—Entonces vigílelo bien, maestro —dijo el carretero.
—Lo haré —le contestó Marfil, y le guiñó el ojo a Dragónvolador. Ella, bien disfrazada, cubierta de polvo y con un viejo blusón, un pantalón de peón y un repugnante sombrero de fieltro, no le devolvió el guiño. Representaba su papel incluso cuando estaban sentados uno junto al otro con las piernas colgando sobre el portón, con seis inmensos medios toneles de vino zarandeándose entre ellos, y el somnoliento carretero y los somnolientos campos y colinas estivales deslizándose lentamente, pasando lentamente. Marfil intentó bromear con ella, pero ella simplemente sacudió la cabeza. Tal vez estaba asustada por aquel descabellado plan, pero ahora ya estaba embarcada en él. Era imposible saber lo que iba a ocurrir. Estaba seria y absolutamente callada. «Podría aburrirme mucho con esta mujer», pensaba Marfil, «si alguna vez llego a tenerla debajo de mí». Aquel pensamiento lo excitaba casi insoportablemente, pero cuando volvía a mirarla, su deseo se desvanecía ante su enorme y real presencia.
No había posadas en aquel camino, el cual atravesaba lo que una vez había sido todo el Dominio de Iria. Cuando el sol se estaba acercando a las llanuras del oeste, se detuvieron en una granja que ofrecía su establo para los caballos, un cobertizo para la carreta, y paja en el entretecho del establo para los carreteros. El entretecho estaba oscuro y mal ventilado, y la paja olía a encierro y a viejo. Marfil no sentía ningún deseo, aunque Dragónvolador estaba acostada a menos de un metro de distancia de donde él estaba. Había representado tan exhaustivamente el papel de un hombre durante todo el día, que casi lo había convencido incluso a él. ¡Después de todo tal vez engañara al viejo! pensó él. Sonrió al pensar aquello y se durmió.
Siguieron traqueteando durante todo el día siguiente a través de una o dos lluvias de tormenta, y al atardecer llegaron a Kembermouth, una amurallada y próspera ciudad portuaria. Dejaron al carretero ocupándose de los negocios de su señor y caminaron un poco para encontrar una posada cerca del muelle. Dragónvolador miró a su alrededor para ver el aspecto de la ciudad en un silencio que podría haber significado pavor y respetoso desaprobación, o simplemente impasibilidad. —Éste es un hermoso pueblecito —dijo Marfil—, pero la única ciudad del mundo es Havnor.
Era inútil tratar de impresionarla; todo lo que dijo fue: —No hay muchos barcos que vayan a comerciar a Roke, ¿verdad? ¿Crees que nos tomará mucho tiempo encontrar a uno que nos lleve?
—No si llevo una vara —le contestó él.
Dejó de mirarlo todo a su alrededor y comenzó a caminar de aquí para allá sumida en sus pensamientos, y así estuvo durante un rato. Cuando se movía era hermosa, audaz y elegante, con la cabeza erguida.
—¿ Lo que quieres decir es que le harían un favor a un mago? Pero tú no eres un mago.
—Ésa es una mera formalidad. Nosotros, los hechiceros de rango superior, podemos llevar una vara cuando estamos ocupándonos de asuntos que incumben a Roke. Y eso es lo que yo estoy haciendo.
—¿Al llevarme a mí hasta, allí?
—Al llevarles a ellos un alumno, sí. ¡Un alumno con grandes dotes!
Ella no hizo más preguntas. Nunca discutía; era una de sus virtudes.
Aquella noche, después de la cena en la posada del muelle, le preguntó con una timidez inusual en la voz: —¿Yo tengo grandes dotes?
—A mi juicio, sí —le contestó él.
Ella reflexionó, las conversaciones con ella eran por lo general algo bastante lento, y dijo: —Rosa siempre dijo que yo tenía poder, pero ella no sabía de qué tipo. Y yo… yo sé que lo tengo, pero no sé lo que es.
—Vas a Roke para descubrirlo —le dijo él, levantando su copa en honor de ella. Después de un instante ella levantó la suya y le sonrió, una sonrisa tan tierna y radiante que él dijo espontáneamente—: ¡Que todo lo que encuentres sea todo lo que buscas!
—Si es así, será gracias a ti —le contestó ella. En aquel momento él la amó por su auténtico corazón, y hubiera apartado para siempre cualquier pensamiento de ella que no fuera como su compañera en una audaz aventura, en una valiente broma.
Tenían que compartir una habitación con otros dos viajeros en la concurrida posada, pero los pensamientos de Marfil eran totalmente castos, aunque se reía un poco de sí mismo por ello.
A la mañana siguiente cogió una ramita del jardín de la cocina de la posada y urdió sobre ella un sortilegio de apariencia para que pareciera una buena vara, herrada con cobre y exactamente de su misma altura. «¿Qué madera es?», preguntó Dragónvolador, fascinada, cuando la vio, y cuando él respondió con una carcajada: «De romero», ella también rió.
Emprendieron su camino por el embarcadero, preguntando por un barco que fuera rumbo al sur y que pudiera llevar a un mago y a su aprendiz hasta la Isla de los Sabios, y no tardaron demasiado en encontrar un cargado barco mercante que iba rumbo a Wathort, y cuyo capitán estaría de acuerdo en llevar al mago de buena voluntad y al aprendiz a mitad de precio. Incluso la mitad del precio representaba la mitad del dinero del queso; pero tendrían el lujo de tener un camarote, puesto que el Nutria de Mar era un barco de doble cubierta y con dos mástiles.
Mientras estaban hablando con el capitán, un carro se detuvo en el muelle y comenzó a descargar seis familiares barriles de media tonelada.
—Eso es nuestro —dijo Marfil, y el capitán del barco contestó:
—Van para Hortburgo. —Y Dragónvolador dijo en voz tenue: —Desde Iria.
Entonces se dio la vuelta para mirar la tierra una vez más. Era la única vez que él la vería mirar hacia atrás.
El hechicero de nubes del barco subió a bordo justo antes de zarpar, no era un mago de Roke, sino un tipo que trabajaba con el clima envuelto en un manto desgastado por el mar. Marfil agitó un poco el báculo al saludarlo. El hechicero lo miró de arriba abajo y le dijo:
—Sólo un hombre trabajará con el clima en este barco. Si no soy yo, me iré.
—Yo soy simplemente un pasajero, Maestro Hombre-Bolsa. Dejo con gusto los vientos en sus manos.
El hechicero miró a Dragónvolador, que estaba rígida como un árbol y no decía nada.
—De acuerdo —contestó, y ésa fue la última palabra que le dijo a Marfil.
Durante la travesía, sin embargo, habló varias veces con Dragónvolador, lo cual puso a Marfil un poco incómodo. Su ignorancia y su confianza podían ponerla en peligro y por consiguiente a él también. ¿Sobre qué hablaban ella y el hombre de la bolsa? Le preguntó más tarde, y ella respondió:
—De qué será de nosotros.
La miró fijamente.
—De todos nosotros. De Way y de Felkway, y de Havnor, y de Wathort, y de Roke. De toda la gente de las islas. Dice que cuando el Rey Lebannen iba a ser coronado, el otoño pasado, mandó a buscar al antiguo Archimago a Gont para que fuera a coronarlo, y él no pudo acudir. Y no había ningún nuevo Archimago. Así que el Rey se puso él mismo la corona. Y algunos dicen que eso no está bien, y que no tiene derecho a ocupar el trono. Pero otros dicen que el propio Rey es el nuevo Archimago. Pero él no es un mago, es simplemente un rey. Así que otros dicen que vendrán otra vez los Años Oscuros, como cuando no había ninguna norma de justicia y la magia era utilizada para fines perversos.
Después de una pausa, Marfil preguntó:
—¿Ese viejo hechicero de nubes dice todo eso?
—Son cosas que se dicen, supongo —dijo Dragónvolador, con su grave simplicidad.
El hechicero de vientos y nubes conocía bien su oficio, al menos. El Nutria de Mar navegó a toda velocidad hacia el sur; se encontraron con turbiones estivales y con mares picados, pero nunca con una tormenta o con un viento molesto. Descargaron y cargaron mercancía en algunos puertos en la costa norte de O, en Ilien, en Leng, en Kamery y en el Puerto de Ó, y luego partieron rumbo al oeste para llevar a los pasajeros hasta Roke. Y encarados rumbo al oeste, Marfil sintió un pequeño hueco en las entrañas, porque sabía muy bien cómo estaba protegida Roke. Sabía que ni él ni el hechicero de nubes podrían hacer nada para desviar el viento de Roke si llegaba a soplar contra ellos. Y, si lo hacía, Dragónvolador preguntaría por qué. ¿Por qué soplaba contra ellos?