Cuando volvió en sí, sintiéndose mal y débil a causa de la droga y con un terrible dolor de cabeza, estaba en una habitación con paredes de ladrillo y ventanas enladrilladas. La puerta no tenía rejas ni ninguna cerradura a la vista. Pero cuando intentó ponerse de pie sintió que unas cadenas de hechicería retenían su cuerpo y su mente, resistentes, tensas, tirantes, cuando se movía. Pudo ponerse de pie, pero no podía dar ni un paso para llegar a la puerta. Ni siquiera podía estirar la mano. Era una sensación horrible, como si sus músculos no fueran suyos. Volvió a sentarse y trató de tranquilizarse. Las cadenas de hechicería alrededor de su pecho no le permitían respirar profundamente, y su mente también parecía estar sofocada, como si sus pensamientos estuvieran agolpados en un espacio demasiado pequeño para todos ellos.
Después de un buen rato, la puerta se abrió y entraron varios hombres. No pudo hacer nada contra ellos mientras lo amordazaban y le ataban los brazos en la espalda.
—Ahora no tejerás encantos ni pronunciarás maleficios, muchacho —le dijo un hombre fuerte y corpulento, con el rostro muy arrugado—, pero puedes asentir lo suficientemente bien con la cabeza, ¿verdad? Te han enviado aquí como a un zahorí. Si eres un buen zahorí, te alimentarás bien y dormirás con facilidad. Cinabrio, para eso tienes que asentir. El mago del Rey dice que todavía está aquí, en alguna parte de estas antiguas minas. Y lo quiere. Así que es mejor para todos encontrarlo. Ahora te llevaré hasta afuera. Es como si yo fuera el descubridor de agua y tu fueras mi vara, ¿entiendes? Tú me guiarás. Y si quieres tomar un camino, o tomar otro, me lo indicas suavemente con la cabeza, ¿entiendes? Y cuando sepas que el mineral está bajo tierra, pisoteas ese lugar. Bien, ése es el trato, ¿sí? Y si juegas limpio, yo también lo haré, ¿entiendes?
Esperó a que Nutria asintiera con la cabeza, pero Nutria permaneció inmóvil.
—Estás de mal humor —dijo el hombre—. Si no te gusta este trabajo, siempre está el horno.
El hombre, a quien los otros llamaban Licky, lo condujo hasta afuera, a una calurosa y despejada mañana que le deslumbró los ojos. Al abandonar su celda había sentido como las cadenas de hechicería se aflojaban y se caían, pero había otros sortilegios en los demás edificios del lugar, especialmente alrededor de una alta torre de piedra, que llenaban el aire con pegajosas líneas de resistencia y rechazo. Si intentaba empujar hacia adelante para atravesarlas, su cara y su barriga se estremecían con pinchazos de agonía, y entonces observaba su cuerpo horrorizado, esperando encontrar una herida; pero no había ninguna herida. Amordazado y atado, sin su voz ni sus manos para hacer magia, nada podía contra aquellos hechizos. Licky le había atado el extremo de una cuerda trenzada de cuero alrededor del cuello, y tenía cogido el otro extremo, siguiéndolo. Dejó que Nutria se tropezara con un par de hechizos, y después de eso Nutria los evitó. Era bastante evidente dónde estaban: los polvorientos caminos doblaban para esquivarlos.
Atado como un perro, siguió caminando, hosco y tembloroso a causa del malestar y de la rabia. Miró atentamente a su alrededor, y hacia la torre de piedra, montones de madera junto a su amplio portal, ruedas oxidadas y máquinas junto a un hoyo, enormes pilas de grava y de arcilla. Se mareó al volver su dolorida cabeza.
—Si eres un zahorí, más vale que empieces a actuar como tal —dijo Licky, al tiempo que se ponía a su lado y lo miraba de reojo—. Y si no lo eres, más vale que lo hagas igual. De esa manera te mantendrás durante más tiempo en esta tierra.
Un hombre salió de la torre de piedra. Pasó junto a ellos, caminando apresuradamente con un extraño andar, arrastrando los pies, mirando fijamente hacia adelante. Su barbilla brillaba y su pecho estaba húmedo por la saliva que le chorreaba de los labios.
—Ésa es la torre del horno —dijo Licky—. Donde cuecen el cinabrio para extraer el metal. Los que trabajan allí mueren en uno o dos años. ¿Hacia dónde, zahorí?
Después de unos instantes Nutria señaló con su cabeza hacia la izquierda, alejándose de la torre de piedra gris. Caminaron hacia un extenso valle sin árboles, pasando junto a vertederos llenos de maleza.
—Por debajo de todo esto ya se ha buscado hace mucho tiempo —dijo Licky. Y Nutria ya había comenzado a darse cuenta del extraño terreno que se extendía bajo sus pies: pozos y habitaciones vacías de aire oscuro en una tierra oscura, un laberinto vertical, los hoyos más profundos llenos de agua estancada—. Nunca había suficiente plata, y el agua metálica hace mucho que desapareció. Escucha, muchacho, ¿sabes al menos lo que es el cinabrio?
Nutria sacudió la cabeza.
—Te mostraré un poco. Eso es lo que busca Gelluk. El mineral del agua metálica. El agua metálica se come todos los metales, incluido el oro, ¿sabes? Así que Gelluk lo llama el Rey. Si encuentras a su Rey, te tratará bien. Generalmente hay agua metálica aquí. Ven, te lo mostraré. Un perro no puede rastrear algo hasta haber reconocido el olor.
Licky lo llevó hacia abajo, al interior de las minas, para enseñarle las gangas, los tipos de tierra en los cuales el metal solía aparecer. Había algunas mujeres trabajando al final de un extenso nivel.
Porque eran más pequeñas que los hombres y podían moverse más fácilmente en espacios estrechos, o porque se sentían a gusto en el interior de la tierra, o más probablemente porque aquélla era la costumbre, las mujeres siempre habían sido las que trabajaban las minas de Terramar. Pero aquellas mineras eran mujeres libres, no esclavas como los trabajadores de la torre del horno. Gelluk lo había nombrado capataz de las mineras, dijo Licky, pero él no trabajaba en las minas; ellas se lo tenían prohibido, creían sinceramente que era de muy mala suerte que un hombre esgrimiera una pala o apuntalara una viga.
—A mí ya me va bien —dijo Licky.
Una mujer con los pelos enmarañados y los ojos brillantes, y con una vela atada a la frente, dejó su piqueta en el suelo para mostrarle a Nutria un poco de cinabrio que había en un cubo, grumos y migajas de un rojo pardusco. Las sombras danzaban sobre la cara de la tierra en la cual las mineras trabajaban. Las viejas vigas crujían, el polvo caía hacia abajo. A pesar de que el aire era bastante fresco en la oscuridad, los espacios y los niveles eran tan bajos y estrechos que las mineras tenían que encorvarse y se abrían camino con dificultad. En algunos sitios el techo se había derrumbado. Las escaleras eran bastante precarias. La mina era un lugar aterrador; sin embargo, Nutria se sentía cobijado allí abajo. Le daba un poco de pena tener que subir otra vez y enfrentarse a aquel caluroso día.
Licky no lo llevó a la torre del horno, sino de regreso al cuartel. De una habitación cerrada con llave sacó una pequeña, suave y gruesa bolsa de cuero que pesaba bastante. La abrió para mostrarle a Nutria el pequeño charco de brillo apagado que había dentro de ella. Cuando cerró la bolsa, el metal que había allí dentro se movió, empujando, presionando, como un animal intentando liberarse.
—Éste es el Rey —dijo Licky, con un tono de voz que podría haber indicado reverencia u odio.
Aunque no era un hechicero, Licky era un hombre mucho más formidable que Sabueso. Pero, al igual que Sabueso, era bruto, no cruel. Exigía obediencia, pero nada más. Nutria había visto a esclavos y a sus señores durante toda su vida en los astilleros de Havnor, y sabía que era afortunado. Al menos durante el día, cuando Licky era su señor.
Podía comer únicamente en la celda, donde le quitaban la mordaza. Pan y cebollas era lo que le daban, con una pizca de aceite rancio en el pan. Hambriento como estaba cada noche, cuando se sentaba en aquella habitación, con los hechizos sobre él, apenas podía tragar la comida. Sabía a metal, a cenizas. Las noches eran largas y terribles, porque los sortilegios le apretaban, Te pesaban, lo despertaban aterrorizado una y otra vez, jadeando para recobrar el aliento, y nunca le permitían pensar coherentemente. La habitación estaba inmersa en una oscuridad total, ya que no podía hacer brillar aquella esfera de luz que siempre había podido crear en una habitación oscura. El día era indescriptiblemente bienvenido, aunque significara que tendría las manos atadas a la espalda, la boca amordazada y una correa atada alrededor del cuello.