto, señora, si dos monedas de cobre alcanzan. Mi nombre es Halcón.
—Yo soy Regalo —contestó ella, un poco aturullada, pero el hombre le caía bien—. De acuerdo, entonces, señor Halcón. Traed vuestro caballo y encargaos de él. Allí está la bomba, y hay mucho heno. Después venid a la casa. Puedo daros un poco de sopa de leche, y una moneda será más que suficiente, gracias. —No se sentía cómoda llamándolo señor, como hacía siempre con el curandero. Éste no tenía nada de sus modales señoriales. No le había parecido ver a un rey, como le había pasado con el otro cuando lo vio por primera vez.
Cuando terminó en la lechería y fue a la casa, el recién llegado, Halcón, estaba agachado sobre el hogar, avivando hábilmente el fuego. El curandero estaba durmiendo en su habitación. Miró dentro, y cerró la puerta.
—No está muy bien —dijo ella, hablando en voz baja—. Ha estado curando al ganado allí arriba, al este del pantano, con frío, durante días y días, y está agotado.
Mientras ella hacía sus cosas en la cocina, Halcón la ayudaba de vez en cuando de una forma muy natural, y entonces ella comenzó a preguntarse si todos los hombres que provenían de otros sitios eran tanto más colaboradores con los quehaceres de la casa que los hombres del Pantano. Era alguien agradable con quien hablar, y le habló sobre el curandero, ya que no tenía mucho que contar sobre ella.
—Utilizan a un hechicero y luego hablan mal de él por su utilidad —dijo ella—. No es justo.
—Pero él los asustó de alguna manera, ¿verdad?
—Supongo que sí. Apareció otro curandero, un tipo que ya había estado por aquí antes. La verdad es que no hizo demasiado. A mi vaca no le hizo ningún bien cuando tuvo la bolsa entumecida, hace dos años. Y juraría que su bálsamo es simplemente grasa de cerdo. Bueno, entonces le dice a Otak: «Estás cogiendo mis trabajos». Y tal vez Otak le contestara lo mismo. Y pierden la paciencia, y tal vez hicieran algunos hechizos negros. Creo que Otak lo hizo. Pero no lastimó al hombre en absoluto, sino que él mismo cayó al suelo deshecho. Y ahora ya no recuerda nada de todo aquello, y el otro hombre se fue de aquí totalmente ileso. Y dicen que todas las bestias que Otak ha tocado aún están vivas, sanas y fuertes. Diez días se pasó allí fuera con el viento y la lluvia, tocando a las bestias y curándolas. ¿Y sabéis lo que le dio el ganadero? ¡Seis monedas! ¿Podéis imaginaros que estuviera un poco furioso? Pero yo no digo… —se detuvo y luego prosiguió—: No digo que no sea un poco extraño, a veces. De la manera en que lo son las brujas y los hechiceros, supongo. Tal vez tienen que serlo, puesto que tratan con semejantes poderes y males. Pero él es un verdadero hombre, y muy bondadoso.
—Señora —dijo Halcón—, ¿puedo contaros una historia?
—Oh, ¿sois un contador? Oh, ¿por qué no me habíais dicho eso desde un principio? ¿Entonces eso es lo que sois? Yo me preguntaba, puesto que estamos en invierno y todo eso, y vos estáis por los caminos. Pero con ese caballo, pensé que seríais un comerciante. ¿Que si podéis contarme una historia? Sería la alegría de mi vida, ¡y cuanto más larga mejor! Pero primero tomad vuestra sopa, y dejad que me siente aquí para escuchar…
—En realidad no soy un contador, señora —dijo con su agradable sonrisa—, pero sí es verdad que tengo una historia para vos. —Y cuando se hubo tomado toda la sopa, y ella se hubo instalado con sus zurcidos, la contó.