Выбрать главу

– No me cabe duda de que el tal Feri no ha hecho sino divertirse a costa de ustedes. A mí no se habría atrevido a contarme toda esa sarta de disparates.

– Tal vez; ustedes los europeos se orientan mejor en estas cosas. De cualquier modo, sea lo que sea la gente, el mero hecho de ver los monumentos vale la pena. ¡Piensa en los bazares, en los tejidos! ¡En fin, se trata de percibir otro continente!

– Tal vez valga la pena.

Y un día nos anunció que había cambiado su boleto, que saldría dentro de tres o cuatro días, y que al regreso nos contaría sus experiencias en Samarcanda. Nunca llegamos a conocerlas.

IV

En una ocasión Juan Manuel me hizo leer un texto de Jan Kott: Breve tratado de erotismo. Lo busco en mi estantería de literatura polaca y encuentro en la edición inglesa la cita en que pensaba al día siguiente de nuestro recorrido nocturno por Bujara cuando nos preparábamos a volar a Samarcanda. Recordaba con Kyrim y Dolores las ceremonias de la boda. Intento traducir: “En la oscuridad el cuerpo estalla en fragmentos, que se convierten en objetos separados. Existen por sí mismos. Sólo el tacto logra que existan para mí. El tacto es limitado. A diferencia de la vista, no abarca la persona completa. El tacto es invariablemente fragmentario: divide las cosas. Un cuerpo conocido a través del tacto no es nunca una entidad; es, si acaso, una suma de fragmentos.”

Había tratado de recordar esa cita al salir de Bujara y al leerla me agradó comprobar que no había equivocado el sentido. Estábamos en el aeropuerto en una sala de espera al aire libre. Bajo el emparrado había una serie de pequeñas mesitas y bancas de madera dispersas en un amplio jardín. Un grupo de turistas alemanes llenaba el lugar. Todos eran viejos. El infantil color de rosa de los rostros masculinos transparentaba en la nariz y hacia las sienes una red de venas diminutas y de vasos sanguíneos; las piernas robustas de las mujeres semejantes a las sotas de la baraja española repetían ese mismo tejido venoso pero los nudos violáceos que formaban tenían un aspecto mucho menos inocente. Había quienes se tendían en las bancas esa mañana de comienzos de noviembre para recibir los últimos rayos del sol del año. Aquel escenario de parras, rosales y turistas tendidos al sol creaba la atmósfera más distante que pudiera asociarse a un aeropuerto. Todo allí negaba la idea de que, dentro de treinta minutos, Dolores, Kyrim y yo estaríamos a bordo de un aparato que en menos de una hora nos depositaría junto con la horda rubia en Samarcanda.

Me molestó de golpe la intromisión de aquellos hombres y mujeres posiblemente de la Bundes Republik. Todo en ellos, las risas ruidosas, las voces detonantes, la torpeza de movimientos, me pareció vulgar y por ello repelente. Mil quinientos años atrás, cuando ya Bujara existía como ciudad, los antepasados de aquellos intrusos desgarraban con los dientes los ciervos que abrigaban sus bosques. No obstante la calidad de la ropa, las costosas cámaras fotográficas, el evidente deseo de marcar una superioridad, sus gestos y modales, comparados con los de los locales, implicaban una novedad en la historia, algo estrafalario y profundamente chillón.

Me acometió una racha ciega de mal humor. No fue sólo que la presencia de extraños mancillara la ciudad; al fin de cuentas yo era uno de ellos aunque tratara de afirmarme en la idea de que también los mexicanos éramos en el fondo asiáticos. Lo que más me irritaba era que en el recuento que hacía con mis dos compañeros de viaje, Kyrim y Dolores, los hechos memorables de la noche anterior, las ceremonias nupciales que habíamos presenciado, se me hubieran borrado datos esenciales que sólo reconstruía, y eso precisamente al escuchar la narración que ellos hacían. Traté de oír nuevamente los gritos, los tambores, traté de visualizar los saltos y cabriolas de los jóvenes, el color de una chaqueta de un rojo destemplado, los pasos enloquecidos casi paródicos de una danza, los ojos brillantes por una ebriedad producto no sólo del alcohol sino de una excitación compartida multitudinariamente; vi una túnica de brocado dorado que contrastaba con los jeans y las chaquetas modernas de la mayoría de los celebrantes. Pero se me escapaba el fuego, la gran hoguera, que seguramente significaba, pensé al oír el relato de mis amigos, una prueba de purificación y de vigor. Kyrim, quien había pasado buena parte de su vida en Tachkent y era de los tres el único conocedor de la región, nos aclaró que aquellas ceremonias no tenían nada que ver con el Islam sino que se remontaban a etapas históricas anteriores; eran reminiscencias del periodo en que la región conoció el auge del culto de Zoroastro.

Habíamos dejado atrás la ciudad vieja. Caminábamos de vuelta al hotel por una amplia avenida y decidimos sentarnos a descansar en una banca. Comenté que nada me gustaría tanto como asistir esa noche a una función de teatro; sería la manera, al contemplar a los espectadores y observar sus reacciones ante el espectáculo, de tener una vislumbre del tejido social de Bujara. Ver cómo entraba el público, dónde se sentaba, cómo se vestía, en qué sección predominaban los adultos, en cuál los jóvenes, por qué y de qué manera reían, cuál era la intensidad de los aplausos. En otras partes lo había hecho: había visto una ópera turcmena en Azhjabad, una obra pueril y conmovedora que se llamaba Aína, y un drama muy parecido al As I lay dying, de Faulkner, escrito por un autor siberiano contemporáneo, en un teatro de Irkusk. No se me antojaba ver nada de teatro uzbeko, ni tadzhico, ni ruso en Bujara. ¡Pero cómo me hubiese gustado conocer las reacciones del público ante lo que le fuera más lejano, más ajeno, La viuda alegre, por ejemplo; la espuma degradada y maravillosamente banalizada de los ritos! ¡Coincidir con una gira del teatro de opereta de Tachkent, de Duzhambé o de Moscú había resultado una experiencia paradisíaca!

De pronto se oyó a lo lejos un estruendo, un súbito aullido, un redoble de tambores seguido de un silencio impresionante. Suspendimos la conversación. A lo lejos, saliendo de una de las barbacanas que dan paso a la ciudad amurallada, apareció un grupo de gente iluminado por antorchas. De pronto la multitud estaba ya frente a nosotros. Dos muchachos y un viejo precedían la procesión; tras ellos un grupo de tambores y dos o tres trompetas de dimensiones descomunales; y más atrás aún, una muchedumbre abigarrada de unas doscientas a doscientas cincuenta personas daban pequeños saltos en un mismo lugar como si rebotaran sobre el pavimento. Los rostros y ademanes de los danzantes eran muy sobrios, casi inexpresivos; luego echaron a correr durante un buen trecho. Nos pusimos de pie y fuimos siguiendo el desfile. Los tres bailarines (siempre un viejo y dos jóvenes) que dirigían la marcha se turnaban; bailaban frenéticamente, se bamboleaban en el aire, torsaban el cuerpo como si estuvieran a punto de caer para volver a levantarse antes de tocar el suelo, restableciendo un equilibrio perfecto. Después de unos cien metros, repito, se incorporaban a la muchedumbre y otro nuevo trío emergía de ella para desempeñar el papel de solistas. Por momentos la procesión marchaba con gran rapidez; en otros, se arrastraba a paso lento, según el ritmo que impartieran las trompetas. Luego redoblaban los tambores y la masa humana parecía por un momento inmovilizarse, daba saltos sobre un mismo lugar, sin emitir voces, con las caras casi transfiguradas por el éxtasis. Cuando recomenzaban a tocar las inmensas trompetas la multitud emitía una especie de rugido extraño, algo bestialmente primario, un eco desprendido de la etapa iniciática del hombre, y entonces todo el mundo avanzaba a la carrera, sin perder jamás el ritmo de danza, para volver a detenerse, escuchar los tambores y en fin repetir una y otra vez todo el ritual. Sólo los solistas, bailarines y acróbatas, que abrían el cortejo, danzaban sin cesar, tanto en los momentos de tregua como en los de avance.