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—¿Por qué no? ¿Qué es más uno mismo que el propio nombre verdadero?

Un largo silencio.

La bruja emergió con un huso y una bola de lana grasienta. Se sentó sobre el banco que estaba junto a la puerta y comenzó a girar el huso. Había hilado más de noventa centímetros de hilaza gris amarronada antes de contestar.

—Mi nombre soy yo misma. Cierto. Pero, entonces, ¿qué es un nombre? Es lo que otro me llama. Si no hubiera nadie más, solamente yo, ¿para qué querría un nombre?

—Pero… —dijo Dragónvolador y se detuvo, atrapada por el argumento. Después de un rato dijo—: ¿Entonces un nombre tiene que ser un regalo?

Rosa asintió con la cabeza.

—Dame un nombre, Rosa —dijo la niña.

—Tu papá dice que no.

—Yo digo que sí.

—Aquí él es el que manda.

—Puede hacerme pobre y estúpida y despreciable, ¡pero no puede dejarme sin nombre!

La bruja suspiró, como la oveja, incómoda y pensativa.

—Esta noche —dijo Dragónvolador—. En nuestro manantial, el que está al pie de la Colina de Iria. Lo que no sepa no le hará daño. —Su voz parecía medio engatusadora, medio salvaje.

—Deberías tener tu debido día de nombramiento, tu fiesta y tu baile, como cualquier jovencito —le dijo la bruja—. El nombre debe darse al amanecer. Y después tiene que haber música y festejos todo el día. Una fiesta. No recibirlo escapando a escondidas por la noche sin que nadie lo sepa…

—Lo sabré yo. ¿Cómo sabes qué nombre decir, Rosa? ¿Te lo dice el agua?

La bruja sacudió una vez su cabeza color gris hierro.

—No puedo decírtelo. —Su «no puedo» no significaba «no lo haré». Dragónvolador esperó— Es el poder, como te he dicho antes. Simplemente viene. —Rosa dejó de hilar y levantó la vista para mirar con un ojo una nube que había hacia el oeste; el otro miraba un poco hacia el norte del cielo.— Estáis allí, en el agua, juntas, tú y la niña. Tú le quitas el nombre a la niña. La gente puede seguir utilizando ese nombre como nombre de pila, pero ya no es su nombre, ni siquiera lo fue. Así que ahora ya no es una niña, y ya no tiene nombre. Entonces esperas. Allí, en el agua. Y abres tu mente, como… como si abrieras al viento las puertas de una casa. Y él viene.

Tu lengua lo dice, dice el nombre. Tu aliento lo forma. Se lo das a aquella niña, el aliento, el nombre. No puedes pensar en ello. Dejas que entre en ti. Debe pasar a través de ti y el agua le pertenece. Ése es el poder, así es como funciona. Es así. No es algo que haces. Debes saber cómo saberlo dejar hacer. Ése es todo el poder.

—Los magos pueden hacer más que eso —dijo la niña después de un rato.

—Nadie puede hacer más que eso —dijo Rosa.

Dragónvolador giró la cabeza sobre su cuello, estirándose hasta que la vértebra le crujió, estirando con impaciencia sus largos brazos y piernas.

—¿Lo harás? —preguntó.

Después de un rato, Rosa asintió una vez con la cabeza.

Se encontraron en la oscuridad de la noche, en el sendero que pasa al pie de la Colina de Iria, bastante después del atardecer, bastante antes del amanecer. Rosa creó una esfera de luz tenue para que pudieran encontrar el camino a través del terreno pantanoso alrededor del manantial sin caerse en un pozo ciego entre los juncos. En la fría oscuridad, debajo de unas pocas estrellas y de la curva negra de la colina, se desnudaron y caminaron por las aguas poco profundas, sus pies hundiéndose profundamente en un barro de terciopelo. La bruja tocó la mano de la niña, diciendo: —Niña, tomo tu nombre. No eres una niña. No tienes nombre.

Todo estaba completamente inmóvil.

La bruja dijo ahora en un susurro: —Mujer, sé nombrada. Eres Irían.

Durante un momento más largo se quedaron quietas; luego el viento nocturno sopló atravesando sus hombros desnudos y temblorosos, salieron del agua, se secaron lo mejor que pudieron, lucharon descalzas y miserables, para atravesar los cañaverales de puntas cortantes y raíces enmarañadas, y encontraron el camino de regreso hasta el sendero. Y allí, Dragónvolador habló en un susurro llena de furia y de rabia:

—¡Cómo has podido darme ese nombre! —La bruja no dijo nada.— No está bien. ¡No es mi verdadero nombre! Pensé que mi nombre me haría ser yo. Pero esto sólo empeora las cosas. Te has equivocado. Eres sólo una bruja. Lo has hecho mal. Ése es su nombre. Y puede quedárselo. Está tan orgulloso de él, de sus estúpidos dominios, de su estúpido abuelo. Yo no lo quiero. No lo aceptaré. Ésa no soy yo. Todavía no sé quién soy. ¡Pero no soy Irian! —De repente se quedó callada, después de decir el nombre.

La bruja seguía sin decir una palabra. Caminaron en la oscuridad una junto a la otra. Finalmente, con una voz aplacada, atemorizada, Rosa dijo: —Vino tan…

—Si se lo dices a alguien alguna vez, te mataré —le dijo Dragónvolador.

Al oír eso, la bruja dejó de caminar. Musitó guturalmente, como un gato. —¿Decírselo a alguien?

Dragónvolador también se detuvo. Después de un instante dijo: —Lo siento. Pero siento como… siento como si me hubieras traicionado.

—He dicho tu verdadero nombre. No es lo que yo creía que sería. Y no me siento a gusto con ello. Como si hubiera dejado algo a medio hacer. Pero es tu nombre. Si te traiciona, entonces ésa es su verdad. —Rosa dudó unos instantes y luego dijo ya menos enfadada, más fríamente:— Si quieres el poder para traicionarme a mí, Irian, yo te lo daré. Mi nombre es Etaudis.

El viento había comenzado a soplar otra vez. Las dos estaban temblando, los dientes les castañeteaban. Estaban de pie cara a cara sobre el negro sendero, apenas podían ver dónde estaba la otra. Dragónvolador extendió la mano a tientas y se encontró con la mano de la bruja. Se dieron un ferviente y largo abrazo. Luego siguieron su camino con prisa, la bruja a su choza cerca de la aldea, la heredera de Iria colina arriba a su casa en ruinas, donde todos los perros, quienes la habían dejado ir sin hacer demasiado escándalo, la recibieron con un clamor y un alboroto de ladridos que despertó a todo el que se encontraba durmiendo a media milla a la redonda, excepto al Señor, totalmente borracho junto a su fría chimenea.

II. Marfil

El Señor de Iria del Estanque del Oeste, Abedul, no era el dueño de la casa vieja, pero sí de las tierras centrales y más ricas del viejo dominio. Su padre, más interesado en los vinos y en los huertos que en las disputas con sus parientes, le había dejado a Abedul una creciente pobreza. Abedul contrató a algunos hombres para que se ocuparan de las granjas y de los viñedos y de los toneleros y de los acarreos y de todo eso, mientras él disfrutaba de su riqueza. Se casó con la hija tímida del hermano menor del Señor del Estanque de Way, y se regocijaba hasta el agotamiento pensando en que sus hijas eran de sangre azul.

La moda de aquella época entre la nobleza era tener un mago a su servicio, un verdadero mago con una vara y una capa gris, entrenado en la Isla de los Sabios; así que el Señor de Iría del Estanque del Oeste se consiguió un mago de Roke. Le sorprendió lo fácil que era conseguir uno, si se pagaba el precio.

El muchacho, llamado Marfil, en realidad todavía no tenía su báculo y su manto; explicó que lo harían mago cuando regresara a Roke. Los Maestros lo habían enviado a ver el mundo para adquirir experiencia, puesto que todas las clases de la escuela no pueden darle a un hombre la experiencia que necesita para ser un mago. Abedul se mostró un poco dubitativo ante esto, y Marfil le aseguró que su preparación en Roke lo había equipado con toda la clase de magia que podría necesitarse en Iría del Estanque del Oeste en Way. Para demostrarlo, hizo parecer que una manada de ciervos corría atravesando el comedor, seguida por una bandada de cisnes, la cual levantó vuelo maravillosamente y atravesó la pared sur para aparecer más tarde por la del norte; y, por último, una fuente en un balde de plata surgió de repente en el centro de la mesa, y cuando el señor y su familia intentaron imitar prudentemente a su mago y llenaron sus copas con aquella agua y la probaron, resultó ser un vino dulce y dorado. «Vino de las Andrades», dijo el muchacho con una sonrisa modesta y complaciente. Para entonces, ya se había ganado a la esposa y a las hijas. Y Abedul pensó que el muchacho valía lo que pedía, aunque él prefería en silencio el tinto seco Fanian de sus propios viñedos, que te emborrachaba si tomabas lo suficiente, mientras que esa cosa amarilla era sólo agua de miel.