—Cuando él pasó a mi lado —dijo ella en voz muy baja—, vi una tumba.
—Ah —dijo el Maestro de Formas. Había hecho un pequeño montoncito con trozos de cáscara de huevo sobre el suelo junto a su rodilla. Acomodó los blancos fragmentos hasta formar una curva, y luego la cerró formando un círculo—. Sí —dijo, estudiando sus cáscaras de huevo; luego, rascando un poco la tierra, las enterró con cuidado y delicadamente. Se sacudió el polvo de las manos. Una vez más su mirada se posó sobre Irian y luego miró hacia otro lado.
—¿Has sido una bruja, Irian?
—No.
—Pero tienes algo de conocimiento.
—No. No tengo nada. Rosa no quiso enseñarme. Dijo que no se atrevía. Porque yo tenía poder pero ella no sabía lo que era.
—Tu Rosa es una sabia flor —dijo el mago, sin sonreír.
—Pero sé que tengo que hacer algo. Que tengo que ser algo. Por eso quería venir aquí. Para descubrirlo. En la Isla de los Sabios.
Se estaba acostumbrando ya a aquella cara extraña, y era capaz de leerla. Pensó que él parecía estar triste. Su forma de hablar era severa, rápida, seca, pacífica.
—Los hombres de la Isla no siempre son sabios, ¿sabes? —dijo él—. Tal vez el Portero. —Ahora la miraba, no de soslayo sino abiertamente, sus ojos atrapando y sosteniendo los de ella.— Pero ahí, en el bosque, debajo de los árboles. Ahí está la verdadera sabiduría. Nunca es vieja. No puedo enseñarte pero puedo llevarte al Bosquecillo. —Después de un minuto se puso de pie.— ¿De acuerdo?
—Sí —contestó ella un poco indecisa.
—¿La casa está bien?
—Sí…
—Mañana —dijo él, y se fue.
Así que durante quince o más de los calurosos días de verano, Irian durmió en la Casa de la Nutria, que era una casa tranquila, y comió lo que el Maestro de Formas le traía en su cesta, huevos, queso, verduras, frutas, carnero ahumado, e iba con él todas las tardes al bosquecillo de altos árboles, donde los senderos nunca parecían estar donde ella creía recordar que estaban, y muchas veces llegaban mucho más allá de lo que parecían ser los confines del bosque. Caminaban en silencio, y raramente hablaban cuando descansaban. El mago era un hombre callado. Aunque había en él un atisbo de ferocidad, nunca se la mostraba a ella, y su presencia era tan natural como la de los árboles y la de los extraños pájaros y la de las criaturas de cuatro patas del Bosquecillo. Tal como él había dicho, no trataba de enseñarle. Cuando ella preguntaba algo acerca del Bosquecillo, él le decía que éste, junto con el Collado de Roke, estaba allí desde que Segoy creara las Islas del mundo, y que toda la magia estaba en las raíces de los árboles, y que éstas estaban enredadas con las raíces de todos los bosques que había o podría llegar a haber.
—Y a veces el Bosquecillo está en este lugar —dijo él—, y a veces en otro. Pero siempre está.
Nunca había visto dónde vivía él. Dormiría donde se le antojara, imaginaba ella, en aquellas cálidas noches de verano. Le preguntó de dónde venía la comida que comían. Lo que la escuela no producía por sí misma, le dijo él, lo proporcionaban los granjeros del lugar, quienes se consideraban bien recompensados por las protecciones que los Maestros colocaban en sus rebaños y en sus campos y en sus huertos. Eso tenía sentido, pensó ella. En Way, la frase «un mago sin su alimento» significaba algo inaudito, sin precedentes. Pero ella no era ningún mago, así que, queriendo ganarse su alimento, hizo todo lo que pudo por reparar la Casa de la Nutria, pidiéndole herramientas prestadas a un granjero y comprando clavos y yeso en el Pueblo de Zuil, puesto que todavía tenía la mitad del dinero del queso.
El Maestro de Formas nunca iba a verla antes del mediodía, por lo que tenía las mañanas libres. Estaba acostumbrada a la soledad, pero aun así echaba de menos a Rosa y a Margarita y a Conejo, y a las gallinas y a las vacas y a las ovejas, y a los ruidosos y estúpidos perros; y también echaba de menos todo el trabajo que hacía en casa tratando de mantener a la Antigua Iría unida y de poner comida sobre la mesa. Así que trabajaba con parsimonia cada mañana hasta que veía al mago salir de entre los árboles, con sus cabellos del color claro, brillando bajo la luz del sol.
Una vez allí en el Bosquecillo, no tenía pensamiento alguno sobre ganar, o merecer, o siquiera aprender. Estar allí era suficiente, lo era todo.
Cuando le preguntó si los alumnos de la Casa Grande iban allí, él le respondió: «A veces». Otra vez dijo: «Mis palabras no son nada. Escucha a las hojas». Eso fue lo único que dijo que podría llamarse enseñanza. Mientras ella caminaba, escuchaba a las hojas cuando el viento las hacía susurrar o cuando bramaba en las copas de los árboles; observaba a las sombras jugar, y pensaba en las raíces de los árboles allí abajo en la oscuridad de la tierra. Se sentía completamente feliz de estar allí. Sin embargo siempre, sin descontento ni urgencia, sentía que estaba esperando algo. Y aquella silenciosa expectativa se hacía más profunda y más clara cuando salía del cobijo del bosque y veía el cielo abierto.
Una vez, cuando ya habían recorrido un buen tramo y los árboles, oscuros árboles de hojas perennes que ella no conocía, se alzaban altos a su alrededor, oyó una llamada —una trompa que alguien hacía sonar, ¿una petición de ayuda?— remota, al mismísimo límite del alcance del oído. Se detuvo, inmóvil, escuchando hacia el oeste. El mago siguió caminando, y se volvió sólo cuando se dio cuenta de que ella se había detenido.
—He oído… —dijo ella, y no pudo decir lo que había oído.
Él escuchó. Siguieron caminaron y por fin atravesaron un silencio ampliado y agudizado por aquella lejana llamada.
Ella nunca había entrado al Bosquecillo sin él, hasta varios días antes, en que él la había dejado sola entre sus árboles. Una calurosa tarde, cuando llegaron a un claro que había entre unos robles, él le dijo: —Regresaré aquí, ¿de acuerdo? —Y se fue caminando con su rápido y silencioso andar, perdiéndose casi inmediatamente en las moteadas y cambiantes profundidades del bosque.
Ella no tenía deseos de explorar sola. La tranquilidad del lugar llamaba a la quietud, a observar, a escuchar; y ella sabía lo complicados que eran los senderos, y que el Bosquecillo era, tal como había dicho el Maestro de Formas, «más grande por dentro que por fuera». Se sentó en una zona en sombras moteada por los rayos del sol, y observó las formas que las hojas proyectaban sobre el suelo. El lugar estaba lleno de bellotas; aunque nunca había visto cerdos salvajes en el bosque, vio allí sus huellas. Por un instante olfateó el rastro de un zorro. Sus pensamientos se movían tan rápida y naturalmente como la brisa en la cálida luz.
Allí, su mente parecía estar a menudo vacía de pensamientos, llena del propio bosque, pero aquel día los recuerdos acudieron a ella, vividos. Pensó en Marfil, pensando que nunca volvería a verlo, preguntándose si habría encontrado un barco que lo llevase de regreso a Havnor. Le había dicho que nunca regresaría al Estanque del Oeste; el único lugar para él era el Gran Puerto, la Ciudad del Rey, y por lo que a él le importaba, la Isla de Way podía hundirse en el mar tan profundamente como Solea. Pero ella pensó con amor en los caminos y en los campos de Way. Pensó en la aldea de la Antigua Iria, en el pantanoso manantial que estaba al pie de la Colina de Iria, en la vieja casa que está sobre ella. Pensó en Margarita cantando gestas en la cocina, en las tardes de invierno, marcando el tiempo con sus zuecos de madera; y en el viejo Conejo en los viñedos con su navaja, mostrándole cómo podar la vid «hasta llegar a la vida que está en el centro»; y en Rosa, en su Etaudis, susurrando encantamientos para aliviar el dolor en el brazo roto de un niño. «He conocido a gente sabia», pensó. Su mente retrocedía ante el recuerdo de su padre, pero el movimiento de las hojas y las sombras lo acercaba. Lo vio borracho, gritando. Sintió sus curiosas y trémulas manos sobre ella. Lo vio llorando, enfermo, avergonzado; y un dolor le recorrió el cuerpo y luego se disolvió, como un dolor que se derrite hasta desaparecer en la larga extensión de los brazos. Él significaba menos para ella que la madre que no había conocido.