Le alegró notar que el hechicero también estaba incómodo, de pie junto al timonel, observando el tope, metiendo vela ante el menor atisbo de vientos procedentes del oeste. Pero el viento se mantuvo firme desde el norte. Un turbión apareció de repente con aquel viento, y Marfil bajó al camarote, pero Dragónvolador se quedó arriba, en la cubierta. Le tenía miedo al agua, le había dicho a él. No sabía nadar; dijo: «Ahogarse debe ser algo horrible. No poder respirar». Se había estremecido de sólo pensarlo. Era el único miedo que había mostrado tener desde que él la conociera. Pero no le gustaba el camarote, tan bajo y tan estrecho, y se había quedado en la cubierta todos los días, y había dormido allí también todas las noches cálidas. Marfil no había tratado de engatusarla para que fuera al camarote. Ahora sabía que intentar engatusarla no serviría de nada. Para poseerla tendría que dominarla; y lo conseguiría, si podían llegar a Roke.
Volvió a subir a cubierta. Se estaba despejando, y mientras el sol se ponía, las nubes se iban disipando hacia el oeste, y dejaban ver un cielo dorado detrás de la alta y oscura curva de una colina.
Marfil observó aquella colina con una especie de nostálgico odio.
—Ése es el Collado de Roke, muchacho —le dijo el hechicero de vientos y nubes a Dragónvolador, quien estaba de pie a su lado junto a la barandilla—. Ahora estamos entrando en la Bahía de Zuil, donde el único viento que hay es el que ellos quieren que haya.
Cuando estuvieron bien adentrados en la bahía y habían soltado el ancla, ya era de noche, y Marfil le dijo al capitán del barco: —Desembarcaré mañana por la mañana.
Abajo, en el pequeño camarote, Dragónvolador estaba sentada esperándolo, más solemne que nunca, pero sus ojos resplandecían por la emoción. —Desembarcaremos mañana por la mañana —repitió, y ella asintió con la cabeza, sumisa.
Y luego preguntó:
—¿Tengo buen aspecto?
Él se sentó sobre su estrecha litera y la miró sentada sobre la estrecha litera de ella; no podían mirarse a la cara directamente, puesto que no había sitio para sus rodillas. En el Puerto de O ella se había comprado una camisa y unos pantalones más decentes, siguiendo sus consejos, para parecer un candidato más probable para la escuela. Su rostro estaba bronceado por el viento y muy limpio. Sus cabellos estaban trenzados y la trenza estaba recogida, como la de Marfil. También se había lavado bien las manos, y ahora yacían flojas sobre sus muslos, manos largas y fuertes, como las de un hombre.
—No pareces un hombre —le contestó él. El rostro de ella se oscureció—. Al menos a mí no me lo pareces. Yo nunca te veré como a un hombre. Pero no te preocupes, ellos sí.
Ella asintió con la cabeza, su rostro reflejaba ansiedad.
—La primera prueba es la gran prueba, Dragónvolador —le dijo. Cada noche, mientras yacía acostado solo en aquel camarote, había estado planeando aquella conversación—. Para entrar en la Casa Grande. Para atravesar esa puerta.
—He estado pensando bastante al respecto —le dijo ella, precipitada y sincera—. ¿No puedo simplemente decirles quién soy? Y si tú estuvieras allí para responder por mí, para decir que aunque sea mujer, tengo un don, y yo prometería tomar el voto y obrar el sortilegio de castidad, y vivir apartada, si eso es lo que quieren…
Él sacudió la cabeza desde la primera hasta la última palabra. —No, no, no, no. Imposible. Inútil. ¡Mortal!
—Incluso si tú…
—Incluso si yo intercediera por ti. No me escucharían. La Norma de Roke prohíbe que se le enseñe a las mujeres cualquiera de las altas artes, cualquier palabra del Lenguaje de la Creación. Siempre ha sido así. No escucharán. ¡Así que hay que demostrárselo! Y nosotros se lo demostraremos, tú y yo. Nosotros les enseñaremos a ellos. Tienes que tener coraje, Dragónvolador. No debes debilitarte, y no debes pensar: «Oh, si les suplico que me dejen entrar, no podrán negarse». Sí que pueden, y lo harán. Y si te revelas, te castigarán. Y a mí también. —Puso un marcado énfasis en las últimas palabras, y para sus adentros murmuró: «Atrás».
Ella lo miró fijamente con sus ojos impenetrables, y finalmente le preguntó: —¿Qué debo nacer?
—¿Confías en mí, Dragónvolador?
—Sí.
—¿Confiarás en mí completamente, totalmente, sabiendo que el riesgo que corro por ti es aun más grande que el que corres tú en esta aventura?
—Sí.
—Entonces debes decirme la palabra que le dirás al Portero.
Ella lo miraba fijamente.
—Pero yo creía que tú me la dirías a mí, la contraseña.
—La contraseña que él te pedirá que le digas es tu verdadero nombre. —Dejó que eso hiciera mella en ella durante un rato, y luego continuó suavemente:— Para urdir el hechizo de apariencia sobre ti, para poder hacerlo tan completo y tan profundo como para que los Maestros de Roke puedan verte como a un hombre y nada más, para poder hacer eso, yo también debo saber tu nombre. —Hizo otra pausa. Mientras hablaba le parecía que todo lo que decía era verdad, y su voz era suave y gentil mientras decía:— Podría haberlo sabido hace mucho tiempo. Pero decidí no utilizar esas artes. Quería que tú confiaras en mí lo suficiente como para decirme tu nombre tú misma.
Ella miraba hacia abajo, se miraba las manos, ahora entrelazadas sobre las rodillas. A la tenue luz rojiza del farol, sus pestañas proyectaban largas y delicadas sombras sobre sus mejillas. Levantó la vista, y lo miró fijamente. —Mi nombre es Irian —dijo.
Él sonrió. Ella no sonrió.
Él no dijo nada. De hecho estaba confundido. Si hubiera sabido que sería tan fácil, habría podido tener su nombre, y con él el poder que le haría hacer todo lo que él quisiera, hacía días, hacía semanas, simplemente, sin estar llevando a cabo aquel alocado plan, sin necesidad de renunciar a su salario y a su precaria respetabilidad, sin necesidad de haber realizado aquella travesía marítima, ¡sin necesidad de tener que llegar hasta Roke para conseguirlo! Porque ahora se daba cuenta de que todo el plan era una locura. No había manera en que él pudiera disfrazarla que engañara al Portero siquiera por un instante. Todas sus ideas sobre humillar a los Maestros como ellos lo habían humillado a él eran pamplinas. Obsesionado con engañar a la muchacha, había caído en su propia trampa, en la que había preparado para ella. Amargamente reconoció que siempre estaba creyéndose sus propias mentiras, atrapado en redes que él mismo había tejido laboriosamente. Después de haber quedado una vez como un tonto en Roke, había regresado para hacerlo otra vez. Una terrible y desoladora furia comenzó a crecer en él. No había nada bueno, no había nada bueno en nada.
—¿Qué sucede? —preguntó ella. La ternura de su voz profunda y ronca lo acobardó, y escondió el rostro entre sus manos, luchando contra las vergonzosas lágrimas.
Ella puso una mano sobre su rodilla. Era la primera vez que lo tocaba. Él lo soportó, el calor y el peso de aquella mano que había perdido tanto tiempo deseando.
Quería lastimarla, sacudirla de su terrible e ignorante bondad, pero lo que dijo cuando por fin habló fue: —Yo sólo quería hacerte el amor.
—¿En serio?
—¿Acaso creíste que era uno de sus eunucos? ¿Que me castraría a mí mismo con sortilegios para ser un santo? ¿Por qué crees que no tengo una vara? ¿Por qué crees que no estoy en la escuela? ¿Te has creído todo lo que te he dicho?