—Yo también lo siento —dijo él, tratando de hablar con cuidado, con suavidad.
—Es la yegua de Irian del Estanque del Oeste. ¿Entonces tú eres el mago?
Él inclinó la cabeza. —Marfil, del Gran Puerto de Havnor, para servirle. ¿Puedo…?
Ella lo interrumpió. —Creía que era de Roke.
—Lo soy—dijo él, recobrando la compostura.
Ella lo miró fijamente, con aquellos ojos extraños, tan impenetrables como los de una oveja, pensó él. Entonces ella lo soltó todo: —¿Has vivido allí? ¿Has estudiado allí? ¿Conoces al Archimago?
—Sí —le contestó él con una sonrisa. Luego hizo una mueca de dolor y se agachó para apretarse la espinilla con la mano durante unos instantes.
—¿Tú también estás herido?
—No es nada —contestó él. De hecho, para su sorpresa, la herida había dejado de sangrar.
La mirada de la mujer se posó nuevamente sobre su rostro.
—¿Cómo es… cómo es Roke?
Marfil se acercó, cojeando muy levemente, hasta una vieja montura que estaba por allí cerca y se sentó. Estiró la pierna, apretando la parte lastimada, y levantó la vista para mirar a la mujer. —Me llevaría mucho tiempo contarte cómo es Roke —dijo—. Pero sería un placer para mí…
—El hombre es un mago, o casi —dijo Rosa la bruja—, ¡un mago de Roke! ¡No debes hacerle preguntas! —Estaba más que escandalizada, estaba asustada.
—A él no le importa —le aseguró Dragónvolador—. Sólo que casi nunca contesta realmente a las preguntas.
—¡Por supuesto que no!
—¿Por qué por supuesto que no?
—¡Porque él es un mago! ¡Porque tú eres una mujer, sin arte, sin conocimientos, sin aprendizaje!
—¡Tú podrías haberme enseñado! ¡Nunca quisiste hacerlo!
Rosa despreció todo lo que le había enseñado o lo que podía enseñarle con un gesto de la mano.
—Pues bien, entonces tengo que aprender de él —dijo Dragónvolador.
—Los magos no les enseñan a las mujeres. Estás borracha.
—Tú y Escoba urdís hechizos.
—Escoba es un hechicero de aldea. Este hombre es un hombre sabio. ¡Aprendió las Altas Artes en la Casa Grande de Roke!
—Me ha dicho cómo es —dijo Dragónvolador—. Uno camina por el pueblo cuesta arriba, el Pueblo de Zuil. Hay una puerta que se abre a la calle, pero está cerrada. Parece una puerta común.
La bruja escuchaba, incapaz de resistirse a la fascinación de los secretos revelados y al contagio de aquel deseo apasionado.
—Y un hombre aparece cuando tú tocas la puerta, un hombre de aspecto normal. Y te hace una prueba. Tienes que decirle una determinada palabra, una contraseña, para que te deje entrar. Si no la sabes, nunca podrás entrar. Pero si te deja entrar, entonces desde dentro verás que la puerta es totalmente diferente. Está hecha de cuerno, y tiene un árbol tallado, y el marco está hecho de diente, el diente de un dragón que vivió mucho, mucho antes que Erreth-Akbe, antes que Morred, antes de que hubiera gente en Terramar. Al principio solamente había dragones. Encontraron el diente en el Monte Onn, en Havnor, en el centro del mundo. Y las hojas del árbol están talladas tan finamente que la luz brilla a través de ellas, pero la puerta es tan fuerte que si el Portero la cierra no hay hechizo que pueda abrirla. Y luego el Portero te lleva por un corredor y luego por otro, hasta que estás perdido y desconcertado, y luego de repente sales bajo el cielo. En el Patio de la Fuente, en la parte más profunda de la Casa Grande. Y allí es donde supuestamente estaría el Archimago, si es que está…
—Sigue —murmuró la bruja.
—En realidad eso es todo lo que me ha dicho, hasta ahora —dijo Dragónvolador, volviendo al templado y nublado día de primavera y a la infinita familiaridad del camino de la aldea, el patio delantero de la casa de Rosa, sus propias siete ovejas lecheras pastando en la Colina de Iría, las coronas color bronce de los robles—. Es muy cuidadoso al hablar de los Maestros.
Rosa asintió con la cabeza.
—Pero me ha hablado de algunos de los alumnos.
—Supongo que no habrá ningún problema con eso.
—No lo sé —dijo Dragónvolador—. Que te cuenten cosas de la Casa Grande es maravilloso, pero yo pensaba que la gente allí sería… no lo sé. Por supuesto que la mayoría son tan sólo unos muchachos cuando llegan allí. Pero yo pensé que serían. … —Apartó la mirada y la posó sobre las ovejas que estaban sobre la colina, su rostro reflejaba preocupación.— Algunos de ellos son realmente malos y estúpidos —dijo en voz muy baja—. Se meten en la escuela porque son ricos. Y estudian allí para hacerse más ricos. O para obtener poder.
—Pues, claro que sí —dijo Rosa—, ¡para eso están allí!
—Pero el poder, según tú me contaste, no es lo mismo que hacer que la gente haga lo que tú quieres, o hacer que te pague…
—¿No?
—¡No!
—Si una palabra puede curar, una palabra puede lastimar —dijo la bruja—. Si una mano puede matar, una mano puede curar. Es una pobre carreta que va sólo en una dirección.
—Pero en Roke, aprenden a utilizar bien el poder, no para hacer daño, no para obtener ganancias.
—Yo diría que todo es para obtener ganancias, de alguna manera. La gente tiene que vivir. Pero, yo qué sé. Me gano la vida haciendo lo que sé hacer. Y no interfiero con las altas artes, con las artes peligrosas, como invocar a los muertos —y Rosa hizo el gesto de la mano para ahuyentar al peligro del que acababa de hablar.
—Todo es peligroso —dijo Dragónvolador, con la mirada fija más allá de las ovejas, de la colina, de los árboles, en profundidades inmóviles, un vacío vasto y descolorido, como el cielo claro antes del amanecer.
Rosa la observaba. Sabía que no sabía quién era Irian o lo que podría llegar a ser. Una mujer grande, fuerte, extraña, ignorante, inocente y enfadada, sí. Pero desde que Irian era sólo una niña, Rosa había visto en ella algo más, algo más allá de lo que era ella. Y cuando Irian miraba a través del mundo como lo estaba haciendo ahora, parecía entrar en aquel lugar o en aquel tiempo, o parecía estar más allá de ella misma, mucho más allá del conocimiento de Rosa. Y entonces Rosa le temía, y temía por ella.
—Tú ten cuidado —dijo la bruja, adusta—. Todo es peligroso, bastante peligroso, y más que nada meterse con magos.
A través del amor, del respeto y la confianza, Dragónvolador nunca haría caso omiso de una advertencia de Rosa; pero era incapaz de ver a Marfil como a alguien peligroso. No lo entendía, pero la idea de tenerle miedo, a él personalmente, no era una idea que cupiera en su cabeza. Trataba de ser respetuosa, pero era imposible. Pensaba que era inteligente y bastante apuesto, pero no pensaba mucho en él, excepto por lo que él podía decirle. Él sabía lo que ella quería saber y poco a poco se lo fue diciendo, y luego no había sido realmente lo que ella había querido saber, sino que quería saber más y más. Él era paciente con ella, y ella le estaba agradecida por su paciencia, sabiendo que era mucho más rápido que ella. A veces sonreía ante su ignorancia, pero nunca se burlaba de ella ni la reprobaba. Como a la bruja, le gustaba responder a una pregunta con otra pregunta; pero las respuestas a las preguntas de Rosa eran siempre algo que siempre había sabido, mientras que las respuestas a las preguntas de él eran cosas que nunca se había imaginado y que encontraba sorprendentes, inoportunas, incluso dolorosas, y que cambiaban sus creencias.