Выбрать главу

El dinero era un problema. La muchacha pensó, por supuesto, que él, siendo un gran mago, chasquearía los dedos y los haría flotar sobre el mar en un barco mágico volando con un viento mágico. Pero cuando él le dijo que tendrían que comprar un barco, ella simplemente contestó: —Yo tengo el dinero del queso.

Él guardaba como oro en paño aquellos comentarios. A veces ella lo asustaba, y él se lo tomaba a mal. Cuando soñaba con ella, ella nunca se rendía ante él, sino que él se rendía ante una dulzura feroz y destructora, hundiéndose en un abrazo aniquilador; eran sueños en los que ella era algo que iba más allá de toda comprensión y él no era nada. Despertaba de aquellos sueños temblando y avergonzado. A la luz del día, cuando la veía grande, con las manos sucias, hablando como una palurda, como una simplona, él recuperaba su superioridad. Únicamente deseaba que hubiera alguien que oyera lo que ella decía, uno de sus grandes amigos en el Gran Puerto que encontraría todo aquello divertido. «Yo tengo el dinero del queso», se repetía a sí mismo, cabalgando de regreso al Estanque del Oeste, y reía. «Yo sí que lo tengo», decía en voz alta. La yegua negra sacudía las orejas.

Le dijo a Abedul que había recibido un mensaje de su maestro desde Roke, el Maestro Mano, y que debía ir para allí inmediatamente, para qué no podía decirlo, por supuesto, pero no estaría fuera demasiado tiempo; medio mes para llegar hasta allí, otro para regresar; estaría de vuelta bastante antes de los Barbechos, como muy tarde. Tenía que pedirle al Señor Abedul que le diera un adelanto de su salario para pagar el viaje en barco y el alojamiento, puesto que un mago de Roke no debía aprovecharse de la buena voluntad de la gente que se ofrecía a darle todo lo que necesitaba, sino que debía pagar su viaje como cualquier otro hombre. Como Abedul estaba de acuerdo con esto, tuvo que darle a Marfil una cartera para su travesía, la primera vez después de muchos años que tenía dinero de verdad en su bolsillo: diez cuentas de marfil talladas con la nutria de Shelieth en un lado y la Runa de la Paz en el otro, en honor al Rey Lebannen. —Hola, pequeñas tocayas —les dijo cuando se hubo quedado solo con ellas—. Vosotras y el dinero del queso os llevaréis muy bien.

Le contó muy poco a Dragónvolador acerca de sus planes, más que nada porque hacía pocos, confiando en la suerte y en su propio ingenio, el cual raras veces lo decepcionaba si se le presentaba una buena oportunidad para utilizarlo. La muchacha prácticamente no hacía preguntas. —¿Iré como hombre todo el camino? —fue una de ellas.

—Sí —le contestó él—, pero solamente disfrazada. No obraré sobre ti un sortilegio de apariencia hasta que lleguemos a la Isla de Roke.

—Pensé que sería un sortilegio de cambio —dijo ella.

—Eso no sería muy astuto —le contestó él, imitando bastante bien la seca solemnidad del Maestro Transformador—. Si es necesario, lo haré, por supuesto. Pero descubrirás que los magos son bastante parcos con los grandes hechizos. Por una buena razón.

—El equilibrio —dijo ella, aceptando todo lo que él le decía de la manera más simple, como siempre.

—Y tal vez porque tales artes ya no tienen el poder que tuvieron alguna vez —le contestó él. No sabía por qué trataba de debilitar su fe en la magia; tal vez porque cualquier debilitamiento de su fuerza, de su entereza, era para él un triunfo. Había comenzado, simplemente para tratar de meterla en su cama, un juego que le encantaba jugar. El juego se había convertido en una especie de contienda que no había esperado, pero con la cual no podía terminar. Ahora estaba decidido no sólo a ganarle, sino a derrotarla. No podía permitir que ella lo derrotara a él. Debía probarle a ella y probarse a sí mismo que sus sueños no tenían sentido.

Al principio, impaciente por cortejar su aplastante indiferencia física, había urdido un encantamiento, un sortilegio de seducción de hechicero, que despreciaba incluso mientras lo hacía, aunque sabía que era eficaz. Lo obró sobre ella mientras estaba remendando el ronzal de una vaca. El resultado no había sido el profundo deseo que había provocado en las muchachas de Havnor y de Zuil sobre las cuales había realizado el hechizo. Dragónvolador se había vuelto poco a poco más silenciosa y hosca. Había dejado de hacer sus interminables preguntas sobre Roke y no le contestaba cuando él le hablaba. Cuando él se acercó a ella con vacilación, cogiéndole la mano, ella lo apartó con un golpe en la cabeza que lo dejó mareado. El la vio ponerse de pie y salir a zancadas del establo sin decir una palabra, y al horrible sabueso al que ella tanto quería corriendo detrás de ella. El sabueso se dio vuelta y lo miró con una sonrisa.

Ella cogió el camino que iba hasta la casa vieja. Cuando los oídos dejaron de zumbarle, salió detrás de ella con la esperanza de que el sortilegio estuviera funcionando y de que aquélla fuera sólo su manera particularmente grosera de llevarlo por fin hasta su cama. A medida que se iba acercando a la casa, comenzó a oír el crujido de vajillas rotas. El padre, el borracho, salió de la casa tambaleándose y parecía atemorizado y confundido, seguido por la voz estruendosa y áspera de Dragónvolador:

—¡Sal de la casa, borracho y rastrero traidor! ¡Libertino estúpido y desvergonzado!

—Me ha quitado la copa —le dijo el Señor de Iría al extraño, gimiendo como un cachorro, mientras los perros gimoteaban a su alrededor—. La ha roto.

Marfil se fue de allí. No regresó hasta al cabo de dos días. El tercer día pasó cabalgando experimentalmente por la Antigua Iria, y ella fue corriendo hacia él. —Lo siento, Marfil —le dijo, levantando la cabeza para mirarlo con sus ahumados ojos naranja—. No sé qué me pasó el otro día. Estaba enfadada. Pero no contigo. Perdóname.

El la perdonó elegantemente. Y no volvió a obrar sobre ella un encantamiento de amor.

Pronto, pensaba él ahora, no necesitaría uno. Tendría verdadero poder sobre ella. Finalmente había descubierto cómo conseguirlo. Ella misma lo había puesto en sus manos. Su fortaleza y su fuerza de voluntad eran tremendas, pero afortunadamente ella era estúpida, y él no.

Abedul había enviado a un carretero hasta Kem-bermouth con seis barriles llenos de vino Fanian de hacía diez años encargados por el comerciante de vinos de allí. Estaba contento de mandar a su mago como guardaespaldas, ya que el vino era valioso, y a pesar de que el joven rey estaba poniendo las cosas en orden lo más rápido que podía, todavía había pandillas de ladrones en los caminos. Así que Marfil abandonó el Estanque del Oeste en el gran carro tirado por cuatro grandes caballos de carreta, traqueteando lentamente por el sendero, las piernas colgando. Al pie de la Colina del Burro apareció una tosca figura junto al camino y le pidió al carretero que lo llevara. —No te conozco —le dijo el carretero, levantando su látigo para alejar al extraño, pero Marfil se acercó rodeando el carro y dijo: —Deja que el muchacho se suba, buen hombre. No te hará ningún daño mientras yo esté contigo.