Por primera vez desde hacía semanas Nutria caminó con las manos desatadas y sin ningún hechizo encima.
—Por aquí, por aquí —murmuraba Gelluk—. No te pasará nada.
Llegaron a la entrada de la torre del horno, un estrecho corredor entre las paredes de unos noventa centímetros de ancho. Tomó el brazo de Nutria, puesto que el joven vacilaba.
Licky le había dicho que era el humo del metal que emergía del mineral recalentado lo que enfermaba y mataba a las personas que trabajaban en la torre. Nutria no había entrado allí nunca, ni había visto nunca entrar a Licky. Se había acercado lo suficiente como para saber que estaba rodeado por sortilegios que herirían, aturdirían y atraparían a cualquier esclavo que tratase de escapar. Ahora sentía esos conjuros como hebras de telaraña, mantos de oscura niebla, abriéndole paso al mago que los había creado.
—Respira, respira, respira —decía Gelluk, riéndose, y Nutria trató de no contener la respiración cuando entraban en la torre.
La cavidad del horno ocupaba el centro de una inmensa cámara en forma de cúpula. Figuras apresuradas y concentradas trabajaban el resplandeciente mineral y lo colocaban a paladas sobre unos troncos que se mantenían ardiendo por grandes fuelles, mientras otros traían troncos de repuesto y trabajaban con los manguitos de los fuelles. Desde el vértice de la cúpula se elevaba una espiral de cámaras que el humo atravesaba hacia el interior de la torre. En aquellas cámaras, le había dicho Licky, el vapor del mercurio era atrapado y condensado, recalentado y vuelto a condensar, hasta que en la bóveda más alta, el metal puro se deslizaba dentro de un comedero o de un cuenco de piedra, solamente una o dos gotas al día, había dicho Licky, de los minerales de baja calidad que estaban fundiendo ahora.
—No tengas miedo —le dijo Gelluk, su voz sonaba fuerte y musical por encima del dificultoso jadeo de los inmensos fuelles y el constante rugir del fuego—. ¡Ven, ven a ver cómo vuela en el aire, purificándose, purificando a sus súbditos! —Condujo a Nutria hasta el borde del crisol. El fascinante resplandor se le reflejaba en los ojos.— Los espíritus malvados que trabajan para el Rey se purifican —dijo, sus labios junto a la oreja de Nutria—. Cuando ellos babean, la escoria y las manchas se despegan de ellos. La enfermedad y las impurezas se sueltan y se escapan de sus úlceras. Y luego, cuando ya han sido quemados hasta estar limpios, finalmente pueden volar hacia arriba, volar hacia las Cortes del Rey. ¡Ven, ven, entra en su torre, en donde la noche oscura trae a la luna!
Detrás de él, Nutria subió las sinuosas escaleras, amplias al principio pero cada vez más angostas y estrechas, pasando por cámaras de vapor con hornos al rojo vivo cuyas aberturas de escape daban a salones de refinamiento en donde el hollín que despedía el mineral quemado era raspado por esclavos desnudos y metido con palas dentro de los hornos para ser quemado nuevamente. Llegaron al sitio más alto. Gelluk le dijo al único esclavo que estaba agachado en el borde del pozo: —¡Muéstrame al Rey!
El esclavo, delgado y de baja estatura, pelado, con llagas que cubrían sus manos y sus brazos, destapó un agujero de piedra junto al borde del hoyo condensador. Gelluk observó atentamente, entusiasmado como un niño. —Tan pequeño —murmuró—. Tan joven. El pequeño Príncipe, el niño Señor, Señor Turres. ¡La semilla del mundo! ¡La joya del alma!
De la pechera de su bata sacó una pequeña bolsa de fino cuero decorada con hilos de plata. Con una delicada cuchara de hueso atada a la bolsa cogió unas gotas de mercurio y las introdujo en ella, luego volvió a atar la correa.
El esclavo se quedó allí de pie, inmóvil. Toda la gente que trabajaba dentro del calor y el humo de la torre del horno estaba desnuda o llevaba únicamente un taparrabos y mocasines. Nutria le echó otra mirada al esclavo, pensando que por la altura debía de ser un niño, y entonces vio los pequeños pechos. Era una mujer. Estaba pelada. Sus articulaciones eran pomos hinchados en sus extremidades de piel y hueso. Levantó la vista y miró a Nutria solamente una vez, moviendo sólo los ojos. Escupió en el fuego, se secó la boca ulcerada con la mano y volvió a quedarse inmóvil.
—Muy bien, pequeño sirviente, bien hecho —le dijo Gelluk con su dulce voz—. Entrega tu escoria al fuego y será transformada en plata viva, en la luz de la luna. ¿No es algo maravilloso —siguió diciendo, alejando a Nutria de allí y conduciéndolo hacia abajo por las escaleras de caracol— cómo de lo más vil sale lo más noble? ¡Ése es un gran principio del arte! De la Vil Madre Roja nace el Rey de todas las cosas. De la saliva de un esclavo moribundo surge la Semilla de plata del Poder.
Siguió hablando durante todo el recorrido de las sinuosas y apestosas escaleras de piedra, y Nutria trataba de entender, porque aquél era un hombre de poder explicándole a él lo que era el poder.
Pero cuando salieron y se enfrentaron a la luz del día otra vez, su cabeza siguió dando vueltas en la oscuridad, y después de dar unos pasos se dobló sobre sí mismo y vomitó en el suelo.
Gelluk lo observaba con su mirada inquisitiva y afectuosa, y cuando Nutria se puso de pie, estremeciéndose y jadeando, el mago le preguntó tiernamente:
—¿Le tienes miedo al Rey? —Nutria asintió con la cabeza—. Si compartes su poder no te hará daño. Temerle a un poder, luchar contra un poder, es muy peligroso. Amar al poder y compartirlo es el modo regio de proceder. Mira. Observa lo que hago.
—Gelluk cogió la pequeña bolsa dentro de la cual había puesto las gotas de mercurio. Su mirada siempre fija en la de Nutria, abrió la bolsa, se la llevó hasta los labios y se tragó el contenido. Abrió su sonriente boca para que Nutria pudiese ver las gotas plateadas dando vueltas en su lengua antes de que se las tragara.
—Ahora el Rey está en mi cuerpo, es el invitado de honor en mi casa. No me hará babear ni vomitar, ni provocará úlceras en mi cuerpo; no, porque no le tengo miedo, sino que lo invito, y entonces él entra en mis venas y en mis arterias. No me sucede nada malo. La sangre que corre ahora por mis venas es de plata. Veo cosas desconocidas para otros hombres. Comparto los secretos del Rey. Y cuando me abandona, se esconde en la casa de la inmundicia, se ensucia a sí mismo, y una vez más me espera en ese vil lugar para que me lo lleve y lo limpie mientras él me limpia a mí, de modo que cada vez nos purificamos más y más mutuamente. —El mago cogió el brazo de Nutria y caminó con él. Y le dijo, sonriendo, como si le estuviera haciendo una confidencia:— Yo soy alguien que defeca a la luz de la luna. No conocerás a otro como yo. Y aun más que eso, aun más que eso, el Rey entra en mi semilla. Él es mi semen. Yo soy Turres y él es yo…
En la confusión de su mente, Nutria apenas se dio cuenta de que estaban dirigiéndose ahora hacia la entrada de la mina. Entraron bajo tierra. Los pasadizos de la mina eran un oscuro laberinto, como las palabras del mago. Nutria seguía adelante, tratando de entender. Vio a la esclava en la torre, a la mujer que lo había mirado. Vio sus ojos.
Caminaban sin luz alguna excepto por la tenue esfera luminosa que Gelluk proyectaba delante de ellos. Pasaron por niveles que hacía mucho no se utilizaban, pero sin embargo el mago parecía conocer cada palmo, o tal vez no conocía el camino y estaba vagando sin rumbo. Caminaba, dándose la vuelta a veces para guiar a Nutria o advertirle de algo, y luego seguía adelante, siempre hablando.
Llegaron hasta donde las mineras estaban prolongando el viejo túnel. Allí el mago habló con Licky a la luz de las velas, entre sombras dentadas. Tocó la tierra que había al final del túnel, alzó unos terrones con sus manos y los hizo rodar en sus palmas, amasándolos, examinándolos, probándolos. Mientras lo hacía permaneció en silencio, y Nutria lo observaba fija e intensamente, todavía tratando de entender.