Выбрать главу

No, a pesar de los cinco años pasados en esa ciudad, nadie lo recordaba. No es que aquello fuera importante, pero sí un poco triste. Él mismo, que había llegado a París a los dos (su hermana acababa de nacer) y salido a los siete años, creía contar con recuerdos muy nítidos de su infancia, y, sin embargo, con estupor tuvo que confesar que ninguno tenía ubicación precisa. Su madre no contribuyó en nada a aclararle ese periodo. La pobre fue siempre una niña y hasta el final no logró recordar nada de nada, ni enterarse siquiera de lo que fue su vida. Después de pasar quince años en Europa seguía confundiendo los lugares en que trabajó su marido y nunca pudo decir si tal o cual museo o monumento se hallaba en Oslo o Praga, ni siquiera saber qué idioma se hablaba en esas ciudades. París, la única que lograba diferenciar, fue para ella una vaga serie de restaurantes, cines y estaciones de metro. La fachada que él recordaba como la casa de su infancia era igual a cien mil otras; debía quedar no lejos de la Ópera, no lejos de la Madeleine, se decía, pues le parecía haber caminado muchas veces por esos lugares con sus padres. La dirección que encontró en el acta de defunción lo remitió, sin embargo, a un inmueble de estilo nada frecuente situado en una placita no lejos de la Porte St. Denis, un edificio morisco, absurdo, abandonado al parecer desde hacía veinte años; una casa y un barrio que nada le decían. ¡En fin…!

A partir de ese momento decidió abandonar a su padre.

En una ocasión, don Alfonso Esteva, un viejo residente en París, íntimo amigo, como lo supo más tarde, de Lorenza y Celeste, y quizás hasta un poco emparentado con ellas, le dio la dirección de una argentina, una tal María Rosa de Azuara, quien según el anciano había sido el gran amor del secretario por el que tanto preguntaba.

– Ya la llamé y está dispuesta a recibirlo cualquier tarde. Es una muchacha muy bonita -le dijo con entusiasmo-. Fue una de las grandes bellezas de su tiempo; parece que los años la han vuelto un poco rara. Estuvieron muy enamorados. ¡Vaya, vaya, ya verá qué muchacha más guapa!

– Aquí murió, en esta habitación, precisamente en ese diván donde usted está sentado -dijo una vieja de pelo ralo, estropajoso y desteñido, quien desprendía ese tufo a estiércol, a medicamentos y a rata que emana de ciertos locos-. Este departamento me lo cedió él. No me han podido echar, no me he dejado. Matarme, claro, podrían matarme, se dirá usted, pero yo soy de las que no ceden. Verá ahora las paredes muy tristes, pero el terciopelo es auténtico. A él le gustaba que todo estuviera forrado de terciopelo verde. Así es -repitió-, yo soy de las que no ceden. No temo que intenten despacharme porque sé demasiado. Tengo papeles comprometedores, los tengo guardados, no aquí, no crea que soy tan boba, los tengo a buen recaudo; documentos que las harían temblar. Ellas lo saben, por eso han dejado de molestarme. Pero usted no se alarme, ¡nada de nervios!, que yo no comprometo a nadie y menos que a nadie a su memoria. ¡A nadie, a nadie, a nadie! ¡Vive y deja vivir; ése es mi lema! No quiero vanagloriarme, pero sé ver las cosas como son. Soy realista. Aprendí a fingir. Fue él quien me enseñó a fingir.

Con voz temblorosa, arrepentido de haber asistido a aquella cita, y rechazando con cada una de sus células el pensamiento de que aquel cuerpo desvencijado y lechoso se hubiera abrazado al de su padre, que aquellos labios resecos lo hubieran rozado, intentó llevar la conversación hacia el desaparecido. Le preguntó por su enfermedad. ¿Había sido larga, dolorosa? ¡Sabía tan poco sobre sus últimos días!

– Murió al primer balazo -dijo, y sacó un gran sobre lleno de fotografías y recortes de periódico que desparramó sobre la mesa. En todas ellas se veía a un individuo de unos cuarenta años de aspecto presuntuoso y sonrisa inmutable; en algunas lo acompañaba una real hembra en quien trató de reconocer al monstruo que desplegaba y ordenaba las fotos igual que una cartomanciana lo haría con un mazo de naipes. Aquí lo tiene, pero no pretenda, ni tampoco Esteva, a quien ellas, ¡ese par de serpientes!, tienen en sus manos, saber nada más.

– Éste no es Ernesto Rebolledo -alcanzó a murmurar.

– ¿Qué me dice? ¿Y quién diablos es ese tal Rebolledo? -luego lo miró con sorna y desconfianza-. No quiera pasarse de listo, joven, no se lo voy a permitir. Conmigo, sépalo, nadie juega. He conocido mucha maldad en este mundo, pero yo no me asusto -y luego, sin transición alguna, gritó-: ¡Largo! ¡Fuera de aquí! -cubrió con el cuerpo las fotos tendidas sobre la mesa y comenzó a meterlas precipitada, desordenadamente, en su viejo sobre. Él aprovechó ese momento de confusión para salir. ¡Qué alivio, la calle! Entró en el primer bar y se tomó tres Calvados al hilo.

Y fue en ese momento cuando decidió dejar en paz la memoria de su padre.

¿Y las ya mencionadas Celeste y Lorenza, quiénes eran? ¿Estuvieron o no ligadas con su padre? ¿A qué vino tanta alusión para después abandonarlas?

Eran dos señoras mexicanas que, una marcial y la otra mustiamente, envejecían en París. A nadie, ni siquiera a su hermana, le había contado con exactitud ese episodio. Eran dos mujeres que, asistidas por Antonia, una sirvienta española, le hicieron sospechar durante casi un año que el paraíso terrenal era posible.

¿Eran ricas?

Decían no serlo, aunque poseían una casa que debía valer una fortuna al inicio de la rue Ranelagh. Una casa muy bella de dos pisos. En la planta baja vivía Lorenza; en la superior, Celeste.

Se ha nutrido siempre de palabras. Voces que en otra época parecían descifrarle los enigmas del Universo. Voces y, sobre todo, ecos de voces. Largas conversaciones de las que a la mañana siguiente, o bien en el mismo momento de su enunciación, no quedaba sino una miasma brumosa de sonidos sin el menor sentido. En una ocasión discutió toda una noche sobre Serenus, el de Thomas Mann. Le pareció oír frases reveladoras, verdaderas iluminaciones sobre tal personaje y el libro en que figuraba, pero al llegar a su casa y tratar de reproducir la conversación no pudo esbozar sino una serie de lugares comunes sobre la dramática grisura del buen Serenus. Recuerda, en cambio, momentos aislados de ese incesante zigzag entre la simetría y su negación que es el camino que ha tomado su vida. Frases, tonos de voz, gestos y ademanes que acompañaron tales o cuales discursos cuyo contenido se le escapa. Insiste en el fin de la obsesión por conocer las circunstancias de la muerte de su padre.

Una noche, después de haber abandonado en grupo una exposición, una voz que para entonces conocía ya muy bien comenzó a producirse, creándole un peso embarazoso. Dijo que acababa de releer Lord Jim. Ambas hermanas, explica, ejercitaban, más que la conversación, el monólogo.

¡Celeste!

– Todo el tiempo pensé en ti, Ricarduccio, porque allí uno de los temas centrales es el de la orfandad. Sin él, el otro, el de la culpa y su expiación final, carecería de gravedad. Al negarse a ver al buen párroco que fue su padre, Jim va buscando, encontrando y perdiendo a toda una serie de padres potenciales en el archipiélago malayo. ¿Qué son, si no, sus relaciones con esos viejos solitarios que encuentran en Jim al hijo que él entrañablemente desea ser? ¿Qué, entonces, su amistad con Marlow? -de manera que Celeste había sabido, y quizás todos lo sabían desde un principio, que andaba en busca de su padre, que la ficción del tío lejano no había sido de ninguna manera convincente-. El tema está disperso en todo Conrad; en Victoria, por ejemplo, es abrumador. En Bajo las miradas de Occidente, Razumov sabe quién es su padre, lo ha visto, ha hablado con él, pero jamás se atreve a presentársele en calidad de hijo. Si mal no recuerdo, en alguna parte de la novela dice que su verdadero padre es la Patria -luego concluyó, dirigiéndose a los demás, con voz como velada por el pesar-. Nuestro Ricardo no se conforma con aceptar a la Patria como única progenitora y anda en busca del padre que perdió en la infancia.