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Ninguna prisa atenazaba al animal. Con paso lento, lánguido y artero se paseó frente a mí describiendo pequeños círculos; luego con salto certero alcanzó la chimenea, removió las cenizas y volvió al centro de la habitación; me observó fijamente, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar.

Todo lo que pudiera decir sobre la felicidad descubierta en ese momento no haría sino empobrecerla. Mi destino se rebelaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura divinidad. El sentimiento de exultación y júbilo alcanzó un grado de intolerable intensidad. Imposible encontrarle parangón. Nada, ni siquiera alguno de esos efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos, paradójicamente, la eternidad, me produjo el efecto logrado por su voz.

La emoción, al hacerme despertar, desterró la visión; no obstante permanecían vivas aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en una media cuartilla hallada en el escritorio.

Al volver a la cama caí en un profundo sueño, del que no se alejaba la conciencia de que el enigma quedaba descifrado, que los obstáculos que de mis días habían hecho un tiempo sin horizontes se derrumbaban vencidos.

Sonó el despertador. Con infinita ternura contemplé la hoja blanca en que se vislumbraban aquellas doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y leerlas de inmediato hubiera sido el recurso más fácil. En vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y nerviosamente con forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo cual, estremecido por un leve temblor, corrí a leer el mensaje.

Veinte años tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no puede ser gratuito. La solemnidad de ese sueño no debe atribuirse a un simple desperfecto funcional. No, había algo en su mirada, sobre todo en su voz, que hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la representación de una fuerza y de una inteligencia instaladas más allá de lo humano. Y sin embargo, con estupor y desolada vergüenza, debo confesar que las palabras anotadas eran apenas una mera enumeración de sustantivos triviales y anodinos, que asociados no hacían sentido alguno. Por un momento dudé de mi cordura. Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas. Uní todas las palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí días y noches en minuciosas y estériles combinaciones filosóficas. Nada logré poner en claro.

El revelárseme que los signos ocultos están inficionados de la misma torpeza, del mismo caos, de la misma desgana, que padecen los hechos visibles, lejos de abatir mis esperanzas ha acabado por fundamentarlas.

Sé que una noche volverá la pantera. Tal vez tarde en hacerlo otros veinte años. Entonces hablaremos de esas palabras que ya nunca podré olvidar, y juntos, ella y yo, trataremos de aclararlas y hallarles su sentido. Tal vez no viniera, como yo imaginé, a descifrar mi destino, sino a implorar un auxilio para desentrañar el suyo.

México, mayo de 1960

Hora de Nápoles

El sol cae a plomo. Un calor africano fustiga la ciudad a despecho del invierno que en esos mismos días, en esos instantes precisos, se encarniza con el resto del país. La gente se arracima junto a los barandales del muelle; permanece inmóvil durante un tiempo que en virtud de la tensión imperante se hace elástico, larguísimo, infinito. Las familias y amigos de los que parten, pequeños grupos aislados al comienzo, forman ya una multitud cerrada. Durante horas no hacen sino mirar fija e intensamente en dirección al barco. Nadie habla; de vez en vez alguna anciana extrae del pecho un pañuelo oscuro y lo agita con desganada tristeza, consciente de la inutilidad del gesto. Hemos embarcado a las once de la mañana; van a dar ahora las cuatro y ellos continúan ahí, calcinados por el sol, petrificados. De ninguna manera es menor la intensidad con que los de cubierta contemplan a sus deudos. Hay una especie de muro invisible que separa a ambos grupos. Un sentimiento general de expectación desgarra el aire, vuela, se arremolina, choca con el muro, y sus astillas, sus gajos, vuelven a añadir, si aun ello es posible, una nueva carga de electricidad en los nervios tensos de los presentes. Todo lo que uno ha oído decir sobre el dramatismo del sur se plasma y magnifica en estas soberbias horas de Nápoles. Han venido los padres, los abuelos; viejas tías en pétreos villorrios calabreses, madres de La Puglie, familias enteras de Nápoles y sus alrededores a despedir a los emigrantes. (Una niña de brazos suelta una carcajada y se calla llena de vergüenza; ha sonado su risa como un sacrilegio, como un golpe de moneda falsa.) Los ojos son los únicos órganos que parecen, tras su aparente estatismo, mantener aún la vida; vítreos, inmóviles; los anima, sin embargo, un afán desesperado, enloquecido, de detener durante esos últimos momentos la imagen del que parte, del que horas más tarde comenzará a ser sólo recuerdo. A juzgar por ese único sector del puerto, Nápoles ha muerto. De golpe se escucha la sirena; un pitido largo; inmediatamente después otro más breve. Suenan clarísimas las cuatro de la tarde y la nave comienza a ponerse en movimiento; ese movimiento grave que es apenas un recoger de cadenas, un girar de hélices. Las horas anteriores existieron sólo para desembocar en ese instante. Una mujer lanza un grito aislado y la multitud le responde con un rugido único, desgarrador e impetuoso. Se alcanza un paroxismo de dolor que estremece hasta al testigo más frío. Las madres se retuercen, corren con los brazos en alto, se desploman bañadas en lágrimas. De entre el rauco vocerío descuellan algunos gritos:

– ¡Torna, Te resino! ¡Te resino, torna súbito!

– ¡Camilo, non ti vedró mai piu!

Y uno simple, elementaclass="underline"

– ¡Figlio! ¡Figlio!

Jóvenes y ancianos se acongojan, lloran, gritan en cubierta. Parecería que aquellos trajes estrechos y entallados fueran a reventar de un minuto a otro debido a las convulsiones que por dentro los sacuden. A mi lado unas viejas sicilianas se destrozan la garganta con gritos y lamentos emitidos en una jerga indescifrable.

* * *

Los rostros, las manos, los pañuelos, se hacen cada vez más diminutos. Al fondo queda la ciudad, colorida, soleada, procaz; luego ella también desaparece. Han comenzado a circular unas botellas de vino; las sicilianas, que hacen por vez segunda el viaje, paladean con fruición la bebida y hablan de Nueva York, de Manhattan. Muchos se acercan a oírlas; los ojos enrojecidos, pero secos; uno entre tantos, un anciano, enarbola su bastón y canta a voz en cuello:

– Mazzolin dei fiori…

La multitud, recuperada, responde con alegría geniaclass="underline"

– Che vien de la montagn…

El ritmo se ha restablecido. ¿Quién ahora va a acordarse de las ancianas que por calles de Nápoles, trepadas en pletóricos autobuses, enlutadas, cubiertas con toscos pañolones, van musitando su oquedad? Nueva York, Manhattan, América, son ahora el presente.

A bordo del «Leonardo da Vinci». Enero de 1962.

Asimetría

Para Luz del Amo

Apenas logra recordar el inicio de la conversación. De cierto sólo sabe que en un momento se levantó, saltó, bailó de alegría para asombro de su hermana, de sus sobrinos y del amigo de su sobrina, a la vez que comentaba que siempre había sabido lo que aquel muchacho sostenía, sí, eso, que el mundo era asimétrico, que la esencia de la materia, de la energía, ¿o de qué diablos, de la vida? era asimétrica. Eso lo explicaba todo: la fuga de Tolstoi de Iasnaia Poliana, la vasta estirpe de Jack el destripador, los cuartetos de Beethoven, la existencia de Auschwitz, los gestos perfectos de la Dietrich, la ebria adolescencia de Rimbaud y sus marchitas jornadas abisinias, la transformación del dinosaurio en iguana, del caballo en cerdo, la obra entera de Shakespeare. Pero ya en ese momento le comenzó a pesar, por una parte, la certidumbre de que no había logrado comprender de qué hablaba, y, por otra, la sospecha de que toda especie animal busca siempre la simetría, si es que simetría era, como él entendía, la regularidad de hábitos que en conjunto determinan el metabolismo de la Naturaleza. Si el hombre desecha una forma, se dijo, era para sustituirla por otra igualmente aspirante a ser simétrica. Ni Altamira, ni el Barroco ni el Bauhaus eran excepción a esa regla, antes por el contrario…