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Fue una noche larga y tensa. Quinta del Medio guardó una temerosa vigilia, sobresaltada por los furiosos anatemas en latín que podían oirse de extremo a extremo del pueblo. Con las primeras luces del alba, una procesión hecha de miedo y asombro acompañó a la enferma -maniatada y rugiente- desde la casa hasta la Sala de Mesmer. Una multitud se hacinaba expectante, esperando la curación. Cuando finalmente el médico -ayudado por diez asistentes- subió a la enferma a la tarima, se desató una ovación como si fuera a iniciarse un acto circence. El doctor Perrier pidió silencio. La enferma, atada por la muñecas y los tobillos, se revolvía más furiosa que nunca. Los asistentes se alejaron a una distancia prudente y el médico quedó cara a cara con la mujer. Primero posó la palma de su mano en la frente de la enferma y, con voz imperativa, le ordenó que se durmiera. Esto último pareció tener un efecto inmediato: la mujer, exánime, dejó caer pesadamente la cabeza sobre el pecho. Luego le ordenó que se pusiera de pie. Como una sonámbula, así lo hizo. El doctor le explicó que ahora él contaría hasta diez y que, cuando concluyera la cuenta, ella se olvidaría de todo cuanto hubo sucedido desde la noche anterior. El médico contaba lentamente y, entre un número y el siguiente, la conminaba a que recordara los momentos más felices de su vida. La expresión de la enferma había cambiado de aquella mueca bestial de fiera a una actitud de tierna mansedumbre. El público, boquiabierto, seguía los movimientos del médico con una mezcla de asombro y pleitesía. El padre Toribio de Almada, sentado en el rincón más oscuro de la sala, pedía perdón a Dios por no poder ver alegrarse a su corazón por la recuperación de la mujer. Finalmente el doctor concluyó la cuenta de diez. Le ordenó a la paciente que despertara, a la vez que le desataba los pies y las manos. La mujer tambaleó un poco, sacudió levemente la cabeza y, para espanto del médico, vio cómo sus ojos se abrían con la expresión de malicia más espantosa que jamás haya visto. Libre de ataduras, Robustiana Paredes, poseída y furiosa, se abalanzó sobre el cuello del médico, prorumpiendo en maldiciones dichas con aquella misma voz masculina y cavernosa. El cura saltó de su silla y, aterrado, vio como la multitud que hasta hacía unos momentos aplaudía, ahora se contagiaba de una furia idéntica a la que exhibía Robustiana Paredes. Ayudado por sus colaboradores, el médico pudo escapar de las manos de la poseída y correr escaleras abajo. El padre Toribio de Almada, considerando la iracundia general repentina y, sobre todo, su proximidad con la puerta, huyó calle arriba. En su carrera pudo escuchar cómo la turbamulta bramaba frases en latín. A su lado corría el doctor Perrier.

5

Desde lo alto del campanario, el padre Toribio de Almada y el Doctor Perrier veían como la multitud derribaba a golpes de hacha el sauce magnetizado de la plaza y destrozaba todo cuanto se interponía a su paso. El pueblo entero estaba ahora poseído. Las pocas almas que habían podido escapar de la epidemia y de la furia se habían recluido en la parroquia. Había que pensar con serenidad y deponer reproches y rencores; ahora se trataba de sobrevivir, repartir con ecuanimidad los escasos víveres existentes que, aun sabiamente racionados, no alcanzarían para más de una semana. La situación parecía no tener solución aparente. Cuatro días habían pasado desde el inicio de los acontecimientos. Aquello era el fin de Quinta del Medio. Los poseídos asesinaban el ganado y se entregaban a diabólicas ceremonias en torno a sus restos, quemaban las cosechas y devastaban los, ya de por sí, poco fértiles campos. Tal era el cuadro de situación que presentaba Quinta del Medio. Pero ahora había una preocupación más inminente: los posesos se habían reunido en la entrada de la parroquia y, entre convulsiones, gritos, maldiciones en latín y araméo, estaban dispuestos a derribar la puerta según habían podido comprobar el cura y el doctor desde lo alto del campanario. En ese preciso momento, una nube de polvo se hizo visible en el horizonte y luego se escucharon los cascos de un sinnúmero de caballos. Los recluidos pudieron comprobar que se trataba de la llegada -que creyeron providencial- del ejército. El coronel Severino Sosa, al frente del pelotón, consiguió dispersar a la multitud de poseídos que se replegó, con diabólica estrategia, en los alrededores de la Intendencia. Acompañado por dos oficiales, el coronel recuperó la iglesia y se encaminó hacia el cura que no paraba de rezar y al médico que no dejaba de tomar apuntes. Con voz imperativa les exigió que le explicaran de qué demonios se trataba todo aquello y que, carajo, hablaran de a uno porque así era imposible entenderlos. El cura le explicaba que el Diablo había poseído al pueblo y el doctor insistía con su tesis de epidemia histerodemonopática. En el límite de la paciencia, el coronel Severino Sosa los conminó a que se callaran. Entonces dio su impresión del asunto, qué histericia ni Diablo ni mierda, esto señores, dijo, se llama revolución, aquí la única posesión es la que han hecho estos salvajes de los campos y del ganado que no les pertenece. En ese mismo momento el coronel declaró a Quinta del Medio en rebelión política, ordenó arrestos, juicios sumarios y fusilamientos porque, declaró, a estos revolucionarios lo único que los cura es el paredón.