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– Más huérfana que tú… que ya es decir -le espetó.

Porque la muerte del licenciado, añadió, había coincidido con un accidente de su hermana al que siguió la flebitis que aún padecía, que le impidió moverse durante muchos años y la obligó, por consiguiente, a retirarse de la escena.

A pesar de su aparente apatía existe en él una necesidad que no ha logrado domeñar y que a momentos lo pone al borde de estallidos atroces. Él también quisiera, y tal vez ya entonces en París lo pretendía, hablar de sí mismo, no ser un puro y silencioso escucha. ¡El género humano no podía reducirse a Celeste y Lorenza! ¡Hasta una persona como él tenía derecho a la palabra! Han pasado ya quince años desde su regreso a México. Se conforma con muy poco; de ello puede dar fe su hermana. En momentos ha sentido como si también él hubiera sido víctima de un accidente y hubiera quedado tullido. Pasa la mayor parte del tiempo encerrado en la pequeña biblioteca o sentado en el polvoso jardín de la casa de su hermana, pues, después del fracaso de un matrimonio efímero, pasó a vivir con ella. ¿Ha hablado ya de sus actividades? Corrige pruebas para una editorial, da una clase de armonía en el Conservatorio, redacta pequeños textos sobre el arte lírico para la radio. Pero sabe que la música quedó atrás. ¡París, ni se diga…!

Nadie puede acusarlo de lamentarse demasiado. Cree envejecer con placidez, aunque sus alumnos, su hermana y sus sobrinos afirmen que lo hace demasiado verborreicamente. Tan vegetativa es su vida que no acaba de explicarse el sobresalto que de pronto le produjo aquella afirmación referente a la esencia asimétrica del mundo. ¿El mundo?, ¿la vida?, ¿la naturaleza?, ¿la verdad? ¿Quién puede no hacer el ridículo cuando se interna en semejantes andurriales? Pero es tarde para retroceder. Prefiere proseguir con sus recuerdos.

¿Cómo eran?

A Lorenza la ve de golpe, de cuerpo entero, mientras ella lo escucha tocar el piano; la espalda hundida entre almohadones, una rosa de terciopelo prendida al pecho, las enormes piernas recostadas sobre un pequeño taburete; en una mano una taza de café; la cucharilla en la otra hiende suavemente el aire, se balancea al ritmo de la música proveniente del piano o de sus propias palabras cuando habla de Monteverdi, de Rossini, de Alban Berg, de las obras que llevará a escena tan pronto como se recupere del todo. En sus labios Wozzeck, Sigfrido, Popea y Parsifal, ahora lo advierte, parecían transformarse en ráfagas de libélulas, en polvo de estrellas, en madejas de pelo de ángel, en ramilletes de anémonas, en algo tan cursi, terso y anacrónico como la rosa de terciopelo, los guantes de encaje que ceñían sus manos regordetas o los rizos intensamente negros que caían sobre sus sienes.

Es mayor el esfuerzo que requiere componer a Celeste. Tiene que imaginar algo vibrante, flexible y duro como el cuerpo de una amazona cuyos músculos se hubieran tensado en prácticas severas de caza y de combate. Recuerda sus manojos de collares multicolores que contrastaban con la energía de sus ademanes; recuerda, sobre todo, el pliegue duro en las comisuras de la boca.

– Lorenza no se ha retirado; nada de eso -le explicó un día mientras caminaban por el Trocadero-; el trabajo realizado durante esta tregua habría demolido a cualquier otra persona pero no a mi hermana. Su mente está en perpetuo movimiento.

Su pasión por Wa g n e r, para dar un ejemplo, no es ya la misma de hace unos años. No regresará a la ópera con Parsifal como un día soñó, sino con obras por una u otra razón más sorprendentes -horas después añadiría, ya en el departamento al que la enferma no tenía acceso-: Lorenza rescatará el antiguo repertorio del bel canto, ahora casi olvidado, y, sobre todo, dará a conocer lo más nuevo del género. Les demostrará, a quienes se nieguen a advertido, que la ópera puede ser algo hoy día muy vivo. En una ocasión, ¿te lo he contado?, por favor no me permitas repetirme, habló con Ravel sobre una posible escenificación de L’Enfant el les sortilèges. El maestro se quedó deslumbrado ante sus ideas. La verás hacer Schonberg, Enescu, Strauss, Berg, Janacek. Se la disputará el mundo entero. La Scala, el Metropolitan, Covent Garden. La querrán tener en Viena, en Buenos Aires y en Sidney. Tú lo has podido comprobar, Ricarduccio, mi hermana no ha envejecido, vive una juventud que muchos jóvenes envidiarían. O la ópera la reclama para ponerse en sus manos o se extingue; no queda otra.

Camina a grandes trancos por su salón mientras perora. Él admira su falda de tweed impecablemente cortada, su blusa a rayas un poco varonil, sus cabellos muy cortos; una figura perfectamente a tono con sus muebles ascéticos, donde la madera, el aluminio, el cristal, los materiales plásticos se integraban sin esfuerzo a los muros colmados de libros, a sus cuadros geométricos, en contraste con el piso de su hermana, todo él un mundo de cretonas, carpetitas de encaje muy fino, pastoras de porcelana de gusto un tanto dudoso y cortinas que con furia parecían querer desmentir la idea de que quien allí vivía pretendiera renovar un género artístico.

¿Qué hacía, a todo esto, él en la casa de la rue Ranelagh?

Le habían suspendido la beca. Le debía dinero a todo el mundo. Un día, Celeste le rogó trasladarse a su casa. Dispondría de una habitación independiente, comería con ella o con su hermana, el sueldo sería casi simbólico, tenía que advertírselo, pero le alcanzaría para comprarse de vez en cuando una camisa. Su única obligación consistiría en tocar una o dos horas al día para su hermana. Les prestaría un servicio invaluable. Lorenza, que no soportaba a nadie, había hecho una excepción con él. Parecía muy nerviosa al pedirle ese servicio, muy tímida: ¡una joven pantera pudorosa!, como si fuera ella quien solicitase y no otorgara el favor. ¡Su hermana sufría tanto! ¡La enfermedad terrible! ¡El complot para indisponerla con el público la había casi matado! ¡El golpe de gracia para su padre, quien, menos fuerte, no pudo reponerse y sucumbió a la pena!

¡Lorenza, escarnecida!

Pero en todos esos años ella no había cejado, demostraría quién era, impondría su prestigio sobre todo en París, donde había sido insultada, vejada, sí, estruendosamente abucheada en las dos funciones en que se presentó en 1943.

No había sido su culpa, ni la de su padre, quien se había dejado engañar por un empresario estúpido y rapaz y por un grupo de torpes entusiastas. Se trataba además de una ópera en extremo difícil, El turco en Italia, de Rossini, desconocida del todo por el público de París. La función en esas condiciones estaba destinada desde el principio al fracaso. Alguien de quien prefería no hablar se había dedicado a organizar el desastre. Pero la victoria de aquel grandísimo cabrón había sido momentánea porque Lorenza, a su manera, no había dejado de trabajar un solo instante. Había quienes con verdadera impaciencia esperaban sus versiones de La mujer silenciosa de Strauss, de El caso Makropulos de Janacek, de la Gemma di Vergy de Donizetti.

– Pero su voz… ¿No lamenta la pérdida de la voz? -le preguntó un día.

– La verdad, caro mío, es que la voz de mi pobre hermana nunca valió gran cosa. Para colmo, comenzó a cantar a una edad en que muchas cantantes ya van de retirada -fue la inesperada respuesta.

¡El Paraíso, al fin!

Puede decir que conoció el paraíso. Vivió poco menos de un año en la casa de la rue Ranelagh. Al principio tocaba durante una o dos horas al día. Lorenza leía la partitura, revisaba las particellas, musitaba los recitativos, lo hacía repetir algún pasaje varias veces, comentaba técnicamente con aparente concentración el trozo ejecutado y daba por terminada la sesión. Celeste pasaba entonces a recogerlo. La mayor parte de su tiempo, en esa primera época, transcurría en el departamento del piso superior. Salía muy poco; acaso a comprar un periódico, o algún medicamento para sus bronquios siempre maltrechos, o, a veces, siempre en compañía de Celeste, a hacer alguna visita, a realizar tal o cual trámite, o, pura y sencillamente, a dar un paseo.