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»Así que finalmente invocó a su propio maestro, al Invocador de Roke, cogiéndolo desprevenido.

»Pero el Invocador luchó contra él tanto en cuerpo como en espíritu, y me llamó a mí, y yo acudí. Juntos luchamos contra la voluntad que nos destruiría.

Se había hecho de noche. La lámpara de Regalo se había apagado. Sólo el resplandor rojo del fuego brillaba en el rostro de Halcón. No era el rostro que ella se había imaginado. Estaba desgastado, y era un rostro duro y lleno de cicatrices en un lado. La cara de un halcón, pensó ella. Se quedó quieta, escuchando.

—Este no es el cuento de un narrador, señora. Ésta es una historia que nunca más volverá a escuchar. A nadie.

»Yo era nuevo en el oficio de ser Archimago en aquel entonces. Y era más joven que el hombre contra el cual luchábamos, y tal vez no le tenía suficiente miedo. Hicimos todo lo que pudimos para aguantar contra él, allí, en el silencio, en la celda de la torre. Nadie más sabía lo que estaba sucediendo. Luchamos. Luchamos durante un largo rato. Y luego terminó. Él se rompió. Como se rompe una rama. Estaba roto. Pero se fue volando. Para poder vencer aquella ciega voluntad. El Invocador había perdido parte de su fuerza para siempre. Y yo no tuve la fuerza en mí para detener al hombre cuando se fue volando, ni la astucia de enviar a alguien detrás de él. Y no quedaba en mí ni una pizca de poder para perseguirlo yo mismo. Así que escapó de Roke. Se fue sin problema.

»No pudimos ocultar la pelea que habíamos tenido con él, aunque contamos sobre ella lo menos que pudimos. Y muchos dijeron “Mejor que se haya marchado, porque siempre ha estado medio loco, y ahora estaba loco del todo”.

»Pero cuando el Invocador y yo nos recuperamos de los golpes que habían recibido nuestras almas, por decirlo de alguna manera, y de la terrible estupidez en la que cae la mente después de una lucha semejante, comenzamos a pensar que no era bueno tener a un hombre de mucho poder, a un mago, vagando por Terramar con la mente no muy serena, y tal vez lleno de vergüenza y de furia y de sed de venganza.

»No pudimos encontrar rastro alguno de él. Seguramente se convirtió en pájaro o en pez cuando se fue de Roke, hasta llegar a otra isla. Y un mago puede esconderse de todos los sortilegios de encuentro. Mandamos a hacer nuestras investigaciones, de la manera que solemos hacerlo, pero nada ni nadie contestó. Así que nos dispusimos a buscarlo, el Invocador por las islas del este y yo por el oeste. Porque cada vez que pensaba en ese hombre, había empezado a ver en mi mente una gran montaña, un cono roto, con una inmensa y verde tierra debajo, extendiéndose hacia el sur. Recordaba mis lecciones de geografía de cuando era sólo un niño en Roke, y la disposición de la tierra en Semel, y la montaña cuyo nombre es Andanden. Por eso he venido al Gran Pantano. Creo que he venido al sitio correcto.

Se hizo un silencio. El fuego susurraba.

—¿Debería hablar con él? —preguntó Regalo con voz serena.

—No hace falta —dijo el hombre como un halcón—. Yo lo haré. —Y luego dijo:— Irioth.

Ella miró la puerta de la habitación. Se abrió y él estaba allí de pie, delgado y cansado, con los ojos oscuros llenos de sueño y de aturdimiento y de dolor.

—Ged —dijo, y agachó la cabeza. Después de un rato levantó la vista y preguntó—: ¿Puedes quitarme mi nombre?

—¿Por qué debería hacer eso?

—Solamente significa dolor. Odio, orgullo, codicia.

—Te sacaré esos nombres, Irioth, pero no el tuyo.

—No lo entendía —dijo Irioth—. Lo de los otros. Que son otros. Todos somos otro. Debemos serlo. Yo estaba equivocado.

El hombre llamado Ged se acercó a él y le cogió las manos, que Irioth tenía ya medio estiradas, implorando.

—Te equivocaste y has rectificado. Pero estás cansado, Irioth, y el camino es muy arduo cuando uno va solo. Ven a casa conmigo.

La cabeza de Irioth se inclinó de total cansancio. Toda la tensión y la pasión habían salido de su cuerpo. Pero levantó la vista para mirar no a Ged sino a Regalo, callada en el rincón del hogar.

—Aquí tengo trabajo —dijo él.

Ged también la miró.

—Es cierto —dijo ella—. Cura al ganado.

—Me muestran lo que debo hacer —dijo Irioth—, y quién soy. Saben mi nombre. Pero nunca lo dicen.

Después de un rato Ged acercó gentilmente hacia él al hombre más viejo, y lo sostuvo con el brazo. Le dijo algo en voz muy baja y lo dejó ir. Irioth suspiró profundamente.

—Allí no sirvo para nada, ¿entiendes Ged? —dijo—. Aquí, soy. Si me dejan hacer el trabajo. —Miró nuevamente a Regalo, y Ged también. Ella los miró a los dos.

—¿Qué dices tú, Emer? —le preguntó el que parecía un halcón.

—Yo diría —contestó ella, con la voz aguda y chillona, y hablándole al curandero—, que si las reses de Aliso todavía están en pie cuando termine el invierno, los ganaderos os suplicarán que os quedéis. Aunque puede que no os quieran.

—Nadie quiere a un hechicero —dijo el Archimago—. ¡Bueno, Irioth! ¿Acaso he venido hasta aquí, soportando el frío del invierno para buscarte, y debo regresar solo?

—Diles… Diles que estaba equivocado —dijo Irioth—. Diles que me equivoqué. Dile a Thorion… —Y se detuvo, confundido.

—Le diré que los cambios en la vida de un hombre pueden ir más allá de todas las artes que nosotros conocemos, y de toda nuestra sabiduría —dijo el Archimago. Miró a Emer otra vez y le dijo—: ¿Puede quedarse aquí, señora? ¿Es tanto vuestro deseo como el de él?

—Es diez veces más ayuda y más compañía para mí de lo que lo es mi hermano —le contestó ella—. Y un verdadero buen hombre, como ya os he dicho antes, señor.

—Muy bien. Entonces, Irioth, mi querido compañero, mi maestro, mi rival, mi amigo, adiós. Emer, valiente mujer, mi honor y mi agradecimiento para vos. Que vuestro corazón y vuestro hogar estén en paz. —Y entonces hizo un gesto que dejó una huella resplandeciente en el aire durante unos instantes, sobre la piedra del hogar.— Ahora iré al establo —dijo él, y así fue.

La puerta se cerró. Todo estaba en silencio a no ser por el susurro del fuego.

—Acercaos al fuego —dijo ella. Irioth se acercó y se sentó en el banco.

—¿Ése era el Archimago? ¿De verdad?

Él asintió con la cabeza.

—El Archimago del mundo —dijo ella—. En mi establo. Debería dejarle mi cama…

—No la aceptaría —dijo Irioth.

Ella sabía que tenía razón.

—Vuestro nombre es hermoso, Irioth —dijo ella al cabo de un rato—. Nunca supe el verdadero nombre de mi esposo. Ni él el mío. Nunca más diré el vuestro. Pero me gusta saberlo, ya que vos conocéis el mío.

—Vuestro nombre es hermoso, Emer —le dijo él—. Lo diré cuando vos me lo pidáis.

Dragónvolador

I. Iria

Los antepasados de su padre habían sido dueños y señores de un amplio y rico territorio en la amplia y rica Isla de Way. No reclamaron ningún título o privilegio en la corte en la época de los reyes, aunque durante todos los años oscuros que sobrevinieron después de la caída de Maharion gobernaron a su tierra y a su gente con mano firme, reinvirtiendo sus ganancias en las tierras, garantizando alguna clase de justicia, y deshaciéndose de tiranos mezquinos. A medida que el orden y la paz se iban restableciendo en el Archipiélago bajo el dominio de los hombres sabios de Roke, durante un tiempo, la familia y sus granjas y aldeas siguieron prosperando. Aquella prosperidad y la belleza de las praderas y de los altos pastos y de las colinas coronadas por robles convertían aquel territorio en un símbolo, por lo que la gente decía «tan gordo como una vaca de Iria» o «tan afortunado como un iriano». Los señores y muchos habitantes de la zona agregaban aquel nombre al suyo propio, llamándose a sí mismos irianos. A pesar de que los granjeros y los pastores seguían temporada tras temporada, año tras año y generación tras generación, tan firmes y prósperos como los robles, la familia que poseía la tierra cambió y fue decayendo con el tiempo y la suerte.