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—Y yo en mi Torre —dijo el Nombrador—. Y tú, Maestro de Hierbas, y el Portero, estáis dentro de la trampa, en la Casa Grande. Las paredes han sido construidas para mantener fuera todos los males. O dentro, según fuera el caso.

—Somos cuatro contra él —dijo el Hacedor de Formas.

—Ellos son cinco contra nosotros —objetó el Maestro de Hierbas.

—¿A esto hemos llegado —dijo el Nombrador—, a reunimos al borde del bosque que Segoy plantó y hablar de cómo destruirnos unos a otros?

—Sí —dijo el Maestro de Formas—. Lo que pasa demasiado tiempo sin cambios termina autodestruyéndose. El bosque es para siempre porque muere y muere y así vive. No dejaré que esa mano muerta me toque. O que toque al rey que nos trajo esperanza. Se ha hecho una promesa, se ha hecho a través de mí. Yo la he pronunciado: «Una mujer en Gont». No dejaré que esas palabras sean olvidadas.

—¿Entonces debemos ir a Gont? —preguntó el Maestro de Hierbas, contagiado por la pasión de Azver—. Gavilán esta allí.

—Tenar-del-Anillo está allí—dijo Azver.

—Tal vez nuestra esperanza esté allí —dijo el Nombrador.

Se quedaron en silencio, inseguros, intentando albergar algo de esperanza.

Irían también se quedó en silencio, pero su esperanza se hundió, y fue reemplazada por una sensación de vergüenza y total insignificancia. Aquellos eran hombres valientes, sabios, buscando salvar lo que amaban, pero no sabían cómo hacerlo. Y ella no compartía su sabiduría, ni tomaba parte alguna en sus decisiones. Se alejó de ellos, y ellos no lo notaron. Siguió caminando, dirigiéndose hacia el arroyo de Zuil, donde salía del bosque sobre una pequeña cascada de cantos rodados. El agua estaba clara bajo los rayos de sol matutinos y producía un sonido alegre. Quería llorar, pero nunca había servido para hacerlo. Se detuvo y observó el agua, y su vergüenza se fue convirtiendo lentamente en rabia.

Regresó donde estaban los tres hombres, y dijo:

—Azver.

Él se dio vuelta para mirarla, sorprendido, y se acercó un poco.

—¿Por qué rompisteis vuestra Norma por mí? ¿Fue eso algo justo para mí, que nunca podré ser lo que vosotros sois?

Azver frunció el ceño.

—El Portero te dejó entrar porque tú se lo pediste —le respondió—. Yo te traje al Bosquecillo porque las hojas de los árboles me dijeron tu nombre antes de que tú llegaras aquí. Irían, decían, Irían. Por qué has venido, no lo sé, pero no ha sido por casualidad. El Invocador también sabe eso.

—Tal vez he venido a destruirlo a él.

Azver la miró y no dijo nada.

—Tal vez he venido a destruir Roke.

Entonces sus pálidos ojos ardieron. —¡Inténtalo!

Un largo temblor recorrió su cuerpo mientras permanecía allí, frente a él. Se sintió más grande que él, más grande que ella misma, enormemente grande. Podía alargar un dedo y destruirlo. Él estaba allí, de pie, en su pequeña, valiente, breve humanidad, su mortalidad, indefenso. Ella respiró muy profundamente. Se alejó de él.

La sensación de tremenda fuerza iba desapareciendo de ella poco a poco. Giró un poco la cabeza y miró hacia abajo, sorprendida de ver su propio brazo moreno, su manga arremangada, la hierba surgiendo fría y verde alrededor de sus sandalias. Volvió a mirar al Maestro de Formas y aún parecía un ser muy frágil. Lo compadecía y lo honraba. Quería advertirle del peligro en que se encontraba. Pero no le salió ni una palabra. Se dio vuelta y regresó a la orilla del arroyo junto a la pequeña cascada. Allí se puso en cuclillas y escondió el rostro entre los brazos, dejándolo a él fuera, dejando al mundo fuera.

Las voces de los magos hablando eran como las voces de las aguas fluyendo. El arroyo decía sus palabras, y ellos decían las de ellos, pero ni unas ni otras eran las palabras correctas.

IV. Irían

Cuando Azver volvió a reunirse con los otros hombres, había algo en su rostro que hizo preguntar al Maestro de Hierbas:

—¿Qué sucede?

—No lo sé —contestó Azver—. Tal vez no deberíamos irnos de Roke.

—Probablemente no podemos —dijo el Maestro de Hierbas—. Si el Maestro de Nubes pone a los vientos en nuestra contra…

—Regresaré donde me encuentro —dijo de repente Kurremkarmerruk—. No me gusta dejarme por ahí tirado como a un zapato viejo. Estaré aquí con vosotros esta tarde. —Y se fue.

—Me gustaría caminar un poco bajo tus árboles, Azver —dijo el Maestro de Hierbas, con un largo suspiro.

—Adelante, Deyala. Yo me quedaré aquí. —El Maestro de Hierbas se fue. Azver se sentó sobre el precario banco que Irían había hecho y colocado contra la pared de la fachada de la casa. La miró a ella, allí arriba junto al arroyo, agachada sin moverse en la ribera. Las ovejas en el campo que estaba entre ellos y la Casa Grande balaban suavemente. El sol de la mañana calentaba cada vez más.

Su padre lo había llamado Estandarte de Guerra. Había venido desde el oeste, dejando atrás todo lo que conocía. Había aprendido su verdadero nombre de los árboles del Bosquecillo Inmanente, y se había convertido en el Maestro de Formas de Roke. Durante todo aquel año, las formas de las sombras y de las ramas y de las raíces, todo el silencioso lenguaje de su bosque, había hablado de destrucción, de transgresión, del cambio de todas las cosas. Ahora lo tenían encima, él lo sabía. Había llegado con ella.

Ella estaba a su cargo, a su cuidado, ello supo desde que la vio. Aunque había venido a destruir a Roke, tal como ella misma había dicho, él debía servirle. Y lo hizo de buena gana. Ella había caminado con él por el bosque, alta, extraña, valiente; había apartado los espinosos brazos de las zarzas con sus grandes y cuidadosas manos. Sus ojos, de color ámbar, como las aguas del Arroyo de Zuil a la sombra, lo habían observado todo; había escuchado; se había quedado quieta. El quería protegerla y sabía que no podía hacerlo. Le había dado un poco de calor cuando tenía frío. No tenía nada más para darle. Adonde tenía que ir ella, allí iría. No comprendía el peligro. No tenía sabiduría alguna más que la inocencia, ni armadura alguna más que su furia. «¿Quién eres, Irian?», le preguntó, mientras la observaba, agachada como un animal encerrado en su silencio.

El Maestro de Hierbas regresó del bosque y se sentó un rato con él, sin hablar. Al mediodía regresó a la Casa Grande, acordando regresar con el Portero por la mañana. Les pedirían a todos los otros Maestros que se reunieran con ellos en el Bosquecillo. —Pero él no vendrá —dijo Deyala, y Azver asintió con la cabeza.

Se quedó todo el día cerca de la Casa de la Nutria, vigilando a Irían, obligándola a comer un poco con él. Ella había vuelto a la casa, pero cuando hubieron terminado de comer, regresó a su sitio en la orilla del arroyo y se sentó allí inmóvil. Y él también sentía cierto letargo en su propio cuerpo y en su propia mente, cierta estupidez, contra la cual luchó pero a la cual no pudo derrocar. Pensó en los ojos del Invocador, y entonces fue él quien sintió frío, en todo su cuerpo, a pesar de que estaba sentado bajo todo el calor de aquel día estival. «Estamos gobernados por los muertos», pensó. Y no podía dejar de pensar en ello.

Se sintió agradecido al ver a Kurremkarmerruk bajando lentamente por la ribera del arroyo de Zuil desde el norte. El viejo caminaba descalzo por las aguas del arroyo, con los zapatos en una mano y el alto báculo en la otra, gruñendo cuando perdía el equilibrio sobre las rocas. Se sentó en la orilla más cercana para secarse los pies y ponerse nuevamente los zapatos. —Cuando regrese a la Torre —dijo—, lo haré cabalgando. Contrataré a un carretero, compraré una mula. Soy viejo, Azver.

—Ven a la casa —le dijo el Maestro de Formas, y le ofreció al Nombrador agua y comida.