Licky regresó con ellos al cuartel. Gelluk le dio a Nutria las buenas noches con su suave voz. Licky lo encerró como de costumbre en la habitación de paredes de ladrillo, y le dio una barra de pan, una cebolla y una jarra con agua.
Nutria se agazapó como siempre bajo la incómoda opresión de las cadenas de hechizo. Bebió sediento. El ácido sabor a tierra de la cebolla era bueno, y se la comió toda.
Mientras se desvanecía la tenue luz que entraba por las grietas de la argamasa de la ventana enladrillada, en lugar de hundirse en la vacía miseria de todas las noches que había pasado en aquella habitación, se quedó despierto y cada vez más despabilado. El excitante alboroto que había invadido su mente durante todo el tiempo que había estado con Gelluk se fue tranquilizando poco a poco. De él emergió algo, cada vez más cerca, cada vez más claro, la imagen que había visto allí abajo en la mina, en sombras pero sin embargo distinguible: la esclava en la bóveda más alta de la torre, aquella mujer con los pechos vacíos y los ojos enconados, que escupía la saliva de su boca envenenada y se secaba la boca, y se quedaba allí de pie, esperando la muerte. Ella lo había mirado.
Ahora la veía más claramente de lo que la había visto en la torre. La veía más claramente de lo que nunca había visto a nadie. Veía los delgados brazos, las hinchadas articulaciones de sus codos y sus muñecas, la infantil nuca de su cuello. Era como si estuviese con él en la habitación. Era como si estuviese en él, como si fuese él. Ella lo miraba. Él veía cómo ella lo miraba. Se veía a sí mismo a través de los ojos de ella.
Veía las líneas de los hechizos que lo tenían cogido, pesadas cuerdas de oscuridad, un enredado laberinto de líneas por todo su cuerpo. Había una forma de salir de aquel nudo, si giraba así, y después así, y separaba las líneas con sus manos, así; y entonces estuvo libre.
Ya no podía ver a la mujer. Estaba solo en la habitación, de pie y libre.
Todos los pensamientos que no había sido capaz de pensar durante días y semanas se agolpaban en su cabeza, una tormenta de ideas y de sentimientos, una pasión de furia, de venganza, de lástima, de orgullo.
Al principio lo invadieron endiabladas fantasías de poder y de venganza: liberaría a los esclavos, ataría a Gelluk con cadenas de hechizo y lo arrojaría al fuego, lo ataría, lo dejaría ciego y lo abandonaría allí para que respirase los humos que emanaba el mercurio en aquella bóveda, en la más alta, hasta que muriera… Pero cuando sus pensamientos se tranquilizaron y comenzaron a aclararse cada vez más, supo que no podría derrotar a un mago de grandes habilidades y poderes, ni siquiera si aquel mago estaba loco. Si tenía alguna esperanza, ésta era aprovecharse de su locura, y conducir al mago hasta su autodestrucción.
Reflexionó. Todo el tiempo que estuvo con Gelluk había intentado aprender de él, entender lo que el mago le estaba diciendo. Sin embargo, ahora estaba seguro de que las ideas de Gelluk, las enseñanzas que él le había impartido con tanto entusiasmo, no tenían nada que ver con su poder ni con ningún poder verdadero. La minería y el acrisolamiento eran en verdad grandes oficios, con sus propios misterios y dominios, pero Gelluk parecía no saber nada acerca de aquellas artes. Todo lo que decía sobre el Rey de todas las cosas y sobre la Madre Roja eran simplemente palabras. Y no eran las palabras adecuadas. Pero ¿cómo sabía Nutria todo aquello?
En todo su torrente de habladurías, la única palabra que Gelluk había dicho en el Habla Antigua, el lenguaje con el cual se hacían los hechizos de los magos, era la palabra turres. Había dicho que significaba semen. El don de magia de Nutria había reconocido aquel significado como el verdadero. Gelluk había dicho que aquella palabra también significaba mercurio, y Nutria supo que estaba equivocado.
Sus humildes maestros le habían enseñado todas las palabras que conocían de la Lengua de la Creación. Entre ellas no estaba ni la palabra semen ni la que da nombre al mercurio. Pero sus labios se separaron, su lengua se movió: «Ayezur», dijo con la voz de la esclava en la torre de piedra. Era ella la que sabía el verdadero nombre del mercurio y ella quien lo había dicho a través de él.
Luego, durante un rato, se quedó inmóvil, de cuerpo y mente, y comenzó a entender por primera vez dónde yacía su poder.
Se quedó de pie en la habitación cerrada, inmersa en la oscuridad, y supo que se iría libre, porque ya era libre. Una tormenta de alabanzas lo atravesó.
Después de un rato, deliberadamente, entró una vez más en la trampa de cadenas de hechizo, regresó al lugar donde había estado, se sentó sobre el jergón, y siguió pensando. El hechizo de aprisionamiento todavía estaba allí, pero sin embargo ahora no tenía poder alguno sobre él. Podía entrar y salir de él como si fueran meras líneas pintadas en el suelo. El agradecimiento por aquella libertad latía en él tan rápido como su corazón.
Pensó en lo que debía hacer, y en cómo debía hacerlo. No estaba seguro de si él la había invocado o si ella había venido por voluntad propia; no sabía cómo le había dicho aquella palabra del Habla Antigua, a él o a través de él. No sabía lo que estaba haciendo, ni lo que ella estaba haciendo, y estaba casi seguro de que si realizaba cualquier hechizo, Gelluk se despertaría. Pero, por fin, precipitadamente, y lleno de temor porque tales hechizos eran simplemente un rumor entre aquellos que le habían enseñado su magia, invocó a la mujer de la torre de piedra.
La trajo a su mente y la vio como la había visto, allí, en aquella habitación, y la llamó; y ella vino.
Su espectro se quedó de pie justo fuera de las cuerdas de la telaraña del hechizo, mirándolo fijamente, y viéndolo, porque una esfera de luz suave, azulada, y que venía de ninguna parte, llenaba la habitación. Le temblaban los labios ulcerosos y en carne viva, pero no dijo nada.
Él habló, y le dijo su nombre verdadero: —Yo soy Medra.
—Yo soy Anieb —susurró ella.
—¿Cómo podemos liberarnos?
—El nombre.
—Aunque lo supiera… Cuando estoy con él no puedo hablar.
—Si yo estuviera contigo, podría utilizarlo.
—No puedo llamarte.
—Pero yo puedo venir —dijo ella.
Miró a su alrededor, y él levantó la vista. Los dos sabían que Gelluk había sentido algo, que se había despertado. Nutria sintió que sus ataduras se tensaban y lo ligaban con más fuerza, y la vieja sombra se oscureció.
—Vendré, Medra —dijo ella. Extendió su delgada mano con el puño cerrado, luego la abrió con la palma hacia arriba, como si estuviese ofreciéndole algo. Y después desapareció.
La luz se fue con ella. Estaba solo en la oscuridad. Las frías garras de los hechizos lo agarraron por la garganta y lo ahogaron, le ataron las manos y le presionaron los pulmones. Se agachó, jadeando. No podía pensar; no podía acordarse de nada. «Quédate conmigo», dijo, y no sabía a quién le hablaba. Tenía miedo, y no sabía a qué le tenía miedo. El mago, el poder, el hechizo… Todo era oscuridad. Pero en su cuerpo, no en su mente, ardía un conocimiento que ya no podía nombrar, una certeza que era como una pequeña lámpara entre sus manos en un laberinto de cavernas subterráneas. Mantuvo la vista fija en aquella semilla de luz.
Lo invadieron extraños y diabólicos sueños de asfixia, pero no se apoderaron de él. Respiró profundamente. Por fin se quedó dormido. Soñó con extensas laderas veladas por la lluvia, y la luz brillando a través del agua. Soñó con nubes que pasaban sobre las orillas de las islas, y con una alta, redonda y verde colina que se alzaba al final del mar, entre la bruma y bajo la luz del sol.
El mago que se hacía llamar Gelluk y el pirata que se hacía llamar Rey Losen habían trabajado juntos durante años, cada uno apoyando e incrementando el poder del otro, cada uno creyendo que el otro era su sirviente.