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Y antes se refirió a la ópera

como ejemplo de la aspiración del hombre a crear una forma absoluta, la forma extrema donde el artificio lo es todo: el esquema totalizador de los sentimientos, el lento corte en el espacio de un brazo o de una espada, la caída mortal en medio de un aria inacabable… ¡Las cosas que ahí se dicen! Nadie en la vida se comporta de esa manera, menos cuando está por morir, ni siquiera cuando ama o cuando descubre que ha sido traicionado. ¿Se ha sabido de alguien que en un instante de desesperación se levante y declare: Vissi d’arte, vissi d’amore, non feci mai male ad anima viva!?

– Claro que no -dijo una vez Lorenza, cuando él, muy al principio de su amistad con las hermanas, oponía tímidos reparos al género-, pero quien de verdad ha amado no ha hecho sino expresar en el momento preciso, no tanto las palabras de Cavaradosi: amore que seppe a te vita serbare ci sarà guida in terra, in mar nocchiere e vago farà il mondo a risguardare, sino esa desesperada intensidad que sólo la música que las acompaña logra hacer posible.

– Igual que cualquiera de los tiranos de hoy día repite, sin saber el nombre del personaje o la pieza a que corresponde, alguna línea de un Ricardo o Enrique shakespeariano -añade, como al azar, Celeste.

– Tienes razón, pero no es exactamente a eso a lo que me refiero. En la ópera el lenguaje ideal al que todos aspiramos se potencia con la música -le arrebata Lorenza la palabra-. Claro que es necesario cierto grado de pureza, tanto del autor para crear la forma como del espectador para integrarse a ella. Creerá usted, Ricardo, que hay un momento en que después de oír una fuga de Bach yo soy esa forma, soy-ya-la-fuga. En las otras artes, en la literatura, por ejemplo…

Pero Lorenza por lo general se detiene ahí como si se sumiera en meditaciones profundas. La verdad es que su campo de lecturas era en extremo reducido. Su hermana estaba mejor informada, sabía muchas cosas. En la literatura inglesa daba la impresión de moverse como pez en el agua.

Desde luego en la ópera, en la literatura, en el arte en general, por tratarse de la expresa creación de una forma, esa referencia a la simetría era más visible que en los otros órdenes de la existencia.

Pero, ¿era el artista en sí una asimetría de la Naturaleza, igual que el orate, el criminal o el místico, o era simplemente otro punto de mira que permitía establecer una nueva relación simétrica con el todo?

Simetría: proporción adecuada de las partes de un todo entre sí y con el todo mismo, según el Larousse.

– Sí -repite-, en el arte todo puede explicarse, orientarse y resolverse de la manera que mejor nos plazca. Pero, en cambio, en las relaciones humanas, las que surgen del mero tedio de la vida cotidiana, para no hablar ya de las que crea la pasión… ¡qué exceso de palabras desgastadas, qué montañas de despojos, de costras y cáscaras del lenguaje para llegar a nada!

Hubo un momento durante una enfermedad en que estuvo a punto de morir. ¡De esa enfermedad y Vio entonces una especie de tejido, algo de las visiones que le semejante al revés de un tapiz donde unos produjo les ha hablado hilos de color terroso se trenzaban entre hasta marearlos! sí, se ataban aquí y allá en nudos de distintos tamaños. Cada detalle era en sí confuso, pero el total creaba una forma cerrada. Supo, aún en medio del delirio, que ése era el trazo y el esquema de su vida. ¿Cómo saber si aquella superficie, sus rugosidades y contornos definían una forma simétrica?

¿Simétrica en relación a qué? ¿Y a qué venía ese ejemplo? ¿Qué ilustraba, qué era a fin de cuentas lo que deseaba decir? -se preguntaron todos.

Sencillamente a tratar de explicar lo que ha sido su vida, entenderla ligada a la hipótesis del joven científico amigo de su sobrina, quien comentó que el estudio del neutrón había revelado el principio asimétrico de toda forma de vida, y a su posterior confusión al advertir que no sabía en realidad de qué hablaba. Volvió entonces, ante el fastidio de los demás, a repetir algunas anécdotas personales sobre sus sueños de estudiante y su estancia en París. De ahí las alusiones a una tal Lorenza, a una tal Celeste, mujeres que en alguna ocasión sostuvieron que una de las necesidades esenciales a la especie humana era la de crear una forma y conciliarse con ella, lo que era válido en todos los terrenos, el religioso, el artístico y aun el meramente vegetativo de la existencia diaria. Confiesa que a medida que envejece los cauces de la vida, sus posibilidades, le resultan cada vez más agobiadoramente triviales. No dice, en cambio, que cada día que pasa es mayor su necesidad de responsabilizar a los demás de sus fracasos, que lo único que a veces siente que lo rescata del marasmo definitivo es el sufrimiento. Despedir a una sirvienta puede producirle días de agonía, meterlo en cama, repetirle de manera activa el agobio de la expulsión: la pérdida del reino.

¡Había que verlo en París hacia mil novecientos cincuenta y tantos! ¿Un pobre diablo, ya desde entonces? Tal vez. Pero no perdona la crueldad con que se lo demostraron. Buscaba entonces rescatar su niñez y más que nada la imagen extraviada de su padre. ¿Qué huella había dejado entre quienes lo conocieron aquel secretario de la Legación de México muerto súbitamente a los treinta y seis años, días antes de la caída de París? Al día siguiente de su llegada fue a visitar la tumba. ¿Podría su orfandad precoz explicar ciertas reacciones? Es decir, ¿a alguien que viviera otras circunstancias le habría impresionado de la misma manera el trato con Lorenza y Celeste? Es casi seguro que no. El propósito visible de aquella estancia fue el de seguir un curso de composición en el Conservatorio. Encontró a algunos mexicanos radicados desde siempre en París que decían recordar muy bien a su padre, pero al interrogarlos de cerca advirtió que la imagen borrosa que guardaban era invariablemente falsa. Algunos lo confundían con un joven tarambana y deshonesto colocado en la sección consular por el propio presidente Calles, otros con un empleado entusiasta de los estudios orientales que al cierre de la Legación se quedó en París, trabajó con los alemanes y luego huyó a España, otros más inventaban anécdotas fácilmente lisonjeras cuando intuían su ansiedad y barajaban rasgos y hechos que podían corresponder a cualquier diplomático, lo que acababa por difuminar en vez de crear una silueta. Nunca aclaró que aquel por quien preguntaba era su padre; casi siempre lo convertía en un pariente lejano. Sus hijos, sus primos, sus mejores amigos -decía- se interesaban por saber algo de la estancia en París de aquel hombre cuyo cadáver por circunstancias del momento no pudo ser transportado a México.

La desilusión fue constante.

– ¿Ernesto Rebolledo, dice usted? Sí, sí, claro, me parece estar-lo viendo, pero no era aquí donde trabajaba sino en el consulado de Marsella; un buen hombre; venía muy seguido, en realidad estaba casi siempre en París porque su esposa, no recuerdo si era australiana o canadiense, detestaba a los meridionales y prefería vivir aquí con sus hijos. No la culpo; si usted conociera el sur lo entendería perfectamente.