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EL SUENO DE LOS JUSTOS

Fue el mismo año en que las tropas de la confederación convirtieron al general Eusebio Pontevedra en un rosario toba, trenzado con el cuero que le arrancaron del lomo y engarzado con las cuentas amarillentas de sus propios dientes; el mismo año en que los ejércitos unitarios decapitaron al coronel Valladares y se disputaron el trofeo de su cabeza -todavía gesticulante- en un juego de pato. Aquel mismo año, en el día de San Simeón -que es el santo de los comisionistas-, mi teniente me encomendó el traslado de una prisionera desde el cuartel de Quinta del Medio hasta cierto monte perdido al otro lado de la frontera, donde debía ser fusilada y bien enterrada por un servidor.

– Queda a su cargo y bajo su responsabilidad -me dijo mi teniente, Severino Sosa, a la vez que me entregaba un fusil y una pala, al tiempo que una guardia de cuatro soldados conducía a la cautiva hacia el portón del cuartel.

La prisionera era una anciana cuya mínima humanidad estaba hecha de piel sobre hueso. Tenía un ligero rubor en la nariz que parecía ser el único indicio vital y un orgullo un tanto agrio, propio del rigor de talante que tienen los gringos. Estaba elegantemente resignada a una manea que le sujetaba las muñecas, montada a pelo sobre un percherón de grupa cuadrada que era mucha bestia para tan poco jinete.

Severino Sosa había planificado y ejecutado personalmente la captura de Mary Jane Spencer, una inglesa que había contraído matrimonio con cierto ministro enemigo. El propósito de la operación era el de negociar el intercambio de todos nuestros prisioneros y forzar la capitulación de las tropas de ocupación; de paso mi teniente aspiraba de este modo a conseguir el merecido ascenso a coronel y el reconocimiento d nuestro jefe general, el Comandante Libardo de Anchorena.

Sin embargo, algo había salido maclass="underline" supe de boca de cierto cabo que la cautiva, Mary Jane Spencer no era Mary Jane Spencer, sino que resultó ser Miss Seaned O'Hara; que no era inglesa sino irlandesa; que no era la esposa del ministro enemigo, sino la abuela de cierto reputado militar; que no la habían sacado de la casa del ministro, sino que Severino Sosa había entrado por error a la casa del comandante Libardo de Anchorena, a la sazón jefe general de todas nuestras divisiones y vecino casual de aquel ministro de la ocupación.

Mi teniente estaba en problemas; no solamente porque ya no había prisioneros que negociar, ni teníamos forma de forzar a la ocupación a presentar bandera blanca: había secuestrado, lisa y llanamente, a la venerable abuela del comandante, madre mía, que de haber sido creyente me hubiera encomendado a Santa Lucrecia, que es la santa que protege a los soldados de la ira de los superiores. Por mucho menos, el comandante había mandado a despellejar vivo al finado sargento Obregozo -Dios lo tenga a su diestra- y para rematarlo lo mandó a decapitar.

Severino Sosa se pasaba las horas fumando en su pipa de espuma de mar y caminaba como un tigre enjaulado de aquí para allá, y que para qué carajo se gasta uno el seso si estos imbéciles se meten en cualquier casa y amordazan a la primera que se les cruza, bramaba señalándonos con su bastón de palo de rosa, y que qué mierda hacemos ahora con la vieja, vociferaba hecho una hiena mi pobre teniente que ya no sabía cómo desembarazarse del lastre de sus propias culpas pero, sobre todo, de la urgencia del asunto: al día siguiente, el comandante Libardo de Anchorena -que había jurado desollar vivos a los miserables raptores de su santísima abuela- iba a venir a pasar revista a la tropa y a inspeccionar personalmente el cuartel.

Cerca de la madrugada y sin haber pegado un ojo, Severino Sosa me llamó a su despacho:

– Llévese a la gringa -me ordenó, sin darme más precisiones.

– ¿Y adónde la voy a llevar, mi teniente? -recuerdo que le pregunté antes de que metiera la mano en la vaina y, rojo como un ají, me sacara de su despacho a punta de sable.

– Mátela; llévesela lejos y mátela -me ordenó antes de perderse al otro lado de la puerta.

Partí con la cautiva antes de que despuntara el alba. Cabalgábamos en silencio. La gringa ni siquiera se dignaba a mirarme. Debo confesar que me rompía el corazón verla maniatada como una oveja. Antes de llegar a la frontera me apeé y le desaté las manos. Pero la vieja no despegaba la vista de un punto situado más lejos que el horizonte.

– ¿Quiere agua? -le pregunté a la vez que le ofrecí la bota que aún conservaba el agua fresca. Pero ni siquiera tuvo el decoro de darme vuelta la cara. Sólo Dios sabe cuánto me atormentaba aquella indiferencia.

Cerca del mediodía paramos a la orilla de Laguna del Medio. La gringa no mostraba signos de fatiga, ni de hambre, ni de sed, ni de tedio, ni siquiera del miedo a la muerte próxima. Tenía un orgullo tan grande como mi vergüenza. Aquel montecito que nacía de la laguna era el lugar adecuado, me dije. La alcé en mis brazos, la bajé del caballo y la recosté sobre la arena negruzca. La gringa dejaba hacer. Iba a cargar el fusil, pero me pareció demasiado para un cuerpecito tan menudo. Desenfundé el puñal y, sin siquiera mirarla, calculé la fuerza del puntazo sobre el corazón. Si solamente me hubiera insultado; si me hubiera dado cuantimenos un motivo, una excusa…; Pero nada, la vieja era como un cordero indefenso y a la vez tan arrogante. No. Así no podía. Caminé hasta el apero de mi caballo y me infundí coraje con un trago de vino que traía en otra bota. Sólo entonces pude ver que la gringa miraba el hilo rojo que caía del pico con unos ojos hechos de una ansiedad infinita, a la vez que agitaba las aletas de la nariz como si acabara de oler el perfume más hermoso de este mundo. Le tendí la bota como quien ofrece una última voluntad. La vieja se incorporó un poco y con la fuerza de un oso que tira el zarpazo, con la rapidez invisible de la lengua de un sapo, me la arrebató de un manotón; vi, azorado, cómo aquellos dedos sarmentosos y decrépitos apretaban el cuero de la bota con la firme voluntad de las boas cuando atrapan su presa. En un mismísimo santo y amén la gringa se había tomado hasta la última gota. Soltó un eructo medieval, volvió a recostarse y, por primera vez, me miró; me miraba con los más dulces y agradecidos ojos con los que jamás nadie me haya mirado. Estaba completamente borracha y, viéndola como entonces la vi, comprendí que era aquel el orden natural de su espíritu; viéndola como entonces la vi, supe que así, borracha como una cuba, era como se componía su sobria relación con las cosas de este mundo; que así, con la materia de los reposados vapores que encierran los toneles, de aquella misma sustancia, estaba hecho el espíritu de los irlandeses. Viéndola coma la vi entonces, supe definitivamente que no podía matarla. La gringa, mansamente recostada sobre su cadalso, cantaba la canción más dulce que jamás se haya cantado; cantaba en un idioma tan grato y tan remoto que se diría que no era de este mundo. Así, con los ojos cerrados y susurrando, me hizo un lugar entre el crucifijo que llevaba prendido al cuello y su pecho y así, debajo del ala cálida de su mano sobre mi mejilla, así, con el sueño de los justos, así me dormí. Dormí durante un tiempo incalculable; dormí como si dormir fuera algo nuevo y hasta entonces desconocido.

Despertamos prófugos. Antes de que el sol se pusiera detrás del monte, bordeamos la laguna rumbo a la frontera cenagosa que une Quinta del Medio con Paso de los Monjes. La gringa llevaba al percherón por el bozal y no se entendía cómo semejante mole se sometía mansamente a la voluntad de aquella mujer mínima y encorvada; yo, por mi parte, tenía que luchar con mi caballo que se retobaba, a cada paso, conforme se alejaba de la querencia. Era noche cerrada cuando alcanzamos el otro lado de la frontera; sólo entonces comprendimos que, en verdad, no sabíamos a dónde ir. Haciéndolos durar mucho, solamente teníamos víveres para no más de un día: un poco de charqui, unas galletas y casi nada de vino. Íbamos, quién sabe por qué, hacia el norte. No me empujaba el miedo, ni el recuerdo del finado cabo Paredes, aquel que había desertado y, como medida ejemplar, mi teniente lo había colgado cabeza abajo -que es un decir porque ya lo había hecho decapitar- para que quedara claro qué se hacía con los que huían; No, no me animaba el miedo, sino el susurro dulce de la gringa que cantaba, sus manos que acariciaban la testuz del caballo que la seguía mansa y ciegamente; no me llevaba la cobardía, sino la convicción de que ya nunca me iba separar de aquella mujer, porque, lo sabía, entre el crucifijo y su pecho, debajo del ala tibia de su mano, nada malo podía depararme este mundo. De haber tenido una casa, allí la hubiera llevado; pero jamás tuve otro hogar que el de los cuarteles de campaña, ni más familia que la de mis camaradas, ni Federación, ni Unión, ni otra Patria más que la silla de mi caballo.