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III

Le contábamos historias cuya extravagancia las más de las veces la exasperaba, aunque algunas la divertían. Le hacíamos olvidar sus estúpidos conflictos sentimentales con Roberto, el estudiante venezolano de quien inexplicablemente se había hecho amante. Una cosa era que se acostase con él y otra que lo llevara a todas partes, le hiciera decir sus estupideces y aun se las celebrara. Pero si ya eso era absurdo, más lo era que Roberto respondiera a tal pasión. Aquella mujer neurótica, amarga y rapaz no tenía la menor relación con las jóvenes rubias de carita redonda con quienes se le veía siempre: las alegres meseras de una cervecería situada no lejos de la Plac Konstitucij.

Cuando Juan Manuel vino a Varsovia nos reuníamos a conversar en el pequeño café interior del hotel Bristol. Hubo un momento, después de conocer a la pintora, en que casi dejamos de frecuentarlo; Issa bebía demasiado, hablaba demasiado; lo único que le interesaba era contar su vida, repasar sus glorias pasadas (¡que suponíamos falsas!) y en determinado momento hacernos escuchar la retahíla innumerable de agravios que guardaba contra Roberto, el cual prometía pasarla a recoger y casi siempre la dejaba plantada.

Antes de tratarla, la había visto algunas noches cenar en el restaurante del Bristol. Siempre sola. Con un aire desolado y a la vez cargado de desprecio hacia el mundo circundante. Fui enterándome al azar de ciertas circunstancias. Era una mujer muy rica. Estaba emparentada con grandes industriales del norte de Italia. Pintaba. O más bien había pintado en tiempos pasados; había expuesto en varias galerías importantes de Europa (lo que le había costado una fortuna). No se sabía con exactitud qué hacía en Polonia. Al parecer había llegado en persecución de un amante varsoviano; luego había continuado en el país por inercia. Tal vez temía volver al seno de la familia y a su ciudad cargada de fracasos y esperaba que el reconocimiento a su obra ocurriera por milagro. Un día la encontré sentada con Roberto, a quien yo conocía vagamente. El venezolano se levantó a saludarme con una afabilidad que debió parecerme sospechosa. Me llevó a la mesa y me presentó a su amiga. Anunció que debía salir por unos minutos y nos dejó solos. Esperamos hasta que el restaurante cerró, pero él no pasó a buscarla. A partir de ese momento no logré quitármela de encima. Me convirtió contra mi voluntad en su confidente, en su auditorio. El cansancio que me producía era de lo más agobiante.

Los celos comenzaron a perturbarla de modo alarmante. Lloraba en público, hacía escenas. Un día se presentó con aire menos tétrico que de costumbre y nos anunció que estaba decidida a curarse de ese amor que le daba tan pocas satisfacciones. Consideraba que la mejor manera era poner la distancia de por medio. No, no creía que hubiese llegado el momento de volver a Italia; se trataba de viajar, de conocer nuevos lugares, y ese día, al pasar por la oficina de la Wagons Lit no había podido contenerse. Había reservado un boleto para sumarse a una excursión que recorrería Moscú, Kiev y Leningrado. Llegó con unos cuantos folletos turísticos en la mano. Volaría a Moscú en unas tres semanas. Explicó que no trabajaba bien, que se había empeñado en un gran óleo que podía ser su obra maestra, pero que la desgana la había vencido de repente, la estrechez de su estudio la ahogaba; además, la grosería de Roberto, quien se había ido a las montañas sin tomarse siquiera la molestia de avisárselo, salvo en el último momento y eso por teléfono, la había abatido más de lo que hubiera podido imaginar. Cuando regresara no la encontraría en Varsovia; estaría en la estepa. El viaje iba a ayudarla a recobrar la energía necesaria para romper con aquel patán y volver a trabajar con el rigor al que decía estar acostumbrada.

Juan Manuel comenzó a hojear uno de los prospectos turísticos: anunciaba el itinerario que Issa había elegido y otro que incluía varias ciudades más, entre ellas Samarcanda. A toda página, en color, se veía una foto del conjunto de Registán.

– ¿Y eres capaz de no haber elegido esta ruta? -exclamó, después de leer unos párrafos del folleto-. ¿Por falta de dinero o de curiosidad? ¿Sabes si tendrás acaso otra oportunidad de viajar a esos lugares? ¡Piénsalo un poco! ¿Sabías que Samarcanda es contemporánea de Babilonia? ¡La única ciudad de su tiempo que se mantiene hasta el día de hoy habitada! Samarcanda es un lugar donde ocurren cosas extrañas. ¿Te acuerdas de Feri, el pianista húngaro que vivía el año pasado en Dziekanka? Fue a pasar las vacaciones de verano con unos compañeros suyos originarios de aquellas regiones. A su regreso contó cosas alucinantes.

Comenzamos a hacer uso de toda la utilería que yace en nuestros desvanes cuando tratamos de referirnos a ese tipo de sitios, mezcla de lugares comunes, de visiones fáciles, de imprecisiones que confunden el Cáucaso con Bizancio, Bagdad con Damasco, el Cercano con el Lejano Oriente, y a hablar de príncipes yakutios y samoyedos, de ritos bárbaros y refinamientos atroces que tenían por escenario Samarcanda y por informador y protagonista al joven Feri, el cual había vivido experiencias extraordinarias desde el momento en que bajó del tren y descubrió que los amigos que debían recibirlo, sus viejos compañeros del conservatorio de Budapest, no estaban en el andén; en cambio, un anciano y un joven de bigote espeso con capas de cuello de astrakán, gorros de la misma piel y botas de cuero negro hasta las rodillas, parecían estudiarlo con detenimiento como si trataran de reconocerlo, de identificarlo. Feri pensó que podrían ser familiares de sus amigos que por alguna causa imprevista los sustituían en el recibimiento, se les acercó y les preguntó en un ruso bastante rudimentario si habían ido a esperarlo; les aclaró que era Feri Nagy, y dio el nombre de los jóvenes que estudiaron con él en Budapest. Le contestaron afirmativamente en ruso; luego mantuvieron entre sí un diálogo escueto, que a él le pareció excesivamente formal, en su lengua. El más joven tomó la maleta y con gesto ceremonioso lo invitó a seguirlos.

– Feri dijo que se internaron en la ciudad asiática, un verdadero zoco de callejones estrechos, murallas truncas, puertas regiamente labradas que dejaban vislumbrar patios interiores poblados de granados, de rosales y de muchedumbres infantiles capaces de producir una alharaca casi tan ensordecedora como las de los cuervos que después vio todos los crepúsculos en los jardines de la ciudad. Los niños se asomaban a las puertas, gordos y cabezones, emitían sonidos extraños en su idioma como advirtiéndole que debía regresar, que aún estaba a tiempo de volver a la estación y tomar el primer tren que lo alejara de Samarcanda. Según dijo, el sonido se parecía a una frase que en húngaro significa: “¡Vuelve a tu casa, Satán!”.

Uno de nosotros describió la casa donde llegaron, en nada diferente a las demás. En una esquina, un muro ciego y una puerta; en un segundo piso, una mínima ventana defendida con barrotes de hierro. Entraron, cruzaron el patio, sembrado también de rosales y granados y sólo diferente a los demás por la carencia de niños. El viejo y el joven de abrigos de cuellos de astrakán caminaban muy erguidos, y con idéntica marcialidad de movimientos subieron por una estrecha escalera que conducía a una terraza. Cruzaron esa terraza hasta llegar a un cuarto muy simple, casi monacal, cuyo mobiliario consistía sólo en una cama angosta y una pequeña mesa con una jofaina. El anciano dio una o dos palmadas y lanzó una andanada de gritos destemplados que en nada se conciliaban con la severidad de sus maneras. Apareció una joven con un cántaro de agua y llenó el recipiente. A Feri siempre le había resultado molesto asearse en presencia de terceros, pero no tuvo más remedio que quitarse la camisa y lavarse cara, cuello y brazos frente a los dos hombres que, parados en la puerta de la habitación, habían tomado una actitud más de custodios que de anfitriones. Sacó de la maleta una camisa y estaba a punto de vestirse cuando volvió a entrar la joven con una chilaba árabe y por indicaciones del viejo que eran casi órdenes no le quedó otro remedio que ponérsela.