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—Sí —le contestó ella—. Lo siento. —La mano de ella aún estaba sobre su rodilla. Le dijo:— Podemos hacer el amor, si quieres.

Él se incorporó, y se quedó inmóvil.

—¿Qué eres? —le preguntó por fin.

—No lo sé. Por eso quería venir a Roke. Para averiguarlo.

Él se alejó, se puso de pie, encorvado; ninguno de los dos podía estirarse del todo en aquel bajo camarote. Cogiéndose y soltándose las manos, se alejó de ella tanto como pudo, dándole la espalda.

—No lo averiguarás. Son todo mentiras, farsas. Unos cuantos viejos jugando con palabras. Yo no quise jugar sus juegos, entonces me fui. ¿Sabes lo que hice? —Se dio vuelta, mostrando los dientes en un rictus de triunfo:— Hice que una muchacha, una muchacha del pueblo, viniera a mi habitación. A mi celda. A mi pequeña, célibe celda de piedra. Tenía una ventana que daba hacia afuera, hacia la calle de atrás. No urdí ningún sortilegio, no se pueden hacer hechizos con toda su magia rondando por allí. Pero ella quiso venir, y vino, y yo dejé una escalera de cuerda fuera de la ventana, y ella subió por allí. ¡Y estábamos en ello justo cuando entraron los viejos! ¡Les di su merecido! ¡Y si hubiera podido hacerte entrar, lo habría hecho otra vez, les habría dado una lección!

—Bueno, lo intentaré —dijo ella. Él la miraba fijamente—. No por la misma razón que tú —continuó—, pero aún quiero hacerlo. Y ya hemos llegado hasta aquí. Y tú sabes mi nombre.

Era cierto. Él sabía su nombre: Irian. Era como un trozo de carbón encendido, un rescoldo ardiendo en su mente. Sus pensamientos no podían retenerlo. Sus conocimientos no podían utilizarlo. Su lengua no podía pronunciarlo.

Ella alzó la cabeza para mirarlo, su marcado y duro rostro se suavizaba a la luz del farol. —Si me has traído hasta aquí solamente para hacerme el amor, Marfil —le dijo ella—, podemos hacerlo. Si es que aún quieres.

Al principio no pudo decir ni una palabra, simplemente sacudió la cabeza. Después de un rato fue capaz de reír.

—Creo que hemos dejado pasar… esa posibilidad.

Ella lo miró sin resentimientos, ni reproches, ni vergüenza.

—Irian —dijo él, y ahora su nombre fluyó con facilidad, dulce y fresco como agua de manantial en su boca seca—. Irian, esto es lo que tienes que hacer para entrar en la Casa Grande…

III. Azver

La dejó en la esquina de la calle, una estrecha y oscura callejuela con un aspecto un tanto taimado, que se inclinaba hacia arriba entre paredes anodinas, hasta llegar a una puerta de madera que se encontraba en una pared aun más alta. Él había obrado sobre ella el sortilegio, y parecía un hombre, mas no se sentía como tal. Ella y Marfil se habían abrazado, porque después de todo habían sido amigos, compañeros, y él había hecho todo aquello por ella. —¡Coraje! —le dijo, y la dejó ir. Ella subió la callejuela y se detuvo ante la puerta. En ese momento miró hacia atrás, pero él ya no estaba.

Llamó a la puerta.

Después de un rato oyó que el pestillo se movía. La puerta se abrió. Un hombre de mediana edad estaba allí de pie. —¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó. No sonreía, pero su voz era agradable.

—Puede dejarme entrar en la Casa Grande, señor.

—¿Sabes por dónde se entra? —Sus ojos almendrados estaban muy atentos, pero sin embargo parecían mirarla desde muy lejos.

—Se entra por aquí, señor.

—¿Sabes qué nombre tienes que decirme para que te deje entrar?

—El mío, señor. Es Irian.

—¿De veras? —le preguntó él.

Eso le dio tiempo. Permanció en silencio. —Es el nombre que me dio Rosa, la bruja de mi aldea en Way, en el manantial que está al pie de la Colina de Iría —dijo por fin, tratado de ser convincente y diciendo la verdad.

El Portero la miró durante lo que pareció un buen rato. —Entonces ése es tu nombre —le dijo—. Pero tal vez no todo tu nombre. Creo que tienes otro.

—No lo sé, señor. —Después de otro largo rato ella dijo:— Tal vez pueda aprenderlo aquí, señor.

El Portero inclinó un poco la cabeza. Una leve sonrisa formó curvas crecientes en sus mejillas. Se hizo a un lado. —Entra, hija —le dijo.

Ella atravesó el umbral de la Casa Grande.

El hechizo de apariencia de Marfil cayó como una telaraña. Ahora era y parecía ella misma.

Siguió al Portero por un pasillo de piedra. Sólo al final de aquel corredor pensó en darse vuelta para ver brillar la luz a través de las mil hojas del árbol que estaba tallado en la alta puerta, rodeada por su marco de hueso blanco.

Un hombre joven envuelto en una capa gris caminaba apresuradamente por el corredor y se detuvo de golpe al acercarse a ellos. Miró fijamente a Irian; luego, con una breve inclinación de cabeza, siguió adelante. Ella se dio vuelta para mirarlo. Él también estaba mirándola.

Un globo de fuego desvaído y verdoso flotaba suavemente bajando el corredor a la altura de los ojos, aparentemente en busca del muchacho. El Portero le hizo señas con la mano, y la bola lo esquivó. Irían viró con brusquedad y se agachó frenéticamente, pero sintió cómo el frío fuego le hacía estremecer los cabellos al pasar sobre ellos. El Portero echó un vistazo a su alrededor, y ahora su sonrisa era más amplia. Aunque no dijo nada, ella sintió que estaba pendiente de ella, preocupado por ella. Se puso de pie y lo siguió.

Él se detuvo frente a una puerta de roble. En lugar de golpearla esbozó un símbolo o una runa sobre ella con la punta de su vara, un báculo claro hecho con una madera un tanto grisásea. La puerta se abrió mientras una resonante voz decía detrás de ella:

—¡Adelante!

—Espera aquí un momento, por favor, Irían —dijo el Portero, y entró en la habitación, dejando la puerta abierta de par en par detrás de él. Ella pudo ver estantes y libros, una mesa cubierta de más libros y tarros de tinta, y escritos, dos o tres niños sentados a la mesa, y al corpulento hombre de cabellos grises con el cual hablaba el Portero. Vio cómo le cambiaba el rostro a aquel hombre, vio sus ojos volviéndose a ella en una breve mirada, vio cómo interrogaba al Portero, en voz baja, intensamente.

Los dos se acercaron a ella.

—El Maestro Transformador de Roke: Irían de Way —dijo el Portero.

El Transformador la miró fija y abiertamente. No era tan alto como ella. Miró fijamente al Portero, y luego a ella otra vez.

—Discúlpame por hablar de ti delante de ti, muchacha —le dijo—, pero debo hacerlo. Maestro Portero, sabes que nunca cuestionaría tu juicio, pero la Norma es clara. Debo preguntarte qué te ha impulsado a quebrantarla y dejarla entrar.

—Ella me lo pidió —dijo el Portero.

—Pero… —El Transformador hizo una pausa—. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer pidió entrar en la escuela?

—Ellas saben que la Norma no se lo permite.

—¿Sabías tú eso, Irían? —le preguntó el Portero, y ella le contestó: —Sí, señor.

—¿Y entonces qué te ha traído hasta aquí? —insistió el Transformador, severo, pero sin ocultar su curiosidad.

—El Maestro Marfil me dijo que podría hacerme pasar por hombre. Aunque yo pensé que debía decir quién era. Seré tan célibe como cualquiera, señor.

Dos largas arrugas aparecieron en las mejillas del Portero, rodeando la leve curva de su sonrisa. El rostro del Transformador permanecía severo, pero parpadeó, y después de pensar durante unos segundos, dijo: —Estoy de acuerdo, sí. —Definitivamente el mejor plan era ser honesto.— ¿De qué Maestro has hablado?

—De Marfil —dijo el Portero—. Un muchacho del Gran Puerto de Havnor, a quien dejé entrar hace tres años, y lo dejé salir otra vez el año pasado, como vos recordaréis.