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El Transformador y un delgado anciano con cara entusiasta que estaba a su lado asintieron con la cabeza mostrando su aprobación. El Maestro Mano dijo:

—Irían, lo siento. Marfil era mi pupilo. Si le enseñé mal, hice peor en echarlo de aquí. Pensé que era insignificante, y por lo tanto inofensivo. Pero él te mintió y te sedujo. No debes sentirte avergonzada. La culpa fue de él y mía.

—No estoy avergonzada —dijo Irian. Los miró a todos. Sintió que debía agradecerles su cortesía pero no le salían las palabras. Los saludó rígidamente con la cabeza, dio media vuelta y salió a zancadas del salón.

El Portero la alcanzó justo cuando llegó a un cruce de corredores y se detuvo sin saber qué camino escoger. —Por aquí —le dijo él, poniéndose a su lado, y después de un rato—: Por aquí. Y así llegaron pronto hasta una puerta. No estaba hecha de cuerno y marfil. Era de roble pero sin tallar, negra y enorme, con un cerrojo de hierro desgastado por el tiempo—. Esta es la puerta del jardín —le dijo el mago, abriendo el cerrojo—. Solían llamarla la Puerta de Medra. Yo vigilo ambas puertas. —La abrió. La claridad del día deslumbró a Irian. Cuando por fin pudo ver claramente, vio un sendero que salía desde la puerta, atravesaba los jardines y los campos detrás de ellos, pasaba por los campos de los altos árboles, y tenía el oleaje del Collado de Roke a la derecha. De pie sobre el sendero, justo del otro lado de la puerta, como si los hubiera estado esperando, estaba el hombre de cabellos claros y ojos estrechos.

—Maestro de Formas —dijo el Portero, para nada sorprendido.

—¿Adonde envías a esta dama? —preguntó el Hacedor de Formas con sus extrañas palabras.

—A ninguna parte —contestó el Portero—. La dejo salir de la misma manera que la he dejado entrar, por su propia voluntad.

—¿Vendrías conmigo? —le preguntó el Maestro de Formas a Irian.

Ella lo miró, y también al Portero, pero no dijo nada.

—Yo no vivo en esta Casa. En ninguna casa —dijo el Maestro de Formas—. Yo vivo allí. En el Bosquecillo. Ah —dijo, dándose la vuelta de repente. El hombre corpulento y de cabellos blancos, Kurremkarmerruk el Nombrador, estaba de pie un poco más abajo, sobre el sendero. No había estado allí hasta que el otro mago dijo: «Ah». Irian miraba a uno y a otro con completo asombro.

—.esta es simplemente una apariencia mía, una representación, un envío —le dijo el anciano—. Yo tampoco vivo aquí. Sino a varias millas de aquí —señaló hacia el norte—. Puedes ir hasta allí cuando termines aquí con el Maestro de Formas. Quisiera aprender más acerca de tu nombre. —Saludó a los otros dos magos con la cabeza, y desapareció. Un abejorro zumbó fuertemente atravesando el aire donde él había estado.

Irian bajó la cabeza y miró el suelo. Después un largo rato dijo, aclarando su garganta, y todavía sin levantar la vista: —¿Es cierto que hago daño por estar aquí?

—No lo sé —dijo el Portero.

—En el Bosquecillo no harás daño —le dijo el Maestro de Formas—. Vamos. Hay una vieja casa, una choza. Vieja, sucia. No te importa, ¿verdad? Quédate un tiempo. Ya verás. —Y emprendió su camino bajando por el sendero, entre los perejiles y los arbustos de habichuelas. Ella miró al Portero; él le sonrió un poco. Siguió al hombre de cabellos claros.

Caminaron aproximadamente media milla. El collado de cima redondeada se elevaba entero con el sol del oeste a su derecha. Detrás de ellos, la escuela se extendía gris y con todos sus tejados sobre la baja colina. El bosquecillo de árboles se levantaba ahora ante ellos. Irian vio robles y sauces, castaños y fresnos, y altos árboles de hojas perennes. Desde la densa oscuridad bañada por los rayos del sol, bajaban las aguas de un arroyo, de verdes riberas, con varios espacios marrones pisoteados por donde las vacas y las ovejas bajaban a beber o a cruzar el arroyo. Habían cruzado una valla del otro lado de la cual había un prado donde cincuenta o sesenta ovejas pastaban la corta y clara hierba, y ahora estaban cerca del arroyo. —Aquélla es la casa—dijo el mago, señalando un tejado bajo y cubierto de musgo, oculto por las sombras vespertinas de los árboles—. Quédate esta noche, ¿de acuerdo?

Le pidió que se quedara, no le ordenó que lo hiciera. Todo lo que ella pudo hacer fue asentir con la cabeza.

—Traeré comida —dijo él, y se marchó, apresurando el paso, con lo cual desapareció en seguida, aunque no tan abruptamente como el Nombrador, en el claroscuro de debajo de los árboles. Irian lo observó hasta que terminó de desaparecer y luego emprendió su camino atravesando los altos hierbajos y las malas hierbas hasta llegar a la pequeña casa.

Parecía ser muy vieja. Había sido reconstruida y vuelta a reconstruir, pero no por mucho tiempo. Ni tampoco había vivido nadie allí durante mucho tiempo, al menos eso parecía por el aspecto sosegado y solitario que tenía. Pero sin embargo tenía un aire agradable, como si los que habían dormido allí lo hubieran hecho llenos de paz. En cuanto a las paredes decrépitas, los ratones, el polvo, las telarañas y los escasos muebles, con todo eso Irian se sentía bastante como en casa. Encontró una escoba medio desplumada y barrió los excrementos de los ratones. Desenrolló su manta sobre la cama de madera. Encontró un cántaro rajado en un armario de puertas torcidas y lo llenó con agua del arroyo, que fluía clara y silenciosamente a diez pasos de la puerta. Hizo estas cosas en una especie de trance, y cuando acabó de hacerlas, se sentó sobre la hierba con la espalda contra la pared de la casa, la cual conservaba el calor del sol, y se quedó dormida.

Cuando despertó, el Maestro de Formas estaba sentado allí cerca, y había una cesta sobre la hierba entre ellos.

—¿Tienes hambre? Come —le dijo él.

—Comeré más tarde, señor. Gracias —le respondió Irian.

—Yo tengo hambre ahora —dijo el mago. Cogió un huevo duro de la cesta, lo cascó, le sacó la cascara y se lo comió.

—A esta casa la llaman la Casa de la Nutria —dijo él—. Es muy vieja. Tan vieja como la Casa Grande. Aquí todo es viejo. Nosotros somos viejos, los Maestros.

—Vos no sois muy viejo —le dijo Irian. Pensaba que tendría entre treinta y cuarenta años, aunque era difícil decirlo; pensaba una y otra vez en que sus cabellos eran blancos, porque no eran negros.

—Pero yo vengo desde muy lejos. La distancia puede ser años. Soy Kargo, de Karego. ¿Has oído hablar de ese sitio?

—¡Los Hombres Canos! —exclamó Irian, mirándolo fija y abiertamente. Todas las gestas de Margarita sobre los Hombres Canos que navegaban más allá del éste para dejar las tierras yermas y atravesar a niños inocentes con sus lanzas, y la historia de cómo Erreth-Akbe perdió el Anillo de la Paz, y los nuevos cantares y el Cuento del Rey sobre la manera en que el Archimago Gavilán se metió entre los Hombres Canos y regresó con aquel anillo…

—¿Canos? —preguntó el Maestro de Formas.

—Helados. Blancos —dijo ella apartando la mirada, avergonzada.

—Ah —después de unos segundos añadió—: El Maestro Invocador no es viejo. —Y ella obtuvo una mirada de soslayo de aquellos estrechos ojos del color del hielo.

Se quedó callada.

—Me pareció que le tenías miedo. —Ella asintió con la cabeza. Puesto que ella no decía nada, y ya había pasado un buen rato, él prosiguió—: En las sombras de estos árboles no hay ningún peligro. Sólo verdad.