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Poco a poco las sesiones de la planta baja comenzaron a prolongarse. Después de los ejercicios musicales, Lorenza lo invitaba a tomar una taza de café y conversaba sobre Mozart (oían fragmentos de Don Giovanni, de Così fan tutte) o Puccini, a quien decía haber reivindicado por completo de los denuestos que la ignorancia le había hecho proferir en la juventud. La sesión terminaba siempre con un breve interrogatorio: ¿Conocía Gianni Schicchi? ¿Qué opinión le merecían los Mozarts de Bruno Walter? ¿Sabía qué pensaban de ella en México? ¿Por qué era tan pobre su cultura lírica?

¿Estaba de acuerdo en que la inteligencia, la bondad, la sabiduría de Celeste, no tenían par? Esta última pregunta, con muy pocas variantes, era reiterativa. No había vez que no citara una nueva cualidad de su hermana, que no se detuviera en contar algún mérito especial. Eran preguntas retóricas a las que ella misma respondía de inmediato, extendiéndose al detallar una serie de virtudes que jamás hubiera supuesto en Celeste. Un día (pero eso fue casi al final de su estancia en esa casa) la respuesta fue la siguiente:

– Sí, un gran talento lastimosamente desaprovechado. Celeste hubiera podido dar mucho más de sí de no haber malgastado su tiempo en tratar de hacer sobrevivir un matrimonio absurdo. Se enamoró como una cerda. Tal vez fue el mayor dolor que nuestro padre se llevó a la tumba. Ella le habrá hablado de ese matrimonio. En eso, se lo aseguro, Ricardo, no debe uno hacerle demasiado caso. Tal vez la pobre trate aún de hacerse ilusiones. Conmigo, como comprenderá usted, tiene la delicadeza de no tocar el punto. Cuando al fin lo mataron, lloré de felicidad, pero para entonces era tarde, yo ya lo había perdido todo. No sé siquiera cómo logré sobrevivir. Mi padre murió deshonrado y eso, ¡eso!, jamás se lo perdonaré.

Para la fecha en que tuvo lugar esa conversación ya apenas si se sentaba al piano. Llegaba directamente a oírla; pasaban las tardes juntos, se quedaba a cenar con ella. Celeste entraba de vez en cuando, participaba durante un rato en la conversación, salía, volvía, revoloteaba feliz, radiante, contagiada de armonía.

Sí, para él fue la representación más perfecta del paraíso. La suya era una felicidad modesta, severa, dulzona, semejante en todo al departamento que lo enclaustraba. Así como Lorenza decía poder convertirse en una fuga de Bach, también podía transformarse en la cortina de encaje y terciopelo, el almohadón bordado, el par de pastores de Maissen en el friso de una falsa chimenea, la rosa de brocado en la solapa.

Sin embargo, y eso es lo extraño, nunca dejó de saber, pero eso lo comprendió más tarde, que aquella mujer de piernas deformes jamás volvería a pisar un escenario, que su interés artístico y la disciplinada preparación de que tanto se jactaba se reducían a hojear de tarde en tarde alguna partitura…

Salvo las tres primeras semanas de su permanencia en la casa, cuando las sesiones de piano, los comentarios, las notas aclaratorias a tal o cual pasaje se sucedían en medio de una falsa fiebre.

Sí, a eso, a hojear distraídamente alguna partitura, a oír de vez en cuando algunos discos de arias, a leer biografías de cantantes y una que otra revista especializada. No obstante, si alguien le hubiera preguntado por el futuro de Lorenza habría respondido como un eco de Celeste que el mundo de la ópera la esperaba con la avidez con que aguarda al Mesías, y París,

Milán, Nueva York, Viena… Estaba pronta la hora de que Mozart conociera su plenitud escénica, que don Juan fuera por fin don Juan, que se descubriera a Janacek y se revisaran ciertas falsas nociones sobre Donizetti. Iría a México para demostrar que las esperanzas depositadas en ella durante su juventud no habían sido defraudadas. En cierta manera, el hecho de vivir en esa casa, de tocar para ella alguna vez al piano, oírla hablar de Ravel y de Enescu contribuían a hacerlo partícipe del milagro inminente. Por eso lo lastimaban los comentarios que a partir de cierto momento Celeste fue dejando escapar con mayor frecuencia, la malevolencia gozosa con que se refería a los gritos y silbidos con que la recibió el público durante su presentación en París.

– Durante la segunda función la voz de la pobre era tan chirriante y las protestas del público tan desenfrenadas, tan obscenas, que tuvieron que suspenderla a mitad del tercer acto. Los propios músicos le gritaron improperio y medio.

Trató de defenderla; le recordó lo que ella misma había dicho sobre la conjura organizada por un grupo de malquerientes. Más importante que la actitud provocada seguramente con dinero en un público zafio era la opinión de los conocedores.

– ¿Los conocedores? ¿Qué conocedores? -replicó con impaciencia-. ¿Te refieres a los críticos? ¿Pero estás loco, Ricarduccio? ¿Qué crítico que se tuviera un mínimo de respeto habría querido asistir a una función como ésa? En un cine alquilado en un barrio indecente, con una orquesta formada por atrilistas sin empleo y con cantantes jubilados recogidos aquí y allá. No, a veces creo que Manolo tuvo que actuar como lo hizo para abrirle los ojos a mi padre. ¡Claro que al bruto se le pasó la mano y lo que logró fue cerrárselos para siempre!; añadió que no quería hablar más del asunto, que no la hiciera rabiar, sobre todo ese día en que tenía que discutir con Antonia los detalles de la cena con que celebrarían el cumpleaños de Lorenza. Se trataba de una pequeñísima reunión que organizaba cada año, ya que por el momento su hermana no estaba en condiciones de fatigarse entre multitudes; asistirían el médico, los Esteva y, por supuesto, él. Antes del mediodía debía ir al cementerio. ¿Querría acompañarla?

Algo en el tono de voz, o quizás en el gesto de Celeste debió hacerle presentir la proximidad del abismo. Sintió de golpe el mareo, el tufo de las calles, la violencia y lobreguez del mundo exterior; la soledad de ciertos andenes del metro, los esfuerzos por conseguir las monedas necesarias para tomar un café, las tretas para pasar la noche en un sitio cubierto. Fue al cementerio con la certidumbre de que se encaminaba hacia su tumba.

Vio alineadas, una junto a otra, a la sombra de un espeso castaño, dos lápidas simples de piedra, en una de las cuales Celeste depositó sus flores. Luego se inclinó, recogió del suelo una hoja amarillenta, se la entregó y le dijo con cierta solemnidad:

– Se la darás a Lorenza. ¡Pobre hermana, quisiera tanto venir algún día! Éste será tu regalo. ¿Sabes?, la infeliz jamás ha podido visitar estas tumbas.

¡ La cena de aniversario!

¡Y esa misma noche se celebró la gran cena! Llegó el doctor Vian y poco más tarde el matrimonio Esteva. Reconoció al mismo anciano pomposo con bigotes de morsa manchados por el tabaco que lo había mandado a visitar a una vieja hedionda en un cuarto forrado de terciopelo verde cuando aún rastreaba los pasos de su padre. Caminaba con andar de marioneta, del brazo de una vieja de rostro agrio que parecía comportarse con él más como una madre que como su mujer. Le contó a grandes rasgos el encuentro atroz con la argentina. No supo si Esteva comprendía del todo el relato o si consideraba una impertinencia que se lo hiciera conocer en esa casa y en esa ocasión; cortándole la palabra lo llevó hacia un rincón y dijo un poco al desgaire:

– Sí, sí, una muchacha muy bonita, pero ya me he dado cuenta de que se ha vuelto un poco huraña. Debió conocerla usted en su momento, antes de la tragedia. Fue una de las grandes bellezas de París; claro que sigue siendo una chica muy guapa, pero rara. Sí, ya lo creo que el percance la volvió rarilla. Ahora que aquí, ¡chitón!

Lorenza, quien durante todo el año no había recibido otra visita que no fuera la reglamentaria del médico, salió de su habitación jugando melancólicamente con sus perlas para saludar a los presentes con la mayor naturalidad. Conversaron de trivialidades, del invierno que se aproximaba y que ese año parecía anunciarse con crudeza insólita. El matrimonio Esteva pasó revista a la vieja colonia mexicana: defunciones, matrimonios o divorcios de hijos, nietos y sobrinos de conocidos comunes, escándalos. Lorenza volvió a hablar de don Juan y su carencia de melodía personal en un evidente deseo de situarse en un nivel espiritual más alto. Se destapó la primera botella de champaña. El doctor Vian extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta una cigarrera con cubierta de madreperla, la señora Esteva hizo aparecer una mantilla y Celeste un camafeo. Él se levantó y se dirigió a una mesa y de un libro extrajo la hoja de castaño recogida esa mañana. Lorenza parecía no comprender bien a bien lo que ocurría, no lograba salir de su asombro. ¡Su cumpleaños! ¿Estaban seguros? ¡Se habían acordado! Ella, para quien cada día era igual a los demás, encerrada en esas cuantas habitaciones que contenían lo poco que amaba en el mundo, perdía conciencia de las fechas. Apenas podía hablar, expresar su gratitud; parecía estar a punto de ponerse a llorar. Acarició lenta, amorosamente, la hoja y se le quedó mirando a los ojos, en espera de alguna palabra aclaratoria.