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No acaba de saber si ha logrado dormir un poco o si sólo se ha sumido en un ensueño diurno cuando tocan a la puerta y hacen entrar una mesita con el servicio de té, como había ordenado Mlle. Viardot esa mañana; todos los alimentos le serían servidos en la habitación para no exponerse a cambios de temperatura que le impidieran estar en óptimas condiciones al día siguiente y disfrutar así del resto del viaje. Después de beber dos tazas de un té bastante insípido y comer una tostada con miel, advierte que no ha ordenado su ropa y que la maleta yace aún abierta sobre un banco. Saca una a una sus prendas y las va colocando en el armario. No puede resistir ponerse el vestido de Lelong, regalo de su tía, que aún no ha tenido oportunidad de estrenar. Acaricia con deleite el raso oscuro. Se contempla en el espejo, da unos pasos hacia atrás, se mira de costado. Se siente muy satisfecha. Busca unos largos hilos de oro y sus corales y se los pone al cuello. ¡Es ya mucho más mujer de lo que había imaginado! Ataviada de esa manera podía presentarse con su tía Ann donde la pusieran, entrar con ella a una recepción en el Peras Palace de Estambul, llegar al Ritz de París a tomar un cocktail. Se siente feliz, y, sin pensado más, toma su sombrero, su gabardina y vuelve a salir de su habitación sin tener la menor idea de lo que se propone hacer esa noche.

Oye las campanadas que marcan las siete al abandonar el hotel. Se detiene y observa nuevamente el palacio en que horas antes se había ocultado la reina de la noche. Las ventanas del piso noble están del todo iluminadas. Situada, como horas atrás, en la acera de enfrente, trata de atisbar el interior y sólo logra ver la parte superior de unos candiles de cristal azulenco. Cruza el puente, da unos pasos hacia el portón y descubre desilusionada que no hay grieta alguna que le permita observar el interior. Una voz le pregunta en italiano, haciéndole enrojecer de vergüenza:

– ¿También usted participará en la función de Titania? Es el joven alto que ha visto esa tarde tomar del brazo a la dama que tanto la impresionó. Levanta la mirada con estupor, sin saber qué responder. ¿Es hermoso? Hay algo duro en las mandíbulas, y lo hay también en los ojos hundidos y en los cabellos recios. Sonríe y muestra una dentadura desiguaclass="underline" los de los costados parecen dientes infantiles que no se hubieran desarrollado al mismo ritmo que los demás. Tranquilizada por esa sonrisa puede admirar por entero al muchacho. Ya no lleva el impermeable gris sino unos pantalones y chaqueta de pana de terciopelo azul marino, una camisa a cuadros mínimos de un color verde pálido y una corbata de pajarita también azul.

Descarga dos o tres aldabonazos sobre la puerta, prontamente abierta por un viejo portero de aire rufianenesco a quien saluda con familiaridad:

– ¿Comenzó ya el aquelarre, Paolo?

La toma del brazo y ella se deja conducir por un corredor de baldosas de mármol, por una gran escalera que conduce a un vestíbulo del que sólo repara en las alfombras para pasar después a un salón que debe ocupar la mayor parte del piso; las ventanas dan a tres costados, a la plaza, al pequeño río y al gran canal. Parece una caja de maravillas forrada de oro, de felpudo paño verde, de caoba y cristal. Todo brilla y cada destello reverbera en los cristales y se multiplica en los espejos. Es difícil imaginar aquella espuma cuando se contempla desde fuera la sobria fachada, el arco del portón de medio punto y los dos ventanucos en ojos de buen y a los costados. Se promete estudiar al día siguiente la fachada que da al gran canal.

El joven, al entrar en el salón, se lleva un dedo a la boca para exigirle silencio y luego con la misma mano le ordena con ademán perentorio sentarse en la silla más próxima. Algo en ella se rebela contra ese dominio, pero está tan disminuida que termina por acatar sin ninguna protesta las órdenes. Lo ve alejarse de puntillas y dirigirse al otro extremo del salón donde un conjunto de cámara ejecuta un concierto. Dos criaturas angelicales extraídas de un cuadro de Merlozzo de Forli, con hermosas guedejas rubias ceñidas por coronas de flores de un rosa muy pálido hacen las veces de solistas. De sus amplias mangas de gasa azul emergen las manos delicadas que sostienen las flautas.

Frente a la orquesta un pequeño grupo de mujeres rodea a aquella a quien admiró en la plaza. Están vestidas como para asistir a una recepción de la mayor solemnidad, los hombros cubiertos por chales de encaje o de sedas casi transparentes; los cuellos, los brazos, las cabelleras están consteladas de rica pedrería. Algunas parecen emerger de épocas remotas. Dos personajes notables flanquean a la anfitriona. Uno de ellos es una mujer inmensa con rostro de mandril, a quien un vestido de brocado negro señala todas y cada una de las capas de grasa que sin mesura le surcan el vientre; escucha el concierto con la partitura en la mano. El pelo cortado al estilo militar, el color sanguíneo de las mejillas y la nariz, las grandes bolsas bajo los ojos acentúan lo rudo de esa cara; una mariposa de esmeraldas y brillantes atada con poca grada sobre sus blancos cabellos cortados casi a ras son el único detalle de coquetería que se permite. Describir a la otra, muy flaca, significa desbarrancarse en un vestuario y maquillaje del todo estrafalarios. Su cara de mandíbulas trabadas y boca muy arrugada que implica la ausencia de dentadura está decorada con los colores más vivos; viste a la turca, es decir, con pantalones bombachos, y de sus hombros caen torrentes de gasas nebulosas. Entre ambas, envuelta en una túnica blanca de pliegues esculturales y coronada con laureles de plata, reina Titania. A Alice vuelve a sorprenderle su belleza, que se potencia ante la proximidad de los dos monstruos. El resto del grupo está compuesto por unas nueve o diez mujeres de diferentes edades, algunas tan jóvenes que es seguro apenas comienzan a circular en sociedad. Todas mantienen actitudes estatuarias.