La voz del Hacedor de Formas se hizo más áspera. De repente apartó el pequeño esbozo de guijarros con la palma de su mano.
—Así que cuando el Maestro de Vientos regresó después de la coronación del rey, éramos nueve otra vez. Pero divididos. Porque el Invocador dijo que debíamos reunimos otra vez y elegir a un Archimago. El rey no había tenido lugar entre nosotros, dijo. Y «una mujer en Gont», quienquiera que pudiera llegar a ser, no tenía lugar entre los hombres de Roke, ¿sabes? El Maestro de Vientos, el Cantor, el Transformador, Mano, le dan la razón. Y puesto que el Rey Lebannen es un hombre que ha regresado de la muerte, para cumplir esa profecía, dicen que el Archimago también será un hombre que haya regresado de la muerte.
—Pero… —dijo Irian, y se detuvo.
Después de un largo rato, el Hacedor de Formas dijo:
—Ese arte, el de invocar, ¿sabes?, es terrible. Siempre es peligroso. Aquí —y levantó la mirada para observar la verde y dorada oscuridad de los árboles—, aquí no hay invocaciones. Nada vuelve de detrás del muro. No hay muro.
Su rostro era el rostro de un guerrero, pero cuando miraba los árboles éste se enternecía, anhelando.
—Así que —dijo—, te utiliza como pretexto para convocarnos a reunión, pero yo no iré a la Casa Grande. Y no seré invocado.
—¿El no quiere venir aquí?
—Creo que no quiere caminar por el Bosquecillo. Ni por el Collado de Roke. En el Collado, lo que es, se muestra.
Ella no supo lo que él quería decir, pero no preguntó, preocupada:
—Dices que me convierte en la razón para que vosotros os reunáis.
—Sí. Para echar a una mujer se necesitan nueve magos. —Pocas veces sonreía, y cuando lo hacía era rápida y ferozmente.— Debemos reunimos para mantener la Norma de Roke. Y entonces elegir un Archimago.
—Si yo me fuera… —Lo vio sacudir la cabeza.— Siempre podría ir con el Nombrador…
—Aquí estás a salvo.
La idea de hacer daño la perturbaba, pero la idea de correr peligro no había cruzado por su mente. Lo encontraba inconcebible.
—No me pasará nada —dijo—. ¿Entonces el Nombrador y tú, y el Portero… ?
—… no Queremos que Thorion sea Archimago. El Maestro de Hierbas tampoco, aunque escarba mucho y habla poco.
Vio que Irian lo miraba fijamente y sorprendida. —Thorion el Invocador no esconde su verdadero nombre —le dijo él—. Ha muerto, ¿sabes?
Ella sabía que el Rey Lebannen utilizaba su verdadero nombre abiertamente. Él también había regresado de la muerte. Pero aun así, que el Invocador lo hiciera continuaba sorprendiéndola e inquietándola más y más cuanto más pensaba en ello.
—¿Y los… los alumnos ?
—También están divididos.
Pensó en la escuela, donde había estado tan brevemente. Desde allí, debajo del alero del Bosquecillo, la veía como paredes de piedra rodeando una clase de seres, y manteniendo fuera a todos los demás, como un corral, una jaula. ¿Cómo podía alguno de ellos mantener el equilibrio en un lugar así?
El Hacedor de Formas empujó cuatro guijarros en una pequeña curva sobre la arena y dijo: —Ojalá Gavilán no se hubiera ido, ojalá pudiera leer lo que escriben las sombras. Pero lo único que puedo oír de las hojas es Cambio, cambio… Todo cambiará excepto ellas. —Volvió a levantar la cabeza para observar los árboles con aquella mirada anhelante. El sol se estaba poniendo. Se levantó, le dio amablemente las buenas noches, y se fue caminando, entrando por debajo de los árboles.
Se sentó un rato junto al arroyo de Zuil. Estaba perturbada por lo que él le había contado y por sus pensamientos y sentimientos en el Bosquecillo, y le perturbaba que cualquier pensamiento o sentimiento la perturbara allí. Fue hasta la casa, se sirvió su cena de carne ahumada y pan y lechuga de verano, y la comió sin saborearla. Vagó otra vez con desasosiego por la ribera del arroyo hasta llegar al agua. Estaba muy quieta y cálida en los últimos minutos del crepúsculo, sólo las estrellas más grandes ardían a través de un pálido cielo cubierto. Se quitó las sandalias y metió los pies en el agua. Estaba fresca, pero aún la atravesaban algunas venas con el calor del sol. Se quitó las ropas, los pantalones y la camisa de hombre que era todo lo que tenía, y se metió desnuda en el agua, sintiendo el empuje y la agitación de la corriente por todo su cuerpo. En Iria nunca había nadado en los arroyos, y siempre había odiado el mar, ondulándose frío y gris, pero estas rápidas aguas le gustaban, esta noche. Se dejaba llevar por la corriente y flotaba, sus manos deslizándose sobre piedras sedosas debajo del agua y sobre sus propios sedosos flancos, sus piernas acariciaban hierbas acuáticas. El agua se llevó todas sus preocupaciones e intranquilidades, y gozó flotando en las caricias del arroyo, mirando fijamente el blanco y suave fuego de las estrellas.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. El agua se enfrió de golpe. Incorporándose, con las extremidades aún suaves y flojas, miró hacia arriba y vio en la orilla, sobre ella, la figura blanca de un hombre.
Se puso de pie, desnuda, en el agua.
—¡Vete! —gritó—. ¡Vete, traidor, estúpido libertino, o te arrancaré el hígado! —Subió de un salto a la ribera, ayudándose con los resistentes hierbajos, y se irguió rápidamente tambaleándose. No había nadie allí. Estaba de pie, enfurecida, temblando de rabia. Saltó otra vez más abajo, a la orilla, encontró sus ropas, y se las puso, mientras seguía gritando—: ¡Mago cobarde! ¡Traidor hijo de perra!
—¿Irían?
—¡Ha estado aquí! —gritó ella—: ¡Ese asqueroso corazón, ese Thorion! —Se acercó hasta el Maestro de Formas mientras él caminaba bajo la luz de las estrellas junto a la casa.— Me estaba bañando en el arroyo, ¡y él estaba allí parado mirándome!
—Un envío. Era solamente una apariencia de él. No podía lastimarte, Irian.
—Un envío con ojos, ¡una apariencia que ve! Puede que estuviera… —Se detuvo, de repente perdida en el mundo. Se sentía enferma. Temblaba, y tragó la fría saliva que quedaba en su boca.
El Maestro de Formas se acercó a ella y cogió sus manos con las de él. Sus manos estaban cálidas, y ella se sentía tan mortalmente fría que se acercó aun más a él para sentir el calor de su cuerpo. Se quedaron así durante un rato, el rostro de ella alejado del de él pero con las manos unidas y los cuerpos apretados uno contra el otro. Finalmente ella se alejó, enderezándose, echando hacia atrás sus lacios y húmedos cabellos.
—Gracias —le dijo—. Tenía frío.
—Lo sé.
—Yo nunca tengo frío —dijo ella—. Fue por él.
—Te digo, Irian, que no puede venir hasta aquí, que no puede hacerte daño aquí.
—No puede hacerme daño en ningún sitio —le contestó ella, el fuego corriendo nuevamente por sus venas—. Si intenta hacerme daño, lo destruiré.
—Ah —dijo el Hacedor de Formas.
Ella lo miró a la luz de las estrellas, y le dijo:
—Dime tu nombre. No tu verdadero nombre, simplemente un nombre por el que pueda llamarte. Cuando piense en ti.
Él se quedó en silencio durante un minuto y luego le respondió: —En Karego-At, cuando era un bárbaro, era Azver. En hárdico, es un estandarte de guerra.