Día tras día, mientras hablaban en el viejo establo de Iria, donde habían tomado por costumbre encontrarse, ella le preguntaba y él le contaba más, aunque con desgana, siempre parcialmente; protegía a sus Maestros, pensaba ella, tratando de defender la imagen brillante de Roke, hasta que un día él cedió a su insistencia y por fin habló libremente.
—Hay hombres buenos allí—dijo—. El Archimago era realmente poderoso y sabio. Pero se ha ido. Y los Maestros… Algunos se mantienen al margen, siguiendo conocimientos arcanos, siempre en busca de más formas, siempre más nombres, pero sin utilizar sus conocimientos para nada. Otros esconden su ambición bajo la capa gris de la sabiduría. Roke ya no es el sitio en el cual se encuentra el poder de Terramar. Ahora ese sitio es la Corte de Havnor. Roke vive de su majestuoso pasado, defendido por miles de sortilegios contra el día de hoy. Y dentro de esas paredes de hechizo, ¿qué es lo que hay? Ambiciones que se enfrentan, temor a cualquier cosa nueva, temor a hombres jóvenes que desafían el poder de los viejos. Y en el centro, nada. Un patio vacío. El Archimago nunca regresará.
—¿Cómo lo sabes? —susurró ella.
Parecía preocupado. —El dragón se lo llevó.
—¿Tú lo viste? ¿Tú has visto eso? —Apretó las manos, imaginando aquel vuelo, sin siquiera escuchar su respuesta. Después de un largo rato, regresó a la luz del día y al establo y a sus pensamientos y a sus enigmas.— Pero incluso si él ya no está —dijo—, seguro que algunos de los Maestros son verdaderamente sabios.
Cuando él levantó la mirada y habló lo hizo de muy mala gana, con el atisbo de una sonrisa melancólica. —Todo el misterio y la sabiduría de los Maestros, cuando salen a la luz del día, no son gran cosa, ¿sabes? Trucos del oficio, maravillosas ilusiones. Pero la gente no quiere saber eso. La gente quiere las ilusiones, los misterios. ¿Quién puede culparlos? Hay tan poco en la vida que sea hermoso o encomiable.
Como para ilustrar lo que estaba diciendo, había recogido un trozo de ladrillo de la calzada rota, y lo lanzó por los aires, y mientras él hablaba el ladrillo aleteaba sobre sus cabezas con delicadas alas azules, una mariposa. Estiró uno de sus dedos y la mariposa se posó sobre él. Sacudió aquel dedo y la mariposa cayó al suelo, un trozo de ladrillo.
—En mi vida no hay mucho que sea muy encomiable —dijo ella, con la cabeza gacha, mirando fijamente la calzada—. Todo lo que sé hacer es ocuparme de la granja, tratar de ser convincente y de decir la verdad. Pero si pensara que hasta en Roke todos son trucos y mentiras, odiaría a esos hombres por haberme engañado, por habernos engañado a todos. No puede ser todo mentira. No todo. Es cierto que el Archimago entró en el laberinto entre los Hombres Canos y que regresó con el Anillo de la Paz. Es cierto que entró en la muerte con el joven rey, y que derrotó al mago araña, y que regresó. Sabemos eso por las palabras del propio Rey. Incluso aquí, los arpistas vinieron a cantar esa gesta, y un narrador vino a contarla.
Marfil asintió con la cabeza. —Pero el Archimago perdió todo su poder en la tierra de la muerte. Tal vez en ese entonces se debilitó toda la magia.
—Los sortilegios de Rosa funcionan tan bien como siempre —dijo ella firmemente.
Marfil sonrió. No dijo nada, pero ella vio qué insignificantes eran las actividades de una bruja de aldea para él, quien había visto grandes obras y poderes. Ella suspiró y habló de corazón. —¡Oh, si no fuese mujer!
Él volvió a sonreír. —Eres una hermosa mujer —le dijo, aunque francamente, no halagándola como lo había hecho al principio, antes de que le demostrara cuánto odiaba ella eso—. ¿Por qué querrías ser un hombre?
—¡Para poder ir a Roke! ¡Y ver, y aprender! ¿Por qué, por qué pueden ir allí solamente los hombres?
—Así fue decretado por el primer Archimago, hace siglos —dijo Marfil—. Pero… yo también me lo he preguntado.
—¿En serio?
—A menudo. Al ver sólo muchachos y hombres, día tras día, en la Casa Grande y en todos los recintos de la escuela. Al saber que las mujeres de los pueblos están atadas por hechizos que les prohíben hasta poner sus pies sobre los campos alrededor del Collado de Roke. Una vez cada muchos años, tal vez, se le permite a alguna gran mujer entrar brevemente en los patios externos… ¿Por qué? ¿Acaso todas las mujeres son incapaces de entender? ¿O es que los Maestros les temen, temen ser corrompidos? No es eso, pero temen que admitir a las mujeres pudiera cambiar la norma a la que se aferran, la pureza de esa norma…
—Las mujeres pueden vivir castas tanto como los hombres —dijo Dragónvolador sin rodeos. Sabía que ella era directa y tosca con temas en los que él era delicado y sutil, pero no conocía ninguna otra forma de ser.
—Por supuesto —dijo él; su sonrisa se ampliaba brillantemente—. Pero las brujas no siempre son castas, ¿verdad? … Tal vez eso es lo que temen los Maestros. Tal vez el celibato no sea tan necesario como lo predica la Norma de Roke. Tal vez no sea una forma de mantener puro el poder, sino de mantener el poder sólo para ellos. Dejando fuera a las mujeres, dejando fuera a todos los que no aceptan convertirse en eunucos para obtener ese único poder… ¿Quién sabe? ¡Una maga! ¡Quizás eso lo cambiaría todo, cambiaría todas las reglas!
Ella podía ver cómo la mente de él bailaba frente a la de ella, cogiendo ideas y jugando con ellas, transformándolas como había transformado el ladrillo en mariposa. Ella no podía bailar con él, no podía jugar con él, pero lo miraba maravillada.
—Tú podrías ir a Roke —dijo él, los ojos le brillaban de entusiasmo, de picardía, de audacia. La miraban casi suplicantes, incrédulos, silenciosos; insistió—: Podrías hacerlo. Eres una mujer, pero hay maneras de cambiar tu apariencia. Tienes el corazón, el coraje, la voluntad de un hombre. Tú podrías entrar en la Casa Grande. Lo sé.
—¿Y qué haría allí?
—Lo que hacen todos los alumnos. ¡Vivir solos en una celda de piedras y aprender a ser sabios! Puede que no sea todo lo que tú soñaste, pero eso, también, lo aprenderías.
—No podría. Se darían cuenta. Ni siquiera podría entrar. Me has dicho que está el Portero. No sé la palabra que tengo que decirle.
—La contraseña. Pero yo puedo enseñártela.
—¿Podrías? ¿Está permitido?
—No me importa lo que está permitido —le contestó él, con el ceño fruncido como nunca antes lo había visto—. El propio Archimago dijo: Las reglas están hechas para ser transgredidas. La injusticia hace las reglas, y el coraje las transgrede. ¡Yo tengo el coraje, si tú lo tienes!
Ella lo miró. No podía hablar. Se puso de pie y después de unos instantes salió del establo caminando, se alejó atravesando la colina, subiendo el camino que la rodeaba y llegó hasta la mitad. Uno de los perros, su favorito, un inmenso y horrible sabueso con la cabeza muy pesada, la siguió. Se detuvo en la pendiente que estaba sobre el pantanoso manantial en el cual Rosa le había dado su nombre hacía diez años. Se quedó allí de pie. El perro se sentó a su lado y la miró a la cara. No había pensamientos claros en su mente, pero las palabras se repetían: «Podría ir a Roke y descubrir quién soy».
Miró hacia el oeste por encima de los lechos de juncos y de los sauces y de las colinas lejanas. Todo el cielo occidental estaba vacío, despejado. Se quedó inmóvil y su alma pareció acercarse a aquel cielo e irse, salir de ella.
Se oyó un pequeño ruido, el suave clip-clop de los cascos de la yegua negra, acercándose por el camino. Entonces Dragónvolador volvió a sí misma y llamó a Marfil y bajó corriendo la colina para encontrarse con él.
—Iré —le dijo.
Él no había planeado ni había tenido la intención de semejante aventura, pero al ser tan alocada, cuanto más pensaba en ella, más se entusiasmaba. La idea de pasar el largo y gris invierno en el Estanque del Oeste le hundía el espíritu como una piedra. Allí no había nada que le interesara a no ser por la muchacha Dragónvolador, que había llegado a ocupar todos sus pensamientos. Su fuerza aplastante e inocente lo había derrotado absolutamente hasta ahora, pero él hacía lo que ella quería para conseguir que al final ella hiciera lo que él quería, y valía la pena jugar aquel juego, pensaba él. Si ella se escapaba con él, el juego estaría ganado. En cuanto a la broma que éste representaba, la idea de realmente meterla en la escuela de Roke disfrazada de hombre, había pocas posibilidades de conseguirlo, pero le complacía pensar en él como un gesto de desacato a toda la piedad y la pomposidad de los Maestros y de sus aduladores. Y si de alguna manera lo conseguía, si lograba realmente que una mujer atravesara aquella puerta, aunque fuera por un instante, ¡ésa sería una dulce venganza!