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– Porque una especie de cigüeña del desierto de largos picos, finos pero poderosamente dentados -intervenía él-, la cicónida dentiforme, se abate sobre ellos y los hace añicos. Tú debes saberlo, porque, según he leído, llega a volar desde las costas de Libia y a posesionarse de amplias extensiones de Calabria. El pavor hace emitir a las aves su graznido más deplorable. ¿Las has visto atacar? Feri, el húngaro, durante su convalecencia estuvo a punto de enloquecer ante el estruendo de esas carnicerías canoras.

Nos miraba con cierto enfado, y luego, decidida a participar en nuestro diálogo, declaraba con desparpajo:

– Más bien me parece que las gaviotas de Laponia son las que acostumbran alimentarse con la carne de otros pájaros.

– ¿Gaviotas de Laponia?… ¿El larus argentatus laponensis? -preguntaba con absoluta seriedad Juan Manuel-. La verdad es que jamás he oído hablar de esa especie. Bueno, ustedes saben, en cuestiones de ornitología soy por completo un lego… ¿Estás segura de que se llama gaviota de Laponia? Mis libros de consulta son muy elementales y no la registran. Deberé consultar algo más técnico.

– El grito de los cuervos se parece a veces al llanto de un niño; otras, las más, al grito de un ahorcado.

Luego nos olvidábamos de los pájaros y sin la menor transición comenzábamos a divagar sobre la sacra, misteriosa y opulenta ciudad de Samarcanda. Sobre su historia, su arquitectura, su cultura. Lo que en realidad importaba era que ella no hablase, mantenerla en silencio el mayor tiempo posible.

– No tiene la gracia ni el prestigio cultural de Bujara -admitimos pocos días antes de que emprendiera el viaje-. Bujara es la ciudad de Avicena, Samarcanda la de Tamerlán y Gengis Kan. Ésa es la diferencia, y es enorme, ¿te das cuenta?

II

Tengo la seguridad de que cuando estuve por primera vez en Varsovia mi ignorancia sobre Bujara era absoluta. Quizás hubiera percibido vagamente su nombre en alguna novela. ¿Existe tal vez un “hechicero de Bujara” en Las mil y una noches? Es posible que hubiera visto por descuido el nombre en la vitrina de algún negocio de alfombras. Pero desde el día en que Issa apareció con sus folletos de viaje, Juan Manuel y yo nos entregamos, cada quien por su cuenta, a rastrear todos los datos que teníamos a nuestro alcance sobre las ciudades uzbecas del Asia Central para imprimirle mayor verosimilitud a los relatos.

Apenas unas semanas atrás, poco antes de emprender el viaje a esa región, oí a un teósofo mexicano de paso por Moscú decir que Bujara era uno de los ombligos del Universo, uno de los puntos (creo que hablaba de siete) en que la tierra logra establecer contacto con el cielo. No sé qué haya de cierto en ello, pero cuando a la hora del crepúsculo llegué a la ciudad y percibí la configuración cóncava de la bóveda celeste llegué a sentirme en el centro del mismo planeta. Posiblemente todo ello influyó para que, al trasponer las murallas que rodean la ciudad antigua, la sensación de imantación y magia que desprendía fuera más poderosa: llegaba al zoco, a la kasbah, a los inextricables barrios de la judería con el mismo total asombro que la frecuentación de algunos libros o de ciertas películas me produjo en la infancia.

El corazón de Bujara parece no haber conocido ningún cambio en los ocho siglos últimos. Caminé con Dolores y Kyrim por ese laberinto de callejuelas que con dificultad admiten el tránsito de dos personas a la vez. Estrechísimos senderos que sorpresivamente desembocan en amplias plazas donde se yerguen las mezquitas de Poi-Kalyan, de Bala-i Jaúz, el Mausoleo de los Samánidas y el de Chashma-Ayb, el espigado y hercúleo minarete de Kalyan, los restos del antiguo bazar. A cierta hora, avanzada la noche, el viajero deambula por callejones desiertos (flanqueados por casas de un piso o excepcionalmente de dos, sin ventanas, en cuyas puertas de madera labrada cada centímetro está trabajado, distintas todas entre sí pues cada una narra de algún modo la historia y señala la estirpe de la familia que la habita, renovadas cada ciento cincuenta o doscientos años con las mismas grecas, leyendas y signos que ostentaban en el siglo XVIII, en el XV, o en el XII) y oye como procedente de otras épocas el eco de sus propios pasos.

Contemplo las postales que compré en Bujara. Lo cierto es que no reconozco del todo esos lugares; pude o no haber estado en ellos. Me deslumbra, sin duda, saber que conocí las maravillas que cual hábil tallador barajo ante mis ojos; apenas logro reproducir la ciudad; recuerdo sobre todo el ruido de mis pasos, las conversaciones con Dolores y Kyrim, el aire de embriaguez, de deleite que me invadió cada vez que una de esas callejuelas se abría para dar paso a las suaves formas de un mausoleo; recuerdo la música del Islam que se filtraba por algunas ventanas, también ella posiblemente muy poco transformada desde que los antepasados de los actuales moradores erigieron ese centro religioso de pronto convertido en un emporio comercial donde confluían caravanas de los distintos confines del Turquestán, y de más lejos aún: de la China, de Bizancio, de la Rusia incipiente; se entendían por señas, emitían palabras que sólo unos cuantos comprendían, desplegaban entre las arcadas del bazar y en los lugares adyacentes sus mercaderías, mostraban dinero, cordeles anudados, canjeaban, en una serie de tianguis complicadísimos, canutos de polvo de oro y trozos de plata; las monedas de Toledo se confundían con las acuñadas en Creta, en Constantinopla, con las del Oriente entero. Después de caminar una noche por Bujara, los fastos de Samarcanda, conocidos al día siguiente, ¡tanto oro, tanto esplendor, tal extensión de muros, tal altura de cúpulas!, me parecieron en comparación cosa de nuevos ricos, un raro sueño de grandeza que preludiaba a cierto Hollywood. ¡Como si Tamerlán hubiera intuido la posterior existencia de Griffith o de De Mille y se divirtiera en mostrarles el camino!

¡Pero no todo fue silencio y quietud en la noche de Bujara!

Se iniciaba el mes de noviembre. Finalizaba en el Uzbekistán la cosecha de algodón y en sus ricas ciudades se celebraban las bodas. Hubo un momento en que Bujara se hundió en el estruendo y la locura. Y fue entonces, al contemplar una de las procesiones nupciales, cuando debí sentir el aleteo, su primer roce, sin lograr siquiera precisarlo, de una historia ocurrida veinte años atrás cuando Juan Manuel y yo conversábamos en Varsovia con una pintora italiana, una mujer más bien detestable, y le sugeríamos viajar a Samarcanda. Ahora advierto que debió ser Bujara la ciudad que teníamos que recomendarle; todo lo que entonces inventábamos para animarla se me antoja posible en Bujara. Cuando le hablábamos de Samarcanda lo que de alguna manera se bosquejaba en nuestra imaginación era la otra ciudad.

Mientras recorríamos callejones en nuestro intento de llegar al centro de la ciudad, el verdadero ombligo del Universo al que seguramente se refería el teósofo, Kyrim contaba con fruición historias atroces oídas en casa de amigos de su padres; con toda seguridad esos relatos se vienen transmitiendo de generación en generación y así pasarán a los siglos por venir; tratan de crímenes espeluznantes, de cadáveres descuartizados de modo complicadísimo. La fruición del narrador revela esa crueldad que posee en los más insólitos momentos a las tribus del desierto; pero, como los de Las mil y una noches, tales relatos carecen de sangre real, son una especie de metáforas de la fatalidad, de las cuitas y fortunas que integran el destino humano (¡porque Alah será siempre el más sabio!) y en vez de empavorecernos nos crean una especie de soltura, de reposo.

No es difícil que cuando Issa, la pintora italiana, hizo el viaje al Asia Central haya conocido Bujara. Es posible que haya contraído allí la enfermedad que le arrebató la razón y de cuyos detalles nunca logramos enterarnos del todo.