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Con José Ferri la vida del Refugio inició nuevos cauces. A sus antepasados los había caracterizado la obsesión de poder y de dominio. A su abuela le había oído decir que cuando llegó el primero (Pablo Ferri tenía por nombre) venía más pobre que una rata y era aparentemente un bueno para nada; decía haber deambulado como soldado por diversos países sin lograr la oportunidad propicia para hacerse de una fortuna que saciara su avidez. Nadie supo qué viento lo había llevado a la región, ni como trabó conocimiento con las hijas de don Aristarco Robles, perdidas como estaban en su rancho, lo cierto es que al poco tiempo estaba casado con una de ellas y era ya el señor del Refugio. Aquel temerario vagabundo debió haberse, una vez casado y obtenido las tierras, convertido en una bestia, en un demonio, en un recipiente de torturas, castigo, maldad y soberbia, pues, a los pocos meses de la boda, Eloísa se suicidaba arrojándose a uno de los barrancos del lugar. ¡Vaya Dios a investigar a fondo los motives! Él se ausento durante una temporada para volver más tarde con su madre y una parienta joven a la que había llevado desposado en segundas nupcias. La muerte de Eloísa, la soledad y el odio que seguramente acumularía hacia quien había llevado a su hermana al suicidio, acabaron por arrebatar la razón a Virginia, la otra hija de don Aristarco Robles. Al regresar Ferri al Refugio con esposa y madre, la demencia ganó definitivamente a la muchacha, que se lanzó a vagabundear por los campos y caminos visiblemente poseída por los demonios, pues su boca ya sólo supo emitir horrores y blasfemias, hasta que al fin un día desapareció definitivamente sin que nadie volviera a saber de ella.

Los Ferri habían sentado sus reales, hendido su simiente y el Refugio creció, abarcó pueblos y rancherías, cubrió llanos y praderas, ganó la montaña. Era un cáncer que rápidamente infestaba la región. El señor don Francisco y su hermano Jacobo, muerto en plena juventud, siguieron la obra del padre, preocupándose ya no exclusivamente de la tierra, de las cosechas, del castigo de los peones, de la cría del ganado. A ellos comenzó a importarles la dignidad y se la imbuyeron al padre, que una vez convencido desorbitó los limites y se convirtió en un extravagante fanático de ella, sin tener ya en la boca otras palabras que no fueran aquéllas: dignidad, honor, casta, apellido, prestigio, y para que las cosas no se redujeran a una mera palabrería hueca, comenzó a edificar alrededor de la casa otra que convirtió la primera en una sala de la vasta mansión. Cuando alcanzaron sus hijos la mayoría de edad los envió a Italia para que entre sus primas eligieran mujer, pues ninguna de las jóvenes de San Rafael le parecía lo suficientemente apropiada, no para el cuerpo de ellos, que eso era lo que menos le importaba, sino para su casa, para el buen nombre que deseaba tuviese su casa. Don Francisco regresó al cabo de algún tiempo casado con otra Ferri, y Jacobo con una tal Rosa de apellido extraño, una francesa cuya. Sola presencia lograba enfermar de disgusto a su suegro, y que débil y enfermiza como era murió, incapaz de resistir los percances de un parto, a los pocos días de dar a luz a don José. Para esa época la simple mención del nombre de los Ferri causaba verdadero pánico entre los pequeños propietarios de los alrededores, que ante las conminatorias proposiciones de aquellos hombres implacables optaban por vender la tierra al precio que se les imponía; sabían (ya había de ello muestras más que suficientes) que en el afán de ampliar los linderos del Refugio nada, ni siquiera la sangre, los detendría. Pero al tomar don José las riendas de la hacienda esa sed de expansión pareció extinguirse, pues el hombre se rehusó a adquirir una hectárea más, y como le era imposible mantener inactive el dineral que ano tras año vomitaban las tierras, comenzó a invertir en los ferrocarriles y en propiedades urbanas, y, por si acaso, como si sospechara el vuelco que iba a producirse, empezó a depositar fuertes sumas en el extranjero. Gracias a trajes medidas la fortuna familiar había logrado sobrevivir a la Revolución y a las posteriores reparticiones ejidales. (De la hacienda no había de quedar sino el casco, la vieja casona a la cual ella, desde hacía años, se negaba a volver.)

Seguramente podría levantarse, caminar, llegar hasta el teléfono y llamar a un médico. Pero no creyó que el esfuerzo valiera la pena: lo que tenía eran meres achaques de vejez, fatiga. Una vida afanada como la suya tenía que resentir los esfuerzos que por años había impuesto a su cuerpo. Nadie podía, a su edad, escapar a los caprichos del cuerpo.

Todos se habían marchado desde el día anterior a pasar el fin de semana en el Refugio. "Nos vamos de retire", le había dicho Carolina con la sonrisa procaz que acompañaba siempre a sus frases para enterarla de sus intenciones y convertirla en cómplice de sus falacias, como si se tratara de dos zorras; como si ella se complaciera también en invitar jovencitos a que le amenizaran el insomnio. ¡En lo que podía acabar una mujer! Contemplar su figura era ya pecar un poco: pintura excesiva en un rostro de profundas arrugas; una mirada torpe, resplandeciente a veces por las asombrosas cantidades de licor que a su edad aún ingería; tonos rojizos, amarillentos, azulados, verdosos en el cabello. Sortijas, broches, collares, pendientes, recamados de una pedrería ostentosa y extravagante. Una mano lánguida y descarnada apoyada en el puño de marfil de una cana de bambú, mientras la otra se prendía, ávida y rapaz de la manga del muchacho en turno. ¡La perra! ¡Hija de un padre que por vergüenza se hubiera colgado de las barbas de sospechar que había procreado semejante serpiente! Afortunadamente, cuando murió don Francisco era imposible imaginar lo que esperaba a su honra. Carolina era entonces una niña, y cabe decirlo, una niña magnífica. Ella, que había sido su nana, lo podía asegurar: melancólica, retraída, un tanto tristona; pero tal parece que al conocer las delicias del lecho hubiese descubierto que la carne era la carne, porque se empapó de alegría, descendió del limbo en el que parecía encontrarse suspendida y hasta llegó a romper el aislamiento por el que durante tantos años se caracterizara la vida familiar; comenzó a frecuentar, y se ingenio para que su marido la secundara, a los hacendados de los alrededores, y a asistir de cuando en cuando a las funciones teatrales de San Rafael, logrando colocarse de inmediato en la cúspide de la vida social de la región, porque aquellos rancheros deslumbrados, aunque públicamente confesaran lo contrario, se desvivían por intimar con la familia que hasta entonces sólo látigo y lejanía les había regalado. Cuando Carolina abrió por primera vez el Refugio a la curiosidad pública pareció que la vida entera de la comarca se cifraba en aquel acontecimiento. Nunca se comentó previamente alguna fiesta como lo fue aquélla. Durante días y días no se habló sino de los vestidos que las señoras llevarían, de los regales que se ofrecerían a la hacendada, de los comentarios que sería pertinente hacer y de los múltiples temas que habría cuidadosamente que omitir. Hasta la vetusta Domitila Cansino, tan grave del corazón como estaba la pobre, se levantó por primera vez en muchos años para asistir al sarao. La parca premió con creces su imprudencia y dos días después la acogía en su seno. La fiesta deslumbró a San Rafael, lo cual ya comenzó a olerle mal, porque si los Ferri se habían trazado una línea de conducta entre cuyos postulados estaba el aislarse del mundo, acrecentar sus tierras, construir y reconstruir su casa y engalanarla con joyas y gobelinos, muebles hermosos, cristalería y plata, sin necesidad de que seres extraños intervinieran en sus asuntos y entraran en su casa y se sentaran a su mesa a compartir la sal y el pan, era que el tal sino les estaba reservado. Pero Carolina no supo leer en el libro de los signos y se entregó con una temeridad que nunca ya había de abandonarla al culto del oropel y el desatino: desafío a la Estrella, rompió los moldes, quebrantó las formas, arrojó polvo al camino, desvió los cauces, y desde ese entonces todo se volvió miseria moral, desdeño y caos en el seno de la familia. Compró casa en la capital, y acondicionó ésa (donde ahora yacía enferma) para que sirviera de escala en los viajes a México; se lanzó con ardor al conocimiento de Europa y atravesó varias veces el océano, unas con su marido, otras, las más, solo con ella, que hacía el papel de sirvienta y el de dama de compañía; sedienta de conocerlo todo, de no permitir que nada se le escapara, pero aún sin pecar; muy señora, dueña de su decencia, aunque eso si su lenguaje cada vez se tornaba más libre y comenzó a hablar de temas extraños aprendidos en el teatro, en las novelas o en el trato con gente de pensamiento extravagante; temas que luego con gran desenvoltura reproducía en las tertulias de San Rafael, a pesar de que ninguna señora de la población pudiera digerirlos. Pero aquellas pobres aves, por temor de caer en desgracia frente a la mujer de mundo, a su ídolo social, fueron resistiendo eso y más, y como los millones de los Ferri aumentaban en tanto que el patrimonio familiar de toda aquella gente quedaba hecho polvo por obra y gracia de la Revolución y de la ineptitud de las nuevas generaciones para conservar las heredades recibidas, llegaron a justificar todos los excesos, y, es mas, los hechos infames fueron considerados sólo motives de broma; así la fuga de Héctor cuando a los nueve años abandonó la casa para trotar durante más de un año·al lado de una partida de saltimbanquis, para volver luego a crear infinidad de problemas a su familia.