Enterrado como estaba su teniente, le cacheteó las mejillas y, cegado por la fiebre y el dolor, le dijo sin dejar de reírse, miráme hijo de puta y entonces, el soldado Rattaghan se levantó el labio y le mostró las cuencas vacías de los dientes que le había arrancado el día anterior y miráme hijo de puta, le gritó y le enseñaba las muñecas llagadas por el sisal de la cuerda con la que lo había estaqueado la tarde anterior y miráme hijo de puta, le decía sin dejar de reírse, a la vez que le abría los párpados yermos para que le viera los huevos escaldados. De no haber tenido un único y secreto propósito, lo habría matado ahí mismo. El soldado raso Rattaghan tomó a Severino por las axilas y arrastrándose con los codos y las rodillas, lo desenterró por completo. Lo sentó sobre un peñasco y, sosteniéndole la cabeza por los pelos, le dijo, no te vas a morir ahora hijo de puta, ahora no. El teniente se desplomó sobre sus propias rodillas. Severino Sosa se moría. Lo volvió a recostar, se llenó los pulmones con aquel aire filoso, le tapó la nariz y, labio contra labio, le dio de su propio aire para que respirara.
El soldado Rattaghan llenó una mochila con los víveres diseminados, improvisó una camilla hecha de trapos y madera sobre la cual recostó a Severino Sosa, se cruzó el FAL sobre el pecho y, como un perro de tiro, emprendió el descenso de aquel monte. Había caminado desde que el sol era una mancha difusa sobre el horizonte hasta que se clavó en medio de la bóveda plomiza del cielo. Caminaba entre las montañas sin saber adónde. Estaba completamente perdido.
En el límite de sus fuerzas y cuando suponía que no podía dar un paso más, el soldado Rattaghan pudo ver una delgada columna de humo blanco en la ladera de una montaña; no era -se dijo- el vestigio de un bombardeo. Se acercó cautelosamente y entonces distinguió una breve chimenea de caño. Volvió a levantar el precario palanquín sobre el cual yacía el teniente y emprendió nuevamente la marcha. Cuando faltaban no más de diez pasos para llegar a la casa, exhausto, desfalleciente y casi congelado, el soldado Rattaghan se desmoronó.
Cuando abrió los ojos tuvo la alucinatoria certeza de que se encontraba en su casa. El soldado Rattaghan miró en derredor. Sobre la mesa de luz junto a la cama, pudo ver una imagen de Santa Brígida igual a la que tenía su madre en el dormitorio. Más allá, sobre una repisa hecha de listones, descansaba una Biblia en inglés y, en otro estante, pudo leer los lomos de otros libros ordenados sin demasiado criterio. Había obras de Joyce y de Yeats, de Synge y de Burke, de Goldsmith, de Swift y unos volúmenes de lomos marrones e ilegibles. Hubiera jurado que era la biblioteca de su hermano. Desde su perspectiva, sobre su cabeza, el soldado Rattaghan pudo ver la cruz invertida de un rosario celta. Era cierto -se dijo- que aquel techo de listones de madera tibia y hospitalaria no era el de su casa. Pero lo que le hacía suponer que todo aquello no era más que un desvarío, era el hecho de que estaba escuchando una vieja canción irlandesa en idioma gaélico que únicamente le había escuchado cantar a su abuelo. Se incorporó sobre los codos y entonces comprobó que estaba sobre una cama. Más allá, un hombre alimentaba una salamandra sobre cuyo crisol se cocinaba un guiso. Era un viejo que presentaba el porte de un dolmen: gigante, erguido y de una indiferencia que se diría pétrea. Tenía el pelo blanco recogido en una cola de caballo y unos ojos azules enmarcados en unas lentes montadas al aire sobre el puente y las patillas de oro. Llevaba un inadecuado sobretodo negro y bastante raído, largo hasta los tobillos, que le confería una apariencia cuáquera. Siguió los movimientos de aquel hombre enorme. Adonde iba, llevaba consigo un vaso repleto de whisky. Sin quitar la vista del fuego que ardía en la salamandra, el viejo musitó en un español sinuoso pero decidido:
– Puede llamarse afortunado. Apenas tiene una luxación en los hombros y las rodillas, dos falanges quebradas, una costilla fisurada, el tabique de la nariz roto y unos cuantos raspones. Mi nombre es Sean Flanaghan.
El soldado Rattaghan se contempló cuán largo era y, sólo entonces, pudo comprobar que estaba casi por completo entablillado.
– En cuanto a su compañero, soy menos optimista -dijo el viejo señalando a la derecha de Rattaghan.
El soldado giró la cabeza y, por sobre el promontorio de la almohada, pudo ver otra cama paralela donde yacía moribundo Severino Sosa. Tenía vendada la cabeza hasta las cejas, ambos brazos entablillados y la pierna derecha afirmada oblicua sobre la piecera de la cama. Estaba destrozado.
– Lo que ve no es nada, el problema son las hemorragias internas.
El viejo se puso de pie y caminó hasta el soldado Rattaghan. Se sentó en el borde de la cama y le abrió la boca, examinando el lugar vacante de los incisivos superiores.
Éstas no son heridas de guerra -musitó como para sí mientras le mojaba las encías con whisky-. Tampoco éstas -dijo a la vez que le examinaba las quemaduras de los testículos- esto parece más bien un cenicero.
El soldado Rattaghan bajó la vista. El viejo se levantó y caminó hasta la cama improvisada donde yacía el teniente. Lo señaló con la botella y preguntó:
– ¿Fue él?
El soldado negó sin mirar a su interlocutor. El viejo se rascó la cabeza y musitó en inglés un "no comprendo". Fue hasta la salamandra y volvió frotándose el mentón.
– Fue él -afirmó, mirando por primera vez a los ojos del soldado. Rattaghan volvió a negar con la cabeza. El viejo se bebió el vaso de whisky de un solo sorbo, caminó hasta la mesa de luz, tomó algo del interior del cajón, exhibió su puño cerrado frente a las rotas narices del soldado y abrió suavemente la mano. Entonces Rattaghan pudo ver sus dos dientes.
Estaban en el bolsillo de la chaqueta de su amigo y creo que le pertenecen a usted.
Luego le mostró uno de los habanitos que había encontrado en las ropas del teniente, cuyo diámetro coincidía exactamente con las quemaduras que el soldado presentaba en la piel.
Sean Flanaghan fue hasta el fondo del cuarto hasta donde no llegaba la luz que brotaba del crisol abierto de la salamandra y regresó de la penumbra con un rifle de doble caño. Lo cargó con sendas balas, se acercó al teniente, apoyó los caños en la frente de Severino Sosa, amartilló y, en el mismo momento que estaba por disparar, escuchó el alarido del soldado Rattaghan.
– ¡No! Por favor, le suplico que no lo haga.
El viejo miró al soldado con una mezcla de asombro y fastidio.
– ¿Por qué no? -preguntó con la mayor naturalidad.
Entonces el soldado Rattaghan habló. Le contó lo que jamás había dicho a nadie. Le habló en un inglés clarísimo. Le explicó por qué no podía matarlo y cuál era su propósito en aquella guerra. Primero le contó que su abuelo había nacido en Belfast, que muy joven llegó a la Argentina, que su padre había sido casero de la estancia de los Anchorena, que la abuela había sido institutriz; le habló acerca de su madre y de la imagen de Santa Brígida, igual a la que ahora descansaba sobre su mesa de luz. Y le dijo, también, que había tenido un hermano. Entonces volvió a tomar aliento y habló. Le habló de su hermano mayor, le dijo que se llamaba Patricio, Patricio Rattaghan, que también leía a Joyce y Yeats, a Synge y a Burke, a Goldsmith, a Swift y a otro irlandés que era en realidad argentino, Rodolfo Walsh, que también su hermano escribía y entonces le recitó una poesía, podía recitar todo el libro, le contó que una noche de julio de 1976 un camión del ejército se estacionó en la puerta de su casa, que se bajaron diez hombres armados y se lo llevaron a la rastra, que lo molieron a patadas, que él, Segundo Manuel Rattaghan, escondido tras la puerta, tuvo pánico, que no entendía nada, que, literalmente se cagó de miedo, que, a través de sus ojos infantiles, Había visto todo y que jamás se perdonó no haber hecho nada, que nunca más lo volvió a ver. Le dijo que lo torturaba el hecho de que, con el paso de los años, se iba borrando de su memoria la cara de su hermano, pero que había un rostro que jamás había olvidado, que desde aquel día se le aparecía todos los días como un mal pensamiento, como una mosca pertinaz, le dijo que nunca había olvidado el rostro de aquel que daba las órdenes cuando se llevaron a su hermano. Le contó que, desde entonces, no había hecho más que buscar esa cara. En los subtes, en lo colectivos, entre los transeúntes, en todas partes, hasta que un buen día vio aquel rostro en la televisión, en una nota que les hacían a los heroicos soldados del batallón 63.3 que habían sido los primeros en pisar las islas recuperadas, entonces aquel rostro no pudo sustraerse al hambre de gloria y dijo su nombre mirando a cámara: Teniente Severino Sosa. Fue cuando él, Segundo Manuel Rattaghan, decidió presentarse como voluntario al batallón 63.3. Entonces, señalando al hombre que yacía a su lado, le dijo al viejo: