Se estiró, sintiendo la comodidad de su cuerpo en el calor, y su mente regresó hasta Marfil. En su vida nunca había habido nadie a quien deseara. La primera vez que vio al joven mago cabalgando tan delgado y arrogante, deseó poder desearlo; pero no fue así y no pudo hacerlo; y entonces había pensado que estaría protegido por hechizos. Rosa le había explicado cómo obraban los sortilegios de los magos, «de manera que la idea nunca cruce por tu cabeza, ni por la de ellos, ¿sabes?, porque les quitaría poder, según dicen». Pero Marfil, pobre Marfil, había estado demasiado desprotegido. Si alguien estaba bajo un hechizo de castidad, debió de haber sido ella misma, porque siendo tan encantador y tan apuesto, nunca había sido capaz de sentir nada por él más que simplemente afecto, y su único deseo había sido aprender lo que él podía enseñarle.
Pensó en ella misma, sentada en el profundo silencio del Bosquecillo. Ningún pájaro cantaba; la brisa se había apaciguado; las hojas pendían inmóviles. «¿Estaré hechizada? ¿Seré una cosa estéril, no un todo, no una mujer?», se preguntaba a sí misma, mirando sus fuertes y desnudos brazos, la suave curva de sus pechos a la sombra, bajo el cuello de la camisa.
Levantó la vista y vio al Hombre Cano saliendo de un oscuro pasillo de inmensos robles y acercándose a ella atravesando el claro.
Se detuvo frente a ella. Ella sintió cómo se ruborizaba, su rostro y su garganta ardían, estaba mareada, los oídos le zumbaban. Buscó palabras, cualquier cosa, algo que decir, para desviar su atención de ella, y no pudo encontrar nada. Él se sentó a su lado. Ella agachó la cabeza, como si estuviera estudiando el esqueleto de una hoja del año anterior que estaba junto a su mano.
«¿Qué es lo que quiero?», se preguntó, y la respuesta no llegó a ella en palabras sino a través de todo su cuerpo y alma: el fuego, un fuego aun más grande que aquél, el vuelo, el vuelo ardiente…
Volvió en sí, al tranquilo aire bajo los árboles. El Hombre Cano estaba sentado a su lado, su rostro inclinado hacia abajo, y ella pensó en qué frágil y ligero parecía, qué callado y apenado. No había nada a lo que temer. No había peligro alguno.
Él levantó la vista para mirarla.
—Irian—dijo—, ¿escuchas las hojas?
La brisa se estaba moviendo otra vez, suavemente; podía oír un leve susurro entre los robles. —Un poco —le contestó.
—¿Oyes las palabras?
—No.
Ella no preguntó nada y él no dijo nada más. Al poco tiempo se puso de pie, y ella lo siguió hasta el camino que siempre los llevaba, tarde o temprano, fuera del bosque, hasta el claro junto al arroyo de Zuil y a la Casa de la Nutria. Al llegar allí, ya estaba avanzada la tarde. Él bajó hasta el arroyo y se arrodilló para beber de sus aguas en donde éste abandonaba el bosque, después de todos los cruces. Ella hizo lo mismo. Luego, sentados sobre las frescas y largas hierbas de la ribera, él comenzó a hablar.
—Mi gente, los Kargos, adoran a dioses. Dioses Gemelos, hermanos. Y el rey también es un dios. Pero antes de los dioses y después, siempre, están los arroyos. Las cuevas, las piedras, las colinas. Los árboles. La tierra. La oscuridad de la tierra.
—Los Antiguos Poderes —dijo Irian.
Él asintió con la cabeza. —Allí, las mujeres conocen los Antiguos Poderes. Aquí también, las brujas. Y el conocimiento es malo, ¿sabes?
Cuando agregaba aquellos pequeños e interrogativos «¿de acuerdo?» o «¿sabes?» al final de lo que había parecido una aseveración, siempre la tomaba por sorpresa. Ella no dijo nada.
—La oscuridad es mala —dijo el Maestro de Formas.
Irian respiró profundamente y lo miró a los ojos mientras seguían allí sentados.
—Sólo la luz en la oscuridad—dijo entonces.
—Ah —dijo él. Apartó la mirada para que ella no pudiera ver su expresión.
—Debería irme —dijo ella—. Puedo caminar por el Bosquecillo, pero no vivir allí. No es mi… mi lugar. Y el Maestro Cantor dijo que hacía daño estando aquí.
—Todos hacemos daño por estar —dijo el Maestro de Formas. Hizo lo que solía hacer, un pequeño bosquejo con cualquier cosa que tuviera a mano: sobre el pequeño trozo de arena que había en la orilla del arroyo justo frente a él puso el tallo de una hoja, una brizna de hierba y varios guijarros. Los estudió y los reacomodó—. Ahora debo hablar de daños —dijo él.
Después de una larga pausa, prosiguió: —Tú sabes que un dragón trajo de regreso a nuestro Señor Gavilán, con el joven rey, de las tierras de la muerte. Luego, el dragón llevó a Gavilán hasta su casa, porque sus poderes habían desaparecido, ya no era un mago. Así que, dentro de muy poco tiempo, los Maestros de Roke se reunirán para elegir un nuevo Archimago, aquí, en el Bosquecillo, como siempre. Pero no como siempre.
»Antes de que llegara el dragón, el Invocador también había regresado de la muerte, adonde puede ir, adonde su arte puede llevarlo. Allí había visto a nuestro señor y al joven rey, en aquel campo detrás del muro de piedras. Dijo que no regresarían. Dijo que el Señor Gavilán le había dicho que regresara a nosotros, a la vida, que se llevara esas palabras. Y entonces lloramos por nuestro señor.
»Pero después llegó el dragón, Kalessin, que regresó con él con vida.
»El Invocador estaba entre nosotros cuando estábamos en el Collado de Roke y vimos al Archimago arrodillándose frente al Rey Lebannen. Luego, mientras el dragón se llevaba a nuestro amigo, el Invocador cayó desvanecido.
«Yacía como si estuviera muerto, frío, su corazón no latía, pero sin embargo respiraba. El Maestro de Hierbas utilizó todo su arte, pero no pudo reanimarlo. “Está muerto”, dijo. “La respiración no lo abandonará, pero está muerto.”
«Entonces lloramos por él. Luego, puesto que había consternación entre nosotros, y todas mis formas hablaban de cambio y de peligro, nos reunimos para escoger a un nuevo guardián de Roke, un Archimago que nos guiara. Y en nuestro concilio pusimos al joven rey en el lugar del Invocador. Nos parecía bien que él se sentara entre nosotros. Al principio el único que se opuso fue el Transformador, y luego estuvo de acuerdo.
»Nos reunimos, nos sentamos, pero no nos fue posible escoger. Dijimos esto y aquello, pero no dijimos ningún nombre. Y entonces yo… —hizo una pequeña pausa—. Entonces acudió a mí lo que mi gente llama el eduevanu, es decir la otra respiración. Las palabras acudían a mí y yo las pronunciaba. Dije: ¡Hama Gondun! Y Kurremkarmerruk les dijo lo mismo en idioma hárdico: “Una mujer en Gont”. Pero cuando regresé a mis propias entrañas, no podía decirles lo que eso significaba. Y entonces nos fuimos de allí sin haber escogido a ningún Archimago.
»E1 rey se fue poco tiempo después, y el Maestro de Vientos se fue con él. Antes de que el rey fuera coronado, fueron a Gont y buscaron al señor Gavilán, para descubrir lo que aquello significaba, “una mujer en Gont”, ¿sabes? Pero no lo vieron, sólo vieron a mi compatriota, Tenar-del-Anillo. Dijo que ella no era la mujer que ellos buscaban. Y no encontraron a nadie, no encontraron nada. Así que Lebannen consideró que aquello había sido una profecía que aún tenía que cumplirse. Y en Havnor colocó su corona sobre su propia cabeza.
»El Maestro de Hierbas, y yo mismo, creímos que el Invocador estaba muerto. Creímos que el aliento que conservaba quedaba aún allí por obra de un hechizo de su propio arte que nosotros no comprendíamos, como las serpientes de hechizo saben lo que mantiene latiendo sus corazones mucho después de que han muerto. Por más que parecía terrible enterrar un cuerpo que aún respiraba, sin embargo estaba frío, y su sangre ya no corría por sus venas, y ya no había alma en él. Eso era lo más terrible. Así que nos preparamos para enterrarlo. Y, entonces, mientras yacía junto a su tumba, sus ojos se abrieron. Se movió, y habló. Dijo: “Me he invocado a mí mismo otra vez a la vida, para hacer lo que debe hacerse”.