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Los seguimos un poco, caminando a su lado por la acera, atónitos, sorprendidos, alucinados.

Kyrim propuso como último paseo de esa noche visitar un parque donde se hallaban las antiguas tumbas de los Samánidas. Atravesamos un bosquecillo de abedules. A lo lejos se oía el estruendo de la manifestación, mezclado a la música uzbeca o turcmena procedente de algunos radios. A nuestro alrededor no había nadie. Éramos los únicos paseantes en aquel bosque. La oscuridad hacía invisibles las tumbas. Las historias de degüellos y mutilaciones contadas poco antes por Kyrim en las callejuelas de la ciudad vieja comenzaron a pesar ominosamente sobre nosotros. Al salir del parque volvimos a oír el estruendo y a ver a lo lejos a la multitud. El grupo, al parecer, ya no avanzaba. Un resplandor iluminaba una construcción baja, más amplia que las demás, igualmente ciega al exterior, frente a cuya puerta se arremolinaba un grupo mucho más numeroso del que habíamos visto desfilar.

Caminamos hasta allá. El grupo efectivamente ya no avanzaba: saltaba y gritaba con frenesí descomunal alrededor de lo que al día siguiente Dolores y Kyrim me hicieron recordar era una hoguera. No logro explicarme cómo había podido olvidar en sólo unas cuantas horas todo lo referente a esa pira que constituía el elemento central de la escena. Podía recordar, en cambio, como si estuvieran aún ante mis ojos, la intensidad de algunas miradas ebrias, los saltos y cabriolas, un fragmento de una túnica de brocado de oro, una chaqueta escarlata, el ritmo monocorde del tambor, los gritos, la expresión del joven novio, a quien tomaban por los brazos y sacudían al son de la danza, la plácida cara de algunas mujeres que se asomaban desde el patio donde seguramente velaban la pureza de la novia. Habíamos vuelto al comienzo de los tiempos. Una intensidad desconocida me devolvía a la tierra. Hubiera querido saltar con los nativos, vociferar como ellos. Cuando Dolores y Kyrim me hablaron de la gran fogata donde la muchedumbre aullante hizo saltar varias veces al novio, me extrañó la parcialidad de mi visión. ¿Cómo podía haber olvidado el fuego, no reparar en él cuando era el elemento fundamental de la fiesta?

Igual que en el tratado de Jan Kott sobre el erotismo, la fragmentación de la visión podía aplicarse a todo tipo de experiencia sensorial intensa. Como aprehendido por el tacto, el mundo se disgrega, los elementos se separan, se desencadenan y sólo son perceptibles uno o dos detalles que por su vigor anulan el resto. ¿Por qué, por ejemplo, un trozo de brocado rojo bajo una cara monstruosa? ¿O cierto turbante de una suciedad sebosa y no la hoguera que aún ahora no logro reconstruir con precisión? Luego, y eso sí lo recordé muy bien, el joven desposado entró por la puerta bajo una doble hilera de hachones ardientes que formaban el techo del universo y era entregado a las mujeres que lo conducirían hasta la desposada. Tan pronto como el cortejo entró en la casa, los gritos y el ruido de tambores y trompetas cesaron, y se oyó una música lánguida, ondulante; era el salto del hombre de la selva a los refinamientos del Islam. Por razones que no tiene caso relatar, no aceptamos la invitación que nos hicieron unos jóvenes para participar en los festejos; para mí lo importante ya había ocurrido.

Y fue en el aeropuerto de Bujara (mientras esperábamos el avión que debía llevarnos a Samarcanda y se hablaba del fuego y yo me angustiaba por haberlo olvidado) cuando comenzaron a surgir los viejos recuerdos que habían estado tratando de afluir desde la noche anterior: los años de estudiante en Varsovia, las inolvidables conversaciones con Juan Manuel en el café de Bristol, las incitaciones a aquella pintora fastidiosa, prepotente y ridícula de quien todo el mundo huía como de la peste, para que extendiera su viaje por el país soviético hasta el Asia Central, la inexistente aventura de Feri y, sobre todo, una inmensa nostalgia por la juventud perdida. Volvió a recrudecer mi odio a la manada de turistas que absorbían el sol y a sentir por un instante un mínimo relámpago de intranquilidad ante la posible participación en la historia de aquel viaje de la italiana a esa misma región efectuado veinte años atrás.

– No tuvimos ninguna culpa; nada puede hacerme sentir responsable -dije, y vi que mis compañeros se me quedaban mirando sin saber de qué hablaba.

V

¿De qué podíamos sentirnos culpables? ¿De que poco a poco Issa se fuera entusiasmando con lo que le decíamos sobre el exotismo de los lugares que más tarde visitaría, de los vestigios artísticos del pasado que poco después iba a conocer, de las pintorescas costumbres y el paisaje distinto que le iba a ser dado presenciar? Porque era imposible que de verdad creyera la historia de Feri, el joven pianista húngaro inventado para distraerla, para entontecerla, para librarnos al menos por un rato de sus lamentos, de la lista de agravios que hacía en ausencia de Roberto, su amante infiel, quien a esas horas, las que pasábamos charlando en el café, estaría bailando con alguna de las meseras cuyas emanaciones de sudor y cerveza tanto parecían atraerlo. ¿Culpa alguna? Sería absurdo pensarlo. Ni siquiera entonces me pasó tal idea por la mente.

El viaje de la pintora tenía una duración de tres semanas. Fue un descanso saberse libres de ella. Terminadas las vacaciones, Juan Manuel volvió a Lodz a seguir sus cursos y yo acepté una invitación para pasar una temporada en Przemysl, una pequeña ciudad eclesiástica del sureste polaco, donde la soledad me permitió hacer y rehacer los relatos de un libro que pensaba editar a mi regreso a México. De repente había comenzado a tomar en serio la literatura. Creía ingenuamente que en adelante podría dedicarme casi en exclusividad a ella. Uno de los cuentos, de corte vagamente gótico, se inspiraba un poco en la figura de la pintora italiana; comencé por imaginármela encerrada en una casa del lugar. El tema era muy simple y al tratarlo intentaba explicarme algo que por lo general me deja atónito cuando la realidad me lo presenta: la pasión de ciertas mujeres por hombres repugnantes. La protagonista de ese pequeño relato, una artista italiana que pasa una temporada en Varsovia, conoce a un individuo de origen polaco (podía ser un australiano o un americano), un tipo muy primitivo moral e intelectualmente, con una sensibilidad nula, sin familia en Polonia pero decidido a residir en Przemysl, la ciudad de sus antepasados.

El narrador, que ha conocido a la protagonista en una etapa anterior, la encuentra por azar en un restaurante de la plaza del mercado viejo, acompañada por un hombre ya entrado en años cuya enorme cabeza calva no guardaba ninguna proporción con su cuerpo insignificante. Se sienta con ellos a la mesa. El tipejo no deja hablar a nadie. Cuenta anécdotas de vulgaridad escalofriante, dice una sarta de estupideces sobre todo tema posible y sin cesar se mofa de lo que considera pretensiones intelectuales de su amiga. Las pocas palabras que ella logra insertar en la conversación son recibidas con comentarios y risotadas groseras de aquel energúmeno cuya calva descomunal enrojece en esos momentos y se baña en un sudor espeso.