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La protagonista, perdido todo vestigio de voluntad y de decisión, se deja conducir. Su acompañante empieza a recorrer con el tacto los lomos de una serie de volúmenes hasta, al parecer, encontrar el que buscaba. Lo ve extraer un libro en exceso voluminoso, meter la mano bajo su pasta de cuero, y luego, para su sorpresa, sin extraer llave alguna, volver a colocar el libro en su sitio y comentar:

– Es preferible salir por el canal mayor. No habrá inconveniente en tomar la góndola cubierta. A nadie se le ocurrirá seguimos.

Alice siente por un momento que el malestar que le aqueja y que tanto alarmó a Mlle. Viardot esa mañana se le reproduce con mayor violencia, que la fiebre le sube, le hace arder los párpados, de repente muy pesados, y doler todas las articulaciones. La asusta la idea de salir a un canal, de sentirse rodeada de agua y niebla; en un mínimo intento de recuperar la voluntad se oye decir con voz agonizante que prefiere quedarse, pedir que la oculte en algún sitio donde pueda pasar la noche, jura que no se moverá, ni hará ruido alguno, que no perturbará a nadie. ¡Que escapara él, a quien sus enemigos deseaban perjudicar! Ella es inocente, no conoce a nadie; si la interrogan, lo único que puede confesar, pero eso no le parece un delito muy grave, es haberse dejado vencer por la curiosidad y entrar sin invitación al concierto…

– …para dos flautas, de Cima rosa -concluye él en tono didáctico.

Desesperada, deseando ganar tiempo y reponerse, la inocente Alice le comenta a su acompañante que ha leído la novela de un autor vienés sobre Casanova, pero sin comprenderla de todo que no logró desentrañar los símbolos, que lo único que obtuvo de ella fue una carga terrible de violencia, porque, aunque humorístico en apariencia, se trataba de un relato colmado de atropellos, sangre, estupros y demás abyecciones añade que, a pesar de todo, para ella la perfidia de Casanova (Y. eso lo comienza apenas a descubrir en ese momento) es preferible a la estulticia, por ejemplo, de un par de ancianos, los hermanos Riccordi que aparecen en dos pasajes del libro como sombras patéticas, gimoteantes y borrosas frente a la figura acerada del aventurero veneciano que traiciona, penetra y aniquila.

Hasta el final de la aberrante velada musical, Billie Upward "había empleado un método descriptivo de exasperante minuciosidad para fijar las impresiones de Alice. Algún valor especial parecía revestir para ella el cabello de los personajes. Es posible que para Billie en lo personal lo tuviera. Y él, al leer la descripción pormenorizada de Titania, del joven que pide ser llamado Puck, de la vieja obesa con el pelo cortado casi a rape y la semicalva desdentada que con sumo artificio trata de esparcir sobre su cráneo unas cuantas guedejas de un detestable color rojizo, no puede sino recordar la extraña mutación que la autora sufrió en ese sentido, del peinado corto de un rubio casi pajizo que usaba cuando la conoció en Venezia en el jardín de un palacio que posiblemente sirvió de escenario, a su relato y que mantuvo durante todo el tiempo que la frecuentó en Roma a la melena turbulenta de un negro azabache que obtenía después con una tintura de calidad más que dudosa. Pero a partir de ese momento la linealidad del relato se quiebra y el lector se interna en una especie de delirio brumoso. ¿Sería la primera parte la, aproximación y la siguiente la fuga que proclamaba el título? Miles de historias intentan formularse a partir del inicio de la fuga para ser destruidas desde su nacimiento por la aparición de otras nuevas. Al dejarse conducir por su compañero, que no accede a la súplica de Alice de ocultarla en uno de los miles de escondrijos, que seguramente poseería el palacio y que la observa con cierta, sorna cuando ella le habla de un libro recién leído y del posible significado de la vida, los sentidos de la joven se abren a una serie de sombras y de súbitas iluminaciones. Billie, convierte a Alice en la visitadora de una especie de Aleph circunscrito a Venecia. La pareja recorre pasadizos, sube escaleras, salta hasta el fondo de sótanos tenebrosos, penetra en abandonadas mazmorras, en bodegas al parecer olvidadas por sus poseedores donde se pudren cofres y barricas, cruza habitaciones subterráneas hasta llegar por fin a la portezuela que los conduce al atracadero familiar. Allí los esperan una góndola y un fantasmal tripulante con el cuerpo cubierto por una ceñida malla negra y una faja escarlata en la cintura; se cubre el rostro con una máscara del mismo color que tiene algo de cómico y mucho de macabro. "¡Qué extrañamente oscurece en Venecia!", piensa Alice mientras contempla los mecheros de gas, diseminados a lo largo del canal. Oye trozos de canciones que se le atropellan en el oído y confunden con los acordes finales del concierto de Cimarosa que acaba de escuchar, siente que su corazón late con violencia cada vez que una oscilación de la góndola la aproxima a su compañero, cuyo olor se ha transformado del todo; la mezcla de agua de colonia y tabaco que había percibido en el palacio ha desaparecido para dar lugar a un olor ocre y picante a cuero y a lana cruda que la marea, y está a punto de decírselo cuando recuerda que una dama no puede hacer un comentario de esa naturaleza. Parecía que él le hubiera adivinado el pensamiento, pues en ese momento comenta que por la mañana posó para un "concierto campestre" y por eso lleva aún el cabello aborregado y revuelto y esas calzas de cuero que, después de todo, le encantan. Es la última vez que logra recordar que existe un internado en Suiza y una mujer de labios ascéticos llamada Viardot y que una joven puede permitirse ante un desconocido ciertas preguntas y otras no. Una espesa languidez la acoge y se recuesta en los brazos del muchacho, con la cabeza apoyada casi en el nacimiento de su cuello. Siente en el oído el golpe tumultuoso de la sangre del macho. De vez en cuando pasan junto a góndolas cubiertas por toldos y con ventanillas cerradas y oyen salir de su interior carcajadas y música de laúdes, violas y flautas, y cuando se acercan demasiado, chasquidos de origen sospechoso; ella le pregunta si cree que el sentido de la vida consiste en entender y aceptar que ésta tenga un sentido, o en negarlo, o, simplemente, en permanecer indiferente ante una u otra posibilidad y en ser felices como debe serio el grupo de enmascarados que juega a las cartas en una pequeña plazoleta, mientras unas mujeres de amplias capas de raso brillante que las cubren de pies a cabeza, igualmente enmascaradas, se cuchichean algo al oído y ríen con risas quedas, y no lejos de ellas las cortesanas alimentan con castañas y queso a los pavorreales atados a sus bancas de trabajo y cuentan historias procaces donde exageran ciertas cualidades de marineros llegados abruptamente del Norte que las desgajan al poseerlas y las enloquecen de dolor y:'" placer, de canónigos sibaritas que les obsequian golosinas preparadas con especias llegadas del Oriente y las hacen beber vinos calientes y perfumados que les producen estados de voluptuosidad de los que días después aún no logran recuperarse, y hablan también de aquel primer amor desgraciado, del amante que estuvo de paso una temporada y un día, sin decir palabra, se marchó para siempre, del otro a quien un pleito callejero obligó a huir de la ciudad, de aquél a quien la enfermedad terminó por volver loco, del carnicero del barrio, del galopín que apareció en casa como enviado por la Virgen, del pescador, del estudiante, del actor, del viajero. Ríen y lloran con igual facilidad. Más que vivir el amor, lo que parece deleitarlas es hablar de lo a él accesorio. Hablan y ríen, hablan y lloran, y todo parece producirles igual deleite, salvo dos o tres situaciones humillantes que jamás mencionan a las que su profesión las ha expuesto.

Las ventanas abiertas le permiten a Alice conocer todos los interiores que existen en Venecia, enterarse de todas las tragedias, los caprichos, los goces. "El mundo se le revela no gradualmente sino de modo simultáneo y total" Oprime con la mano la mano del galán para expresarle su gratitud por esa travesía; él se la lleva a la boca y luego vuelve la cabeza y la besa largamente, en los labios; y ella conoce el amor de un joven marinero llegado por la mañana de Alejandría, del jardinero siciliano a quien el marqués de Chioglia había hecho viajar desde las propiedades de su cuñado en Agrigento para aclimatar limones y jazmines en sus jardines colgantes, del marqués mismo y de su tío, el abyecto cardenal, del secretario del cardenal que por las noches escribe sonetos libertinos y los coloca bajo los platos en la mesa palaciega, de su amigo, el joven secretario del emisario inglés, quien sale tres veces a la semana a los alrededores de la ciudad y jinetea de la mañana a la noche. De la misma manera que el joven es todos los jóvenes que alguna vez han tocado Venecia, frente a ella se despliega, al salir del abrazo, la biografía, de la ciudad, desde el momento en que se eligió ese absurdo lugar como sede de su fundación hasta esa noche de mayo de 1928, y ya para entonces no le interesa preguntar a su compañero por el sentido de nada, porque ha aprendido súbitamente que lo importante no es preguntar ni emitir respuestas sino dejar qué los sentidos conozcan, se equivoquen, rectifiquen.