—¿Dónde está la muchacha?
—Durmiendo —Azver hizo un gesto con la cabeza señalando el sitio en el que ella se encontraba, encogida sobre la hierba sobre la pequeña cascada.
El calor del día comenzaba a disminuir y las sombras del Bosquecillo se proyectaban sobre la hierba, aunque los rayos del sol todavía bañaban la Casa de la Nutria. Kurremkarmerruk se sentó sobre el banco con la espalda contra la pared de la casa, y Azver se sentó en el umbral de la puerta.
—Hemos llegado al final —dijo el anciano rompiendo el silencio.
Azver asintió con la cabeza, en silencio.
—¿Qué te trajo hasta aquí, Azver? —le preguntó el Nombrador—. He pensado muchas veces en hacerte esta pregunta. Has venido desde muy, muy lejos. Y en las tierras de Kargad no tenéis magos.
—No. Pero tenemos cosas de las que está hecha la magia. Agua, piedras, árboles, palabras…
—Pero no las palabras de la Creación.
—No. Ni dragones.
—¿Nunca?
—Sólo en los viejos cuentos del Lejano Oriente, del desierto de Hur-at-Hur. Antes de que hubiera dioses. Antes de que hubiera hombres. Antes de que los hombres fueran hombres, eran dragones.
—Pues, eso sí que es interesante —dijo el viejo erudito, enderezándose un poco—. Te dije que he estado leyendo algunas cosas sobre dragones. Ya sabes, sobre esos rumores que dicen que volaban sobre el Mar Interior hasta tan al este como Gont. Sin duda ése fue Kalessin llevando a Ged a casa, multiplicado por navegantes, mejorando aun más una buena historia. Pero un muchacho aquí me juró que toda su aldea había visto dragones que volaban, esta primavera, al oeste del Monte Onn. Y entonces me puse a leer esos viejos libros, para saber cuándo dejaron de venir al este de Pendor. Y en un viejo pergamino Pelniano, me encontré con tu historia, o con algo parecido. Dice que los hombres y los dragones eran todos de una misma especie, pero que en algún momento se enfrentaron. Algunos fueron hacia el oeste y otros hacia el este, y se convirtieron en dos especies, y olvidaron que alguna vez habían sido una sola.
—Fuimos al Lejano Oriente —dijo Azver—. Pero ¿sabes tú qué es el líder de un ejército, en mi lengua?
—Edran —dijo el Nombrador inmediatamente, y rió—. Dragón… —Después de un rato añadió—: Podría buscar la etimología de una palabra aun estando al borde de la muerte… Pero creo, Azver, que ahí es donde estamos. No lo derrotaremos.
—El nos lleva ventaja —dijo Azver, muy secamente.
—Así es. Pero, aun admitiendo que es muy poco probable, admitiendo que es imposible, si llegáramos a derrotarlo, si regresara a la muerte y nos dejara a nosotros aquí, con vida, ¿qué haríamos? ¿Qué vendría después de eso?
Después de una larga pausa, Azver dijo: —No tengo idea.
—¿Acaso tus hojas y tus sombras no te dicen nada?
—Cambio, cambio —dijo el Maestro de Formas— Transformación.
De repente levantó la vista. Las ovejas, que habían estado agrupadas cerca de la valla, estaban escabullándose, alguien venía por el sendero desde la Casa Grande.
—Un grupo de muchachos —dijo el Maestro de Hierbas, casi sin aliento, mientras se acercaba a ellos—. El ejército de Thorion. Vienen hacia aquí. Para llevarse a la muchacha. Para echarla de aquí. —Se detuvo para tratar de recuperar el aliento.— El Portero estaba hablando con ellos cuando me fui. Creo que…
—Aquí está —dijo Azver, y el Portero estaba allí, su apacible rostro de un amarillo apergaminado estaba tranquilo como siempre.
—Les he dicho —dijo— que si traspasaban la Puerta de Medra hoy nunca más podrían atravesarla para volver a entrar a la casa que conocían. Entonces algunos de ellos estuvieron a punto de echarse atrás. Pero el Maestro de Vientos y Nubes y el Cantor los alentaban a seguir adelante. Pronto estarán aquí.
Podían oír voces de hombres en los campos que estaban al este del Bosquecillo.
Azver fue rápidamente hasta donde Irian estaba acostada, junto al arroyo, y los otros lo siguieron. Ella se enderezó y se puso de pie, parecía embotada y aturdida. Todos estaban alrededor de ella, formando una especie de defensa de protección, cuando el grupo de treinta o más hombres llegaba junto a la pequeña casa y se acercaba a ellos. La mayoría eran de los alumnos más antiguos; había cinco o seis báculos de mago entre la muchedumbre, y el Maestro de Vientos y Nubes los guiaba. Su delgado y entusiasta viejo rostro reflejaba preocupación y cansancio, pero saludó cortésmente a los cuatro magos, a cada uno por su título.
Ellos le devolvieron el saludo, y Azver tomó la palabra:
—Venid al Bosquecillo, Maestro de Vientos y Nubes —dijo—, y allí esperaremos a los que faltan de los Nueve.
—Primero tenemos que resolver el asunto que nos divide —dijo el Maestro de Vientos.
—Ése es un asunto peliagudo —dijo el Nombrador.
—La mujer que está con vosotros desafía la Norma de Roke —dijo el Maestro de Vientos—. Debe irse. Un barco está esperando en el muelle para llevársela, y el viento, puedo deciros, lo llevará directo hasta Way.
—No tengo dudas de eso, señor —dijo Azver—, pero dudo que ella vaya.
—Mi Señor Hacedor de Formas, ¿desafiaríais vos nuestra Norma y nuestra comunidad, que ha permanecido unida durante tanto tiempo, manteniendo el orden contra las fuerzas de la ruina? ¿Seríais vos, de entre todos los hombres, quien rompiera el todo?
—No es cristal, como para poder romperse —dijo Azver—. Es aliento, es fuego. —Le costaba mucho esfuerzo hablar.— No conoce la muerte —dijo, pero habló en su propia lengua, y ellos no le entendieron. Se acercó a Irian. Sintió el calor de su cuerpo. Ella estaba allí de pie, con la mirada fija, envuelta en aquel silencio animal, como si no comprendiera a ninguno de ellos.
—El señor Thorion ha regresado de la muerte para salvarnos a todos —dijo el Maestro de Vientos, feroz y claramente—. Será Archimago. Bajo su gobierno, Roke será como solía ser. El rey recibirá la verdadera corona de su mano, y gobernará siguiendo sus consejos, como gobernó Morred. Ninguna bruja profanará tierras sagradas. Ningún dragón amenazará el Mar Interior. Habrá orden, seguridad y paz.
Ninguno de los cuatro magos que estaban con Irian le respondió. En el silencio, los hombres que estaban con él murmuraron, y una voz entre ellos dijo: —Atrapemos a la bruja.
—No —dijo Azver, pero no pudo decir nada más. Tenía su vara de sauce, pero era sólo madera en sus manos.
De ellos cuatro, solamente el Portero se movió y habló. Dio un paso hacia adelante, mirando a cada uno de los muchachos. Y dijo: —Vosotros confiasteis en mí al darme vuestro nombre. ¿Confiaréis ahora en mí?
—Mi señor —dijo uno de ellos de rostro oscuro y agradable y una vara de mago hecha de roble—, nosotros confiamos en vos, y por eso os pedimos que dejéis ir a la bruja, y la paz regresará.
Irian dio un paso hacia adelante antes de que el Portero pudiera responder.
—No soy una bruja —dijo. Su voz sonaba aguda, metálica, comparada con las profundas voces de los hombres—. No poseo arte alguno. Ni conocimiento. He venido a aprender.
—Aquí no enseñamos a mujeres —dijo el Maestro de Nubes—. Y tú lo sabes.
—Yo no sé nada —dijo Irian. Dio otro paso hacia adelante, enfrentando al mago directamente—. Dime quién soy.
—Descubre dónde está tu lugar, mujer —le respondió el mago con fría pasión.
—Mi lugar —dijo ella, lentamente, arrastrando las palabras—, mi lugar está en la colina, donde las cosas son lo que son. Dile al hombre muerto que lo veré allí.
El Maestro de Vientos y Nubes permaneció en silencio. El grupo de hombres murmuraba, enfadado, y algunos comenzaron a avanzar. Azver se interpuso entre ella y los demás, sus palabras lo habían liberado de la parálisis mental y corporal que lo había atrapado. —Dile a Thorion que lo veremos en el Collado de Roke —añadió—. Cuando llegue, nosotros estaremos allí. Ahora ven conmigo —le dijo a Irian.