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La trama podría reducirse a lo siguiente:

Alice, quien ha sido enviada por sus padres, gracias a la ayuda de una tía, a estudiar a Suiza, realiza con un grupo de compañeras el viaje tradicional de fin de cursos a Venecia bajo la guía de una profesora de historia del arte. El día posterior a su llegada comienza el programa con una excursión a Vicenza. La joven se ha resfriado durante el viaje, lo que es advertido por Mlle. Viardot, la profesora, cuando desayunan en el comedor del hotel. Es preferible, receta, un día de encierro a estropearse toda la estancia. Viajarán en barcas que pueden no estar del todo resguardadas de la intemperie. Se perderá las casas de Palladio a orillas de los canales. ¡Una lástima! Pero es preferible no comprometer el más por el menos.

En el fondo, a Alice la idea no le disgusta. El viaje la ha cansado. Las pocas horas de sueño pasadas en una cama desconocida estuvieron cargadas de sobresaltos. Además, en los últimos tiempos se ha sentido demasiado acompañada. Se quedará en cama, hará que le suban las comidas, leerá algo (sabe que ese algo no puede ser sino el libro que devoró la última noche en Lausanne y que la aguarda desde el fondo de una maleta).

En el colegio saben hacer muy bien las cosas. La elección del hotel es un acierto. El cuarto es pequeño, sobrio y elegante y posee una nota de asepsia distinguida. Pero, una vez en la cama, Alice no lee el libro sino que duerme toda la mañana; al mediodía le llevan el almuerzo y una jarra de vino; vuelve a dormir otro rato y a media tarde se decide a salir a la plaza. Se promete entrar sólo a una tienda de cristal que ha visto desde la ventana y asomarse a la iglesia que da carácter monumental a la plaza. Sin pensarlo demasiado se viste y se pone un pañuelo al cuello, pues a pesar de todo es cuidadosa con su salud y no quisiera, como vaticinó Mlle. Viardot, enfermarse durante el viaje. Con cierto recelo de que los empleados de la recepción puedan comentar su escapada con la profesora, cruza el vestíbulo y con paso rápido se dirige a la calle.

A esa hora hay poca gente. Después de la sobria vida del colegio donde ha pasado los dos últimos años, la presencia fantástica de los edificios que ciñen el espacio por donde camina, la palmera en el centro, la enredadera de aterciopeladas flores de tonos avinados que penden de la terraza de un palacio de muros de color ocre, la dejan deslumbrada. Admira a la gente, ese aparente abandono de sus cuerpos, la soltura en el andar. Si sus pasos le parecen, en comparación, los de una inválida. Cruza la plaza y se detiene bajo un toldo frente al aparador que veía desde su ventana. No es una cristalería como había pensado. Las figuras transparentes y brillantes que veía eran estuches de piedras preciosas. Un día se casaría con un hombre célebre que la llevaría a cenas y recepciones donde podría lucir joyas como aquéllas, o tal vez mejores, porque las que con relativa seguridad heredaría de su tía Ann tenían fama de ser insuperables. De pronto, en un momento en que vuelve la cabeza hacia el portón de la iglesia vecina, una persona la impresiona de modo muy vivo. Se trata de una mujer que debe frisar en los sesenta años. Le llama la atención su esbeltez, su ferocidad, su belleza, su agobio; camina como sonámbula y a la vez con la firmeza que se podría conceder la reina de Venecia y si tal cosa existiera. Frunce el ceño de manera enérgica y sombría, ¡pero hasta en eso es elegante! Es evidente que sufre, como también lo es que trama venganzas terribles para resarcirse de esos sufrimientos. No la reina de Venecia pero sí la de la Noche, musita Alice, y piensa en Mozart. La sigue; cruza tras ella la plaza, la ve dirigirse a un callejón y entrar en un portón situado a unos cuantos metros del hotel donde la espera un joven cubierto por una larga gabardina gris. Ambos trasponen el portón tomados de brazo. La joven se sitúa en la acera de enfrente y espera a que empiecen a iluminarse las ventanas. El canal que la separa del palacio aparece a esa hora casi desolado. Poco después de cerrarse el portón una góndola solitaria se detiene ahí mismo. Un hombre se pone de pie en la embarcación; está a punto de saltar hacia la acera, pero parece reconsiderar su decisión y vuelve a sentarse. La góndola se pone en movimiento.

Alice regresa a su habitación feliz e intranquila. Se coloca en la boca el termómetro que le ha dejado la profesora; la temperatura le ha subido levemente. Apenas ayer, ¡y parece que hubieran pasado siglos!, preparaba sus maletas en el colegio suizo. Apenas anoche había estado sentada durante varias horas en el compartimiento del ferrocarril donde el viejo papagayo que obedecía al nombre de Viardot declaraba que la ciudad que iban a conocer (la más inverosímil de cuantas hubieran sido edificadas sobre la faz de la tierra, como dijera un famoso escritor alemán) había sido siempre el pasmo de su tiempo. Se tiende a descansar. En la cama recuerda sus últimos momentos en Lausanne, la carta que escribió a su casa antes de partir y sobre todo le viene a la memoria el viaje: la voz fatigosa y monocorde de la maestra cuya lección no tenía fin. Las previno sentenciosamente: la misma sorpresa que iban a recibir ese día de mayo de 1928 cuando el vaporetto se deslizara por el canal mayor era la que todo forastero había experimentado cualquiera que fuese el periodo histórico en que se le ocurriera llegar a Venecia. Las alumnas la oían con escasa atención, por rutina, sin importarles demasiado lo que repetía desde hacía una semana: Bizancio, El Giorgione, Crivelli, las conspiraciones españolas, la perfidia vaticana, Longhena y Palla dio, Wagner, Vivaldi, las máscaras, Goldoni y Guardi, las incursiones de Henry]ames, de Walter Pater, de Ruskin y antes de Byron y de Shelley. "La aparente superposición de estilos -decía- era en el fondo falsa. Había un espíritu de entendimiento en la ciudad que hacía menos bruscas las pugnas entre cánones diversos. El Románico, el Renacimiento y el Barroco se integraban gracias a cierto sentido de la decoración, típicamente veneciano. Ve necia trazaba el puente perfecto entre Oriente y Occidente. Venecia unía a los bárbaros del Norte con los soñolientos pobladores de Alejandría y de Siria." Alice escuchaba de cuando en cuando alguna palabra o una frase suelta que le hacían recordar lo que en días pasados había leído en su guía. Viajó con los ojos cerrados. Le dolían los párpados por el esfuerzo de haberlos mantenido constantemente contraídos. Más de una hora pasó así, desde el momento en que alguien por error anunció que estaban a punto de llegar. Quería pensar en lo que vería dentro de poco sin permitir que el tono de la profesora destruyera su entusiasmo. Quería pensar en la sorpresa que iba a proporcionarle la ciudad, en todo lo que vería, en las golosinas que iba a devorar para resarcirse del ascético régimen del colegio. ¡Lástima que no fuera Mme. Blanchot, la directora, quien las acompañara! No es que fuera ninguna maravilla, pero tenía la virtud, desconocida por la Viardot, de permanecer la mayor parte del tiempo en silencio. Descubrió en cierto momento que, más que pensar en Venecia, lo hacía en el libro que llevaba en la maleta, pues en el momento de empacar intuyó que Venecia podría aclararle algunos de sus enigmas; mientras la profesora hablaba del Tiziano y el Veronese, Alice tomó la decisión de no volver a leerlo, consideró que había sido un error guardarlo, que la lectura la había perturbado demasiado, y que, a medida que se ampliaba el lapso entre lo que vivía y la lectura de ese libro, el recuerdo de ciertas escenas le desagradaba más y más. A punto estuvo de asentir en la razón del colegio al imponer una higiene de lecturas. "La sensualidad del color, la calidez de los tonos…" ¿Pero era posible que la palabra "sensualidad" hubiera salido de los minúsculos y áridos labios de la maestra? Casi se sintió tentada a abrir los ojos, par ver la expresión de su rostro después de permitirse tales audacias. ¡Una historia sobre Casanova! ¡Un retrato abyecto y repulsivo! ¡Un viejo miserable! Tal era el tema del libro recién leído. Se resiste a creer en la verosimilitud del relato, a menos que se trate de un mero juego de convenciones que intenten alcanzar una verdad poética. Eso ya sería distinto: el autor describía ciertas situaciones para convertir las en símbolos de algo distinto. ¿De qué? No sabría decido, ha pasado mucho tiempo en casas de campo de Inglaterra sentada al lado de tíos viejos, y todos desprendían un olor más o menos semejante. En la narración que leyó, Casanova, a los sesenta años, al no poder conquistar a una joven matemática, una ilustrada, una lectora de Voltaire, consigue poseerla comprando a un apuesto militar el derecho a suplantado en la cama de su amante con el único compromiso de salir antes del amanecer para que ella jamás se enterase de la sustitución realizada. La joven lo descubre porque el viejo Casanova, vencido por la fatiga, es incapaz de despertar a la hora convenida. ¡Pero el olor de la senectud debió habérselo señalado! ¡O la topografía del cuerpo! El autor describía el perfecto cuerpo de veintidós años del amante militar y la evidente decrepitud del viejo libertino. ¿Cómo era posible que, aun en el caso de que el olfato fallara, el tacto no hubiese advertido de su error a la joven matemática? Creyó que llegaría a deslumbrarse con Venecia y la verdad era que el recuerdo de esa lectura había logrado que se acercara a ella, la más inverosímil de las ciudades, como repetía por enésima vez la profesora, con verdadero pavor.