Federico Andahazi
Cuentos
EL DOLMEN
Fue el mismo año en que los flemáticos servicios británicos convirtieron al líder de la irlandesa Liga de Orange en un cedazo de carne, hecho con veintitrés disparos de una Browning; el mismo año en que las milicias de la Irish Revenge transformaron al jefe general de la Scotland Yard en un puzzle de trescientas cuarenta y ocho piezas imposibles de armar, con los siete kilos de trotyl que pusieron debajo de su flamante Jaguar V 12. Fue el mismo año, en fin, en que, siete mil millas al sur, la Real Marina hacía del buque Manuel Belgrano una brasa crepitante que hervía las aguas heladas mientras se hundía de culo hacia el fondo del Atlántico.
Aquel mismo año, Segundo Manuel Rattaghan se presentó como voluntario a las reservas del ejército con un único y secreto propósito. Dos días después, Rattaghan era un recluta rapado, aturdido y metido en un uniforme de soldado raso dos números mayor que su exiguo talle. Le colgaron una mochila a los hombros, y, junto con otros diecinueve hombres, lo arriaron hasta un Unimog desvencijado, lo bajaron en la base aérea del Palomar, lo hicieron subir por el trasero abierto en flor de un Hércules y, al día siguiente, lo bajaron en el flamante Puerto Argentino.
La división de voluntarios que integraba Segundo Rattaghan estaba a cargo del teniente Severino Sosa, un correntino semianalfabeto y aterrado que, hasta entonces, suponía que la guerra consistía en torturar y matar prisioneros maniatados y quebrados, secuestrar mujeres y saquear casas de civiles desarmados. Pero ahora, en aquel compás de espera, bajo la amenaza lenta pero segura del arribo de un enemigo que habría de llegar desde el cielo y el mar, no podía evitar un terror que le vaciaba las tripas. Su tropa tenía la misión de llegar por tierra hasta Ganso Verde y a su paso minar toda la franja de playa de punta a punta. En Ganso Verde se unirían a otra división y avanzarían hasta la orilla de la Gran Malvina, dónde tenían que cavar las trincheras para resistir el desembarco enemigo.
El soldado Rattaghan no hablaba con nadie. No parecía mostrar ninguna preocupación ante la llegada del enemigo. Se diría que la inminencia de la guerra lo tenía sin el menor cuidado. No mostraba signos de frío ni de hambre ni de miedo, ni siquiera de tedio durante aquellas eternas horas muertas de la espera. Podía adivinarse que su propósito era otro. Que había llegado a Malvinas para librar su propia guerra.
El teniente Severino Sosa había encontrado que, para morigerar el miedo propio e infundirse ánimos, tenía que mantener a la tropa permanentemente aterrada con gritos, amenazas y humillaciones. El teniente no podía tolerar la pasmosa tranquilidad del soldado Segundo Rattaghan. Miraba a su subordinado con una mezcla de aprensión, recelo y cierto temor que se resumía en un desprecio que pronto habría de desaguar en odio. No hubiese habido forma de hacerle entender al teniente que aquel apellido no era inglés, sino irlandés y que un irlandés -o su descendencia- era una entidad completamente diferente la de un inglés. Por añadidura, a último momento, el teniente había sido notificado por la comandancia de que el voluntario Rattaghan tenía un hermano mayor cuyo paradero aquella misma comandancia decía desconocer, aunque se presumía -según un parte del ministerio- que su denunciada desaparición había sido voluntaria y ahora, quizá, se hallara en el exterior o, quién sabe, tal vez hubiera sido muerto por sus propios camaradas de armas marxistas-leninistas. Lo cierto es que el soldado Rattaghan había presenciado, siete años antes, cómo su hermano había sido sacado de su cuarto, arrastrado por los pelos los pelos escaleras abajo hasta la calle y molido a patadas por incontables borceguíes iguales a los que él mismo ahora llevaba puestos y así, medio muerto y a la rastra, lo habían tirado sobre la caja de un Unimog idéntico al que había transportado al soldado Rattaghan a la base aérea. Desde entonces, jamás volvió a ver a su hermano mayor.
El segundo día de espera y para ilustrar a la tropa de cómo se procedía con aquellos que contravinieran órdenes, el teniente hizo formar a la tropa delante de las trincheras y, hecho una hiena, furioso y vociferante, a ver manga de putas, pedazos de mierda, decía, pronto vamos a tener visitas, decía, vamos a ver, imbéciles, cómo se trata a un inglés y entonces, con una rama que usaba como bastón, señaló al soldado Rattaghan y ladró, a ver, Rata, rata inglesa hija de puta, al frente. El soldado Rattaghan avanzó un paso. Entonces Severino Sosa ordenó que lo estaquearan. Crucificado el soldado contra la nieve, el teniente se encargó de sujetar los nudos atados a sus muñecas hasta que la soga se metió en la carne. Rattaghan no despegaba la vista de los ojos de su superior y aun cuando el sisal había empezado a teñirse de rojo, el soldado no había siquiera lanzado un gemido. Permaneció crucificado por el término de doce horas.
Si faltaba una lata de conservas, el ladrón había sido el soldado Rattaghan; si se oía un murmullo cuando el teniente había ordenado silencio, el soldado Rattaghan había sido el contraventor y si llovía o, peor, nevaba, la culpa era, desde luego, de Rattaghan. En una ocasión desapareció una barra de chocolate que el teniente se tenía reservada para sí. Severino Sosa hizo formar a la tropa y se encaminó derecho al soldado Rattaghan.
– Rata inmunda -le dijo-, abra la boca.
Entonces toda la tropa pudo ver cómo Severino Sosa le arrancaba los dos incisivos superiores con una tenaza de sacar clavos y los guardaba, a guisa de trofeo, en un bolsillo de la chaqueta. El soldado Segundo Manuel Rattaghan, sangrante, tembloroso pero erguido, no emitió siquiera una queja. De no haber tenido un único, secreto e inquebrantable propósito, se hubiese desmayado del dolor. En otra oportunidad, el teniente notó que faltaba un atado de los habanitos que acostumbraba a fumar. Entonces decidió usar como cenicero al soldado Rattaghan: uno por uno, apagó los trece cigarros que se fumó en el día, en los huevos de su subordinado.
Al quinto día, desde el fondo del horizonte, se escuchó un tronar creciente, apocalíptico. Una formación de Harriers, poco menos, afeitó las nucas de los soldados. Inmediatamente después sobrevino un destello cadmio que encegueció al soldado Rattaghan.
Fue una explosión cuyo estruendo fue tal que ni siquiera la oyó; el soldado Rattaghan voló, literalmente, a una distancia de sesenta metros. Intentó ponerse de pie pero no pudo. Estaba sordo y completamente ciego. Conforme fue recuperando la visión, pudo descubrir el panorama más aterrador que jamás hubiera visto: desparramados alrededor de un cráter todavía incandescente, yacían, desmembrados y humeantes, los restos de sus compañeros. A pesar de que había perdido toda noción de tiempo y espacio -la conmoción fue tal que tuvo que hacer esfuerzos para recordar su propio nombre- no olvidó cuál era su propósito, en ese lugar que ahora ni siquiera reconocía. Rattaghan se arrastró apoyado sobre los codos, buscando quién sabe qué. Se acercó hasta un obús retorcido que brillaba como una brasa y ahí, al calor de aquella hoguera metálica, intentó recuperar aliento. Tenía una necesidad de dormir como nunca antes había experimentado. Entonces tuvo la certeza de que aquello no era sueño, sino el dulce arrullo que precede a la muerte. De no haber tenido un único y secreto propósito hubiese cedido a la tentación del sueño fatal.
El soldado Rattaghan no hubiera podido precisar con cuántos cadáveres se topó en su marcha reptil hacia ninguna parte. Se había arrastrado en círculos. De pronto supo qué era, en verdad, lo que buscaba. Buscó en las caras desfiguradas y en los miembros desperdigados, buscó en los uniformes, reptando, siempre reptando, buscó en las formas de las mochilas y de los pertrechos, entre la nieve y revolviendo la chatarra de los restos de los armamentos; como un perro, elevó la nariz hacia el cielo y buscó en el olor del aire. Fue un ruido sutilísimo. Un suspiro. Entonces giró la cabeza y pudo ver un temblor finísimo en la nieve. Como un lagarto, corrió hacia aquel promontorio palpitante y hurgó en la escarcha con la yema -ya insensible- de los dedos; tocó un borceguí; giró sobre su eje ventral y cavó con ambas manos hasta tocar una barbilla pétrea. Entonces pudo descubrir que aquello era su teniente, Severino Sosa. Por primera vez desde su llegada a Malvinas, rió. Rió como jamás se había reído.