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—En el Mar Interior, en la Isla de los Sabios, en la Isla de Roke, donde se enseña toda la magia, hay nueve Maestros —comenzó.

Ella cerró los ojos dichosa, y escuchó.

Nombró a los Maestros, al de Hierbas y al Maestro Mano, al Invocador y al Hacedor de Formas, al Maestro de Vientos y Nubes y al Cantor, al Nombrador y al Transformador. —Las artes del Transformador y el Invocador son muy peligrosas —dijo—. De cambiar, o de transformar, podéis haber escuchado hablar alguna vez, señora. Hasta un hechicero normal y corriente puede saber cómo realizar cambios ilusorios convirtiendo una cosa en otra cosa durante un rato, o adoptar una apariencia que no es la suya propia. ¿Habéis visto alguna vez eso?

—He oído algo acerca de ello —susurró ella.

—Y a veces las brujas y los hechiceros dirán que han invocado a los muertos para hablar a través de ellos. Tal vez un niño por el cual los padres están llorando. En la choza de la bruja, en la oscuridad, lo oyen llorar, o reír…

Ella asintió con la cabeza.

—Ésos son simplemente hechizos ilusorios, apariencias. Pero hay verdaderos cambios, y verdaderas invocaciones. ¡Y éstas pueden ser verdaderas tentaciones para un mago! Es algo maravilloso volar con las alas de un halcón, señora, y ver la tierra debajo de uno con los ojos de un halcón. Y el de invocar, que en realidad es nombrar, es un gran poder. Saber el verdadero nombre es tener poder, como vos sabéis, señora. Y el arte del invocador apunta directamente a eso. Es algo maravilloso invocar la apariencia y el espíritu de alguien muerto hace mucho tiempo. Ver la belleza de Elfarran en los huertos de Solea, así como la vio Morred cuando el mundo era joven…

Su voz se había vuelto muy suave, muy oscura.

—Bueno, volvamos a mi historia. Hace cuarenta años y más, nació un niño en la Isla de Ark, una rica isla del Mar Interior, al sur y al este de Semel. Este niño era el hijo de un mayordomo de la casa del Señor de Ark. No era el hijo de un hombre pobre, pero tampoco un niño de demasiada importancia. Y sus padres murieron jóvenes. Así que no se le hizo demasiado caso, hasta que tuvieron que fijarse en él por lo que hacía y podía hacer. Era un muchacho extraño, como decían ellos. Tenía poderes. Podía encender un fuego o apagarlo con una palabra. Podía hacer que las ollas y las cazuelas volaran por los aires. Podía convertir una rata en una paloma y hacerla volar por las inmensas colinas del Señor de Ark. Y si estaba enfadado, o asustado, entonces hacía daño. Por ejemplo volcando una tetera llena de agua hirviendo sobre una cocinera que lo había maltratado.

—Dios mío —susurró Regalo. No había dado ni una puntada desde que él comenzara a hablar.

—Era sólo un niño, y los magos de aquella casa no supieron tratarlo con sabiduría, puesto que con él utilizaban poco ésta o la gentileza. Tal vez le tenían miedo. Le ataban las manos y lo amordazaban para evitar que urdiera hechizos. Lo encerraron en uno de los salones del sótano, una habitación de piedra, hasta que pensaron que se habría calmado. Entonces lo mandaron a vivir a los establos de la gran granja, puesto que sabía manejar a los animales, y se tranquilizaba cuando estaba con los caballos. Pero se peleaba bastante con uno de los muchachos del establo, y un día convirtió al pobre muchacho en un montón de excremento. Después de que los magos devolvieron al muchacho del establo a su forma original, volvieron a atar al niño, lo amordazaron y lo metieron en un barco camino a Roke. Pensaron que tal vez allí los Maestros podrían domesticarlo.

—Pobre niño —murmuró ella.

—Ciertamente, puesto que los marineros también le temían, y lo dejaron así atado durante todo el viaje. Cuando el Portero de la Casa Grande de Roke lo vio, le soltó las manos y liberó su lengua. Y lo primero que hizo el niño en la Casa Grande, según dicen, fue poner la Mesa Larga del comedor patas arriba, y agriar la cerveza, y un alumno que intentó detenerlo se convirtió durante un par de segundos en un cerdo… Pero el niño había encontrado en los Maestros sus contrincantes.

»Ellos no lo castigaron, sino que mantuvieron sus salvajes poderes atados con hechizos hasta que pudieron hacerle escuchar y comenzar a aprender. Les llevó mucho tiempo. Había en él un espíritu de rivalidad que le hacía ver cualquier poder que él no tuviera, cualquier cosa que no supiera, como una amenaza, un desafío, algo contra lo cual pelear hasta destruirlo. Hay muchos niños que son así. Yo era así. Pero he tenido suerte. Aprendí mi lección de muy joven.

»Bueno, ese niño aprendió finalmente a domesticar su furia y a controlar su poder. Y era un gran poder. Fuera cual fuese el arte que estudiaba, lo aprendía muy fácilmente, demasiado fácilmente, así que despreciaba las ilusiones, y a los que trabajaban con el clima, e incluso a los curanderos, porque no representaban para él ningún temor, ningún desafío. No veía en sí mismo ninguna virtud por poder dominarlos. Y así fue como, después de que el Archimago Nemmerle le diera su nombre, el muchacho puso todo su empeño en el gran y poderoso arte de la invocación. Y estudió con el Maestro de aquel arte durante mucho tiempo.

»Siempre vivió en Roke, puesto que es allí donde llegan todos los conocimientos de magia, y allí donde se guardan. Y no sentía deseos de viajar y conocer otros tipos de gente, o de ver el mundo, decía que podía invocar a todo el mundo para que acudiera a él, lo cual era verdad. Tal vez ahí es donde yace el peligro de esa arte.

»Ahora bien, lo que se le prohíbe al invocador, o a cualquier mago, es llamar a un espíritu con vida. Podemos llamarlos, sí. Podemos enviarles una voz o un presentimiento, una apariencia de nosotros mismos. Pero no los invocamos nosotros a ellos, en espíritu o en carne, para que acudan a nosotros. Únicamente podemos invocar a los muertos. Únicamente a las sombras. Vos entenderéis por qué esto debe ser así. Invocar a un hombre vivo es tener poder absoluto sobre él, sobre su cuerpo y sobre su mente. Nadie, no importa lo fuerte o sabio o poderoso que sea, puede adueñarse y utilizar a otro ser racional.

»Pero el espíritu de rivalidad fue haciendo su labor sobre el muchacho a medida que iba creciendo y convirtiéndose en un hombre. Es un espíritu muy frecuente en Roke: siempre hacer las cosas mejor que el otro, siempre ser el primero… El arte se convierte en un concurso, en un juego. El fin se convierte en un fin en sí mismo… No hubo allí ningún hombre tan dotado como este hombre, y aun así, si cualquiera hacía algo mejor que él en cualquier cosa, para él era algo muy difícil de soportar. Le asustaba, le indignaba.

»No había lugar para él entre los Maestros, ya que un nuevo Maestro Invocador había sido elegido recientemente, un hombre poderoso, en la flor de su vida, y no parecía probable que se retirara o que muriera. El hombre de nuestra historia ocupaba un lugar de honor entre los eruditos y los demás maestros pero no era uno de los Nueve. A él lo habían pasado por alto. Tal vez no era bueno para él quedarse allí, siempre entre magos, entre niños aprendiendo magia, todos ellos ansiando más y más poder, luchando para ser los más poderosos. De todos modos, a medida que fueron pasando los años él se fue haciendo cada vez más distante, profundizando sus estudios en su celda en la torre, apartado de los demás, enseñando a unos pocos alumnos, hablando poco. El Invocador le enviaba alumnos muy bien dotados, pero muchos de los muchachos de la escuela apenas lo conocían. Sumergido en este aislamiento, comenzó a practicar ciertas artes que no deben practicarse y que no llevan a nada bueno.

»Un invocador se acaba acostumbrando a tratar con espíritus y con sombras y a hacer que vengan según su voluntad y se vayan con sólo decir una palabra. Tal vez este nombre comenzó a pensar: ¿Quién me prohibirá que haga lo mismo con los vivos? ¿Por qué tengo este poder si no puedo utilizarlo? Así que comenzó a llamar a los vivos para que acudieran a él, llamaba a aquellos que vivían en Roke y a quienes él temía, pensando en ellos como rivales, a aquellos cuyos poderes le daban celos. Cuando acudieron a él les quitó sus poderes y los cogió para sí, dejándolos en silencio. No podían decir lo que les había sucedido, ni qué les había pasado a sus poderes. No lo sabían.