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Sí, tal era Celeste, la del piso superior.

La memoria, no obstante su reciente profesión de olvido, se le colma de largas tiradas; referencias literarias en el caso de Celeste; musicales en el de Lorenza, entreveradas con silencios muy plenos, muy ricos.

¿Todo muy chejoviano?

Efectivamente; algo de Chéjov había en ellas, pero no la bondad. Largos recitativos, recapitulaciones sobre el pasado de cada una, movimientos muy lentos en el sector de Lorenza, escasa luz, flores que ya en el momento de ser colocadas en los jarrones parecían palidecer y tibiamente contraerse, e irrealizables proyectos de victoria. Las palabras en la villa de la rue Ranelagh parecían significar siempre algo distinto. No, en el fondo nada había de chejoviano; aquellas fieras desconocían la piedad.

¡Tal, Lorenza!

– ¿Sabe usted, Ricardo, por qué Don Giovanni resulta siempre en escena una obra tan poco convincente? ¿Acaso no ha advertido que cada representación desprende un regusto a cenizas, ahonda en vez de llenar un vacío? La razón es muy simple: Mozart concibe el personaje desde el punto de vista musical como a un don nadie, mientras que directores, cantantes y empresarios se empeñan en convertirlo en un superhombre. Don Juan es el único personaje de la ópera que no tiene melodía propia, repite sólo las de los demás, adopta tonos, simula, carece de voz personal. Cuando don Juan canta, lo único que hace es robar, hacer suya, la melodía de sus antagonistas -baja la voz, mira en derredor suyo, se convence de que no hay nadie en la habitación, y añade con cautela-: ¡Cuántos infortunios se hubiera ahorrado la pobre Celeste de haber sabido a tiempo que un don Juan es siempre insignificante! ¡De cuántas desdichas nos habríamos librado todos de haber yo descubierto esa verdad cuando aún era tiempo de prevenirla!

Sí, cada una vivía en un piso diferente de la hermosa casa con reminiscencias Art Nouveau que ambas aseguraban había sido diseñada por Garnier. El no estar registrada en el índice razonado de sus obras, decían, se debía a un conflicto suscitado a última hora con el propietario, quien exigió el añadido o la eliminación de tal o cual detalle, cosa a la que la dignidad del maestro no se abajó. ¡Claro, si se examinaba con atención el alféizar con antepecho de las ventanas que daban a la calle o la solana del comedor sobre el pequeño jardín trasero, se descubría a un Garnier ya tan seguro de su estilo como el de las casas de la rue La Fontaine! Él creía todo lo que le decían. ¡Creía, sí, pero sin acabar de creer del todo!

Vivió casi un año en esa casa, en una habitación del piso de Celeste, al que jamás subía su hermana.

Le resulta innecesario, ocioso, extenderse en aclarar cómo las conoció. Aún ahora, a tantos años de distancia, no logra explicarse el rechazo del primer encuentro con Celeste ni la facilidad con que posteriormente fue capturado. Para entonces ya había abandonado el Conservatorio y perdido la beca, convencido de que nada le interesaban los estudios musicales, que había equivocado la vocación y que su pereza era capaz de anular cualquier posible vestigio de talento; había viajado a París en busca de esa relación con el padre que ilusoriamente había imaginado como una reserva potencial de energía que le ayudaría a dar solución a problemas que con cautela había logrado tener hasta ese momento sin respuesta. Una vez que desistió (después de visitar a la mujer de las fotos) del empeño, conoció una nueva experiencia: la de ser entregado a la masa anónima, a la calle, a las últimas sesiones de la cinemateca en las que a veces era posible dormir un poco; al mercado salvaje que un día, pensaba, lo despojaría de esa especie de envoltura de papel celofán dentro de la que se había sentido protegido desde niño hasta en los peores momentos.

Pero es que ninguno de los que conoció hasta entonces fue de verdad «uno de los peores momentos». Nada de lo que le ocurrió hasta el día en que se despidió de las hermanas logró despojarlo de esa inocencia al parecer incorruptible.

Recorrió cada día los callejones más ásperos, hasta que apareció Celeste, a quien amó como un niño y como un cómplice. Después de un brusco encuentro en el que se sintió rechazado, se produjeron otros que culminaron en largos paseos, uno de los cuales transcurrió en lóbregas calles del Marais, de atmósfera, según le informan, ahora inexistente, para terminar comiendo un perfecto couscous en un antro al que difícilmente se hubiera atrevido a entrar de haber ido solo. Allí Celeste le habló de su pasado, de casas que apenas recordaba en San Luis Potosí, Aguascalientes y Querétaro, ciudades para ella llenas de tíos, de primas, de nanas, de toda clase de parientes próximos y lejanos; ciudades fundamentalmente cargadas de apellidos que ella compartía. De casas de Viena y Roma, así como también de la que poseían en la rue Ranelagh donde el licenciado González Guiot, su padre, instaló a la familia en 1928 cuando harto de revoluciones y asonadas, y sobre todo de las calumnias referentes a latrocinios y peculados con que sus enemigos lo perseguían sin cuartel, decidió mudarse a Europa, lo que le permitiría educar a sus hijas, que Lorenza perfeccionara su voz, ¡tan elogiada por los maestros mexicanos!, y Celeste siguiera estudios literarios, cosa que sólo logró a medias.

Repitió lo que Celeste le dijo sobre los sueños del licenciado González Guiot y de las esperanzas depositadas en el futuro de sus hijas:

Ambas, según su padre, tenían un porvenir inmenso. El licenciado González Guiot estaba decidido a gastar la fortuna que tenía, la heredada de sus padres, la heredada de su mujer, y, la más cuantiosa, la mal habida en los tortuosos negocios públicos a que las circunstancias lo obligaron, en la educación de sus hijas, a cuya disposición puso los mejores maestros. Pasaron largas temporadas en Italia; Celeste vivió unos semestres en Inglaterra en colegios magníficos. Viajaron por todas partes, oyeron y vieron todo lo que necesitaban oír y ver y cenaron con Enescu, con directores de orquesta rusos, con príncipes polacos, con la Karsavina y la Galli-Curci, y también con Lasseca y con De Falla. Sólo que Celeste sabía que todo eso era accesorio, que lo que en verdad necesitaba era un hombre y por eso conoció a muchos y al final se casó con un español bárbaro al que aborreció muy pronto, mientras que Lorenza, ¡Lorenza estaba destinada a cosas superiores!, siguió educando su voz, acumulando saber con un tesón de hormiga, rodeada por la pequeña corte de maestros, críticos y admiradores que en redor suyo había congregado su padre. La primera aparición de Lorenza tuvo lugar en un espléndido parque en los alrededores de Colmar; fue una función privada donde cantó la Zerlina de Don Giovanni. Poco después se presentó en París, ¡un gran momento, una velada musical ya considerada como legendaria!; ella misma debía preguntarse a veces si en verdad había asistido o si se trataba de un sueño; fue una velada en los salones de Mme. Poliakoff, donde en presencia del mismo Ravel había cantado sus canciones. Pero las ambiciones de Lorenza eran del tamaño del Universo, como las de su padre, las de ella misma (Celeste), y las de Manolo, su marido, el español brutal que de pronto se convirtió, como todo el que frecuentaba la casa de la rue Ranelagh, al culto de la diva.

– Pero el suyo, el de mi marido, era un falso entusiasmo. A eso se debió la perdición de mi hermana.

Celeste no cesaba de hablar. En reuniones posteriores se refirió a su juventud, sus amores, su matrimonio, sus infidelidades, su entusiasmo por Henry James, a cuyas protagonistas amaba compararse. Le dijo que un día había decidido cortar con toda ambición personal para entregarse al cuidado de Lorenza, la huérfana más huérfana de toda la orfandad después de la muerte del licenciado.