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– La recogí en el cementerio, en la tumba de alguien para usted muy querido -balbuceó.

Lorenza tomó la hoja, la contempló durante largo rato; luego lo miró con una intensidad que aún ahora logra producirle escalofríos. Él apenas pudo volver a hablar en el transcurso de la noche.

¿Qué rito se había realizado? ¿De qué maniobras fue instrumento? Jamás logró saberlo. Por la mañana, muy temprano, la sirvienta lo despertó para decirle que las señoras deseaban conversar con él. Se vistió de prisa. Todo aquello parece pertenecer al mundo de los sueños por la incoherente precisión de ciertos movimientos, gestos y voces, por la rapidez de su secuencia, por lo indescifrable de su sentido. Las dos hermanas estaban sentadas en el mismo sofá.

¿Tomadas de la mano?

Es posible que hubieran caído en ese exceso melodramático. Un aire severo, tribunalicio, pesaba en el ambiente. La gravedad de los rostros acentuaba ciertos rasgos indígenas que antes apenas había percibido. ¡Viejas diosas de los castigos! Lorenza se levantó y se dirigió con paso más inseguro que de costumbre hacia el piano. Tomó una cajita de plata con cubierta de esmalte que él había elogiado al azar, por mero cumplido, durante una de sus primeras visitas y se la entregó. Con voz apagada, como si el hablar le costara gran esfuerzo, le dijo que sabía que aquella pieza siempre le había gustado, que, como en todo, tenía razón porque se trataba de un objeto exquisito. Su padre le había comprado esa joya a un anticuario de Ámsterdam. Quería obsequiársela. No se trataba de un pago, de nada que se le pareciera; entre ellos era imposible pensar en tales términos. Su compañía les había hecho mucho bien y deseaba que guardara de ellas un buen recuerdo. Desdichadamente debían prescindir de sus servicios. Los tiempos no eran los mismos que a ellas les gustaba imaginar. Para ambas se iniciaba un periodo de austeridad y de inmenso trabajo.

¡Pero si las sesiones de piano habían terminado desde hacía mucho tiempo!

Por desgracia las sesiones de piano debían concluir, eran un lujo que en esos momentos no podían permitirse. Si lo creía necesario le extenderían la carta de recomendación más amplia para que no le fuera difícil obtener una nueva colocación.

Decir que se quedó atónito no significa nada. Podía esperar cualquier cosa menos ese final. Ambas le tendieron la mano. Celeste añadió en su tono habitual, como si nada hubiera ocurrido, que Antonia lo podía ayudar a empacar sus cosas, que ya estaba prevenida de que ese día dejaría la casa.

Dos horas más tarde se hallaba en la calle con sus maletas bajo un sol otoñal de claridad radiante. Contempló por un momento, como si acabara de descubrirlas, las cúpulas doradas de los árboles de la rue Ranelagh. Luego dejó en depósito su equipaje en el café de la esquina y se encaminó con paso rápido a buscar un taxi en la Avenue Mozart. Después ya todo fue lo mismo. En las escaleras de una estación del metro sufrió un desmayo y lo llevaron a un hospital. Mientras deliraba vio ese mapa del que ha hablado, su tejido sinuoso y áspero, y comprendió que era el dibujo de su vida, un espacio de signos ilegibles cuya configuración, independientemente de su voluntad, no desdeñaba la incorporación de ningún elemento, por aberrante que pudiera parecer.

Un carguero holandés lo depositó en Veracruz, muy débil, con la certidumbre de haber sido expulsado, ¿por obra de qué magia, de qué reglas, de qué juego?, del único cielo que en la trama de nudos y cordeles entrevista debía estarle destinado. Nunca más volvió a tener noticias de las hermanas de la rue Ranelagh. No le interesó saber en qué circunstancias murió deshonrado el licenciado González Guiot, ni la intervención de Manolo, el marido de Celeste en la maraña tejida en torno a una representación de El turco en Italia organizada en un cinucho del París ocupado de 1943 donde una diva mexicana había sido vejada y escarnecida por un público soez, ni sobre el accidente posterior y la enfermedad que le impidió rehacer su carrera. Nada tampoco sobre su propia niñez en París y la búsqueda de testigos que le narraran cómo habían sido los últimos días de su padre, ni sobre la mujer que por unos cuantos meses fue, a su regreso a México, inexplicablemente su esposa y cuya vulgaridad ni siquiera lo asombró demasiado. Nada sobre los cursos de armonía que imparte con desgana, ni los libros cuyas páginas corrige para ganar la exigua cantidad que le entrega cada mes a su hermana y así vencer el pánico de que también un día ella lo despida con un pequeño regalo como recuerdo.

Y en ese desinterés absoluto por todo lo que turbe su rutina no acaba de entender cómo la conversación con un amigo de su sobrina sobre la hipotética simetría o asimetría de la naturaleza, que ahora está seguro de no haber entendido en absoluto, haya podido dejarlo tan intranquilo, jadeante, esperanzado, consciente de algo que, a pesar de aceptar como indescifrable, presiente justificador dentro del orden total de la naturaleza de todo lo que ha vivido, de todo lo que aún pueda ocurrirle.

Moscú, marzo de 1979

Nocturno de Bujara

I

Le decíamos, por ejemplo, que al anochecer el aleteo y el graznido de los cuervos lograba enloquecer a los viajeros. Decir que esos pájaros llegaban a la ciudad por millares equivalía a no haber dicho nada. Era necesario ver las ramas de los altos eucaliptos, de los frondosos castaños a punto de desgajarse, donde se coagulaba aquel torvo espesor de plumas, picos y patas escamosas para descubrir lo absurdo de reducir ciertos fenómenos a cifras. ¿Significaba algo decir que una bandada de miles de cuervos revoloteaba con estrépito bajo el cielo de Samarcanda antes de posarse en sus arbolados parques y avenidas? ¡Nada! Era necesario ver aquellas turbas de azabache para que los números dejaran de contar y se abriera paso una informe pero perceptible noción de infinito.

– A la hora de la caída de los cuervos -comentaba Juan Manuel – no es raro que alguna turista portuguesa se arroje desde un balcón del octavo piso del hotel Tamerlán, o que un diplomático escandinavo de excursión por la ciudad comience también él a graznar, a mover los brazos y a aletear, a dar saltos en un intento de remontar el vuelo, hasta que llegue un enfermero y lo conduzca al sitio donde le aplicarán la imprescindible inyección sedante.

– Es el graznido feroz que emite el cuervo -proseguía yo- en el momento de ser descuartizado. Porque allá, a la hora del crepúsculo, ves caer de los árboles, como frutos descompuestos, pájaros desventrados con las alas quebradas, fragmentos de cabezas, de patas, una nube de plumas, ¡un espectáculo, te lo juro, del carajo!, mientras arriba, en las espesas frondas, los sobrevivientes saltan amedrentados de rama en rama o se agazapan en un intento de mimetización sin atreverse siquiera a emprender la huida.