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El Nombrador, el Portero y el Maestro de Hierbas lo siguieron con ella por el Bosquecillo. Había un sendero para ellos. Pero cuando algunos de los muchachos comenzaron a seguirlos, ya no había sendero alguno.

—Regresad —les dijo el Maestro de Vientos a los muchachos.

Ellos volvieron, inseguros. El sol bajo todavía brillaba sobre los campos y los tejados de la Casa Grande, pero dentro del bosque, todo eran sombras.

—Brujerías —dijeron—, sacrilegio, profanación.

—Es mejor que volvamos —dijo el Maestro de Vientos, el rostro sombrío y compungido, los penetrantes ojos alterados. Emprendió su camino de regreso hacia la escuela, y ellos se dispersaron detrás de él, discutiendo y debatiendo llenos de frustración y de rabia.

Aún no se habían adentrado mucho en el Bosquecillo, y todavía estaban junto al arroyo, cuando Irian se detuvo, se hizo a un lado, y se agachó junto a las enormes y encorvadas raíces de un sauce que se inclinaba sobre el agua. Los cuatro magos miraban desde el sendero.

—Habló con otra inspiración —dijo Azver.

El Nombrador asintió con la cabeza.

—¿Entonces tenemos que seguirla? —preguntó el Maestro de Hierbas.

Esta vez el que asintió con la cabeza fue el Portero. Sonrió un poco y dijo: —Parecería ser que sí.

—Muy bien —dijo el Maestro de Hierbas, con su mirada paciente, perturbada; y se hizo un poco a un lado, y se arrodilló para observar cierta planta o seta pequeña, que crecía en el suelo del bosque.

Él tiempo pasaba como siempre en el Bosquecillo, como si no pasara en absoluto, pero sin embargo no era así, el día transcurría tranquilamente en unos cuantos suspiros, en un temblor de hojas, en un pájaro cantando a lo lejos y en otro contestándole desde aun más lejos. Irian se puso de pie lentamente. No habló, simplemente miraba el sendero y luego comenzó a descender por él. Los cuatro hombres la siguieron.

Salieron al tranquilo y abierto aire de la tarde. El oeste todavía albergaba algo de claridad mientras cruzaban el Arroyo de Zuil y atravesaban los campos hacia el Collado de Roke, el cual se erguía ante ellos formando una alta y oscura curva contra el cielo.

—Están en camino —dijo el Portero. Los hombres estaban ya atravesando los jardines y subiendo el camino desde la Casa Grande, los cinco magos, varios alumnos. Al frente de todos ellos iba Thorion el Invocador, alto, envuelto en su capa gris, llevando su báculo de madera color hueso, alrededor del cual brillaba una esfera de fuego fatuo.

Donde se encontraban los dos caminos y se unían para acabar en las alturas del Collado, Thorion se detuvo y se quedó allí de pie, esperándolos. Irían caminó hacia adelante para ponerse frente a él.

—Irían de Way —dijo el Invocador con su clara y profunda voz—, para que haya paz y orden, y para mantener el equilibrio de las cosas, te invito a que te vayas de esta isla. Nosotros no podemos darte lo que pides, y por eso te pedimos perdón. Pero si buscas quedarte aquí, lo que haces es renunciar al perdón, y debes aprender cuáles son las consecuencias de la transgresión.

Ella se puso de pie, casi tan alta como él, y tan erguida. No dijo nada durante un minuto y luego habló con una voz aguda y áspera. —Subamos a la colina, Thorion —le dijo.

Lo dejó de pie en el cruce de caminos, al nivel del suelo, mientras ella subía un poco el sendero de la colina, unos pocos pasos. Se dio la vuelta y lo miró allí abajo. —¿Qué es lo que te mantiene alejado de la colina? —le preguntó.

El aire alrededor de ellos se estaba oscureciendo. El oeste era sólo una apagada línea roja, el cielo oriental yacía cubierto de nubes sobre el mar.

El Invocador alzó la mirada y observó a Irían. Lentamente levantó los brazos y la vara blanca para invocar un sortilegio, hablando en la lengua que todos los magos de Roke habían aprendido, el lenguaje de su arte, el Lenguaje de la Creación: —¡Irian, por tu nombre te invoco y te ordeno que me obedezcas!

Ella dudó, y por un momento pareció rendirse, acercarse a él, y luego gritó: —¡No soy sólo Irian!

Ante aquello, el Invocador corrió hasta donde ella estaba, estirando los brazos, arremetiendo contra ella como para cogerla y retenerla. Ahora ambos estaban en la colina. Ella se elevó imposiblemente muy por encima de él, un fuego estalló entre ellos, una bengala de llamas rojas en el aire crepuscular, un destello de escamas rojas y doradas, de inmensas alas, luego eso desapareció, y no quedó allí nada más que la mujer sobre el sendero de la colina y el hombre alto inclinado ante ella, cayendo lentamente hasta quedar recostado en la tierra.

De todos ellos fue el Maestro de Hierbas, el Curador, quien primero se movió. Subió por el sendero y se arrodilló junto a Thorion. —Mi señor —dijo—, mi amigo.

Bajo el montón de tela de la capa gris, sus manos encontraron tan sólo un montón de ropas y huesos secos y una vara rota.

—Esto es lo mejor, Thorion —dijo, pero estaba llorando.

El anciano Nombrador se acercó y le dijo a la mujer en la colina: —¿Quién eres?

—No sé cuál es mi otro nombre —le contestó ella. Habló tal como lo había hecho él, de la misma manera en que le había hablado al Invocador, en el Lenguaje de la Creación, la lengua que hablan los dragones.

Dio media vuelta y comenzó a subir la colina.

—Irian —dijo Azver, el Maestro de Formas—, ¿regresarás aquí con nosotros?

Ella se detuvo de golpe y dejó que él se acercara. —Lo haré, si me llamáis —respondió.

Estiró su mano y tocó la de él. Él tomó aire con algo de dificultad.

—¿Adonde irás? —le preguntó.

—Donde se encuentran los que me darán mi nombre. En el fuego, no en el agua. Donde está mi gente.

—Hacia el oeste —dijo él.

Y ella dijo: —Más allá del oeste.

Se dio media vuelta y luego comenzó a subir la colina atravesando la envolvente oscuridad. Cuando estaba ya más lejos de todos ellos, la vieron todos. Los fuertes e inmensos flancos dorados, la cola enroscada y puntiaguda, las garras, el aliento, que era un fuego brillante. En la cresta del collado se detuvo unos instantes, su larga cabeza se volvió para mirar lentamente toda la Isla de Roke, y su mirada se detuvo durante más tiempo en el Bosquecillo, ahora tan sólo una oscura imagen borrosa en la oscuridad. Luego, con un repiqueteo similar al temblor de unas hojas de metal, las amplias y emplumadas alas se abrieron y el dragón se elevó de repente en el aire, rodeó una vez el Collado de Roke y se fue volando.

Un rizo de fuego, una voluta de humo fue bajando hasta desaparecer en el aire oscuro.

Azver, el Maestro de Formas, estaba de pie con su mano izquierda sobre la derecha, la que la caricia de ella había quemado. Bajó la mirada y vio a los hombres, quienes seguían callados al pie de la colina, mirando fijamente la estela que dejara el dragón. —Bueno, amigos míos —les dijo—, ¿y ahora qué?

Sólo el Portero respondió. Dijo: —Creo que deberíamos ir a nuestra casa, y abrir sus puertas.

Una descripción de Terramar

Pueblos y lenguas

Pueblos

Las Tierras Hárdicas

Los pueblos Hárdicos del Archipiélago viven de la agricultura, la ganadería, la pesca, el comercio y de los habituales oficios y artes de una sociedad no industrializada. Su población es estable y nunca ha superado la capacidad límite de las tierras que le pertenecen. La hambruna es algo desconocido y la pobreza algo raras veces extremo.