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Ésa es con toda evidencia la parte más riesgosa del relato; la más audaz en cuanto a experimentación literaria. Un escritor navega siempre al borde del naufragio cuando trata de recorrer todos los tiempos que han compuesto no solo a Venecia sino a la más polvorosa y deslucida ranchería. Y Billie no se libra por entero del ridículo y de los peligros de una retórica un tanto hueca. La protagonista ve a su acompañante salir de una función de ópera del brazo de una diva que ha cantado una Norma perfecta y a quien va a estrangular horas después en esa misma góndola funeraria; lo reconoce cuando es un griego de Siria que intenta hacer subir a las hijas de un notario a su bajel con el pretexto de mostrarles unos paños finísimos; lo descubre en el momento de espiar el baño de sus primas y también en aquél en que con devota unción asiste a las exequias de su primera amante. De pronto se insinúa el amanecer en la laguna. A medida que la góndola avanza bajo una lluvia de oro, Ve necia se despoja de su abigarrada historia. Las fachadas se asemejan cada vez más a las de la primavera de 1928; la máscara del gondolero ya no existe, y el joven que viaja a su lado se deshace del espectro de todos los hombres que esa noche ha sido para ser solamente el esbelto muchacho de talle deportivo, pómulos prominentes y dientes infantiles. Cuando al fin atracan en el muelle se abre el gran portón; esa vez encuentran con certeza el camino directo sin tener que perderse en los sótanos y corredores putrefactos que antes recorrieron. Suben en silencio una escale_ que los conduce al jardín, una pequeña terraza con dos eucaliptos y unos macizos de rosas, de muros revestidos por enredaderas de flores color vino, donde los moradores del lugar acostumbran desayunar algunas veces. Un sol radiante ilumina la escena. Bajo un toldo de gruesas rayas azules muy pálidas que se entreveran con otras de una blancura ligeramente sucia, desayunan tres personas. La sirvienta que el día anterior había entrado en el salón en medio de un desarreglo nervioso pasa a su lado empujando un carrito donde están las frutas, la cafetera y los panecillos. Es una inconveniencia llegar.de visita a esas horas cuando la gente aún no está en condiciones de recibir, se _ dice al ver a Titania con la cara empastelada con una espesa capa de crema blanca y el cabello sujeto hacia arriba por un pañuelo de colores. El comendador, en bata de casa, se sirve una taza de café y luego se hunde en fa lectura de un periódico, mientras la condesa Mustazza, vestida con una túnica oriental y un turbante que oculta su cabeza casi calva, desmorona sobre un plato de leche un gran trozo de pan. Alice intuye que el drama contemplado el día anterior al final del ensayo era falso, un juego inventado por esos tres despojos humanos para fingir que su vida es interesante y aún la sacude la pasión; que lo real, en cambio, es ese momento de armonía matinal en que efusivamente la invitan a compartir el desayuno, pero que esa realidad no dista mucho de ser la misma de los hermanos Riccordi del relato sobre Casanova, los cuales, a pesar de su elocuente gesticulación, acceden a cumplir las órdenes que los demás les imparten y a. aceptar los mendrugos que de cuando en cuando les ofrecen, y que su acompañante, el bello Puck, al sentarse complacido a la mesa, ha optado por el grupo marchito que en ese momento desayuna, por todo lo que en verdad no es. Sin despedirse, y sin que su desaparición sea advertida, Alice se dirige hacia la salida, le pide a Paolo abrir el portón y camina con paso fatigado a su hotel.

Cuando Mlle. Viardot y sus discípulas regresan, llenas de novedades, entusiasmadas por el viaje a Vicenza, encuentran a Alice con una fiebre tan alta que la hace delirar. La profesora llama a un médico, quien confirma la gravedad de la infección. Es necesario que las otras jóvenes no entren a su cuarto a perturbada. La maestra, con el sentido de la disciplina que la ha hecho famosa, permanece noches enteras sentada aliado de la enferma mientras durante el día recorre con las otras alumnas todos los itinerarios previamente fijados con el fin de aclararles la historia de Venecia y de su arte.

Al llegar los padres de Alice a hacerse cargo del cadáver, cuando con la ayuda de la, tía Ann hacen las maletas, recogen los vestidos y objetos particulares de aquella muchacha un poco descuidada, pero quizá más retraída que las demás, la profesora piensa que sería mejor suprimir en el futuro la excursión a Venecia, cuyo clima es fatal en esa época del año, y sustituirla en cambio por el viaje a Florencia y Roma que ha venido proponiendo durante años, desde la vez que una alumna, persa en esa ocasión, sufrió un grave accidente y el colegio tuvo mil dificultades con el padre, y este viaje le ha proporcionado el argumento de peso que necesitaba para convencer a la directora. El último día escucha melancólicamente con las chicas la función en La Fenice que culmina la excursión; cantan Wagner, a quien ella siempre ha detestado.

Moscú, octubre de 1980

Los cuadernos de Orión [1]

Para Rosaura Romero

Ancló en Roma. En apariencia hubiera sido más lógico que lo hiciera en Londres, dado que para esa fecha sus lecturas eran en lo fundamental inglesas, lo que aún a distancia lo había familiarizado con la ciudad y sus usos, o en París cuya belleza lo había dejado anonadado y de la que, quizá, por lo mismo, había escapado a los pocos días de llegar. Ninguna de esas ciudades poseía la melancolía y la sensualidad de esa Roma pobretona y preindustrial previa al milagro económico que tan bien se avenía con quien sólo vivía para aguardar el fin. Tal vez influyera el deseo de compartir con Raúl su experiencia de vida en el extranjero. También, aunque de eso sólo fue consciente después, el hecho de que Elsa hubiera vivido allí.

Al pasar por Xalapa había tenido la precaución de recoger la dirección de Raúl. Habían sido, ¿cuántas veces tiene que repetirlo?, amigos desde la infancia, compañeros de escuela, aunque Raúl fuera dos o tres años mayor. Tenían algunos parientes comunes. En la adolescencia intercambiaban libros. Fue quizás él quien lo hizo salir del Leoplán y de las novelas de Feval que esporádicamente leía su padre para ordenarle y actualizarle las lecturas. Lo hizo comenzar por Dickens y Stevenson y, a lo largo de los años, retroceder a los isabelinos y avanzar hasta la generación de Auden. Raúl tenía cualidades especiales; ponía a todo el mundo a trabajar, lo intranquilizaba, lo hacía intentar rescatar lo mejor de sí mismo. Era un organizador y un maestro nato. En la preparatoria formó un círculo de discusión, donde cada semana hablaban de obras y autores. Allí aprendió, al redactar notas y discutirlas con sus compañeros, más que en cualquiera de los cursos de literatura que siguió más tarde, cuando alternaba los estudios de leyes con algunas clases en Filosofía y Letras. Luego, en México, a saber por qué razones, se vieron poco. Raúl salió dos años antes que él de Xalapa a estudiar arquitectura, y cuando él llegó a la capital apenas coincidieron en una que otra fiesta. Nunca se pusieron de acuerdo para comer juntos, para ir al cine o correrse alguna parranda. En cambio, durante las vacaciones, en Xalapa, volvían a ser inseparables. Raúl, nunca ha dejado de reconocerlo, fue en todos esos años su maestro; fue él quien lo incitó a escribir. Raúl mismo hacía pastiches cómicos muy divertidos. Se proponía trabajar, decía ya entonces, más que como arquitecto como ensayista, como investigador de las formas. Antes de salir de México, su cultura artística era impresionante. No cabe duda de que su presencia en Italia contribuyó en mucho a detenerlo en Roma y a no proseguir el periplo turístico que antes de salir de México se había marcado. Cuando llegó, a mediados de ese verano abrasador de 1960, se dirigió casi de inmediato a la dirección obtenida. Raúl no estaba. La portera, después de estudiarlo con una mirada de lo más impertinente, le dijo que su amigo pasaba el verano en Venecia. Buscó una anotación en una libreta y le confirmó: toda su correspondencia se la enviaban al American Express; no había dejado su dirección porque quería trabajar y no permitía que la gente lo interrumpiera -añadió con tono y mirada acusadores. En uno de sus viajes, cuyo itinerario y circunstancias recuerda como si lo hubiera realizado apenas ayer, que comprendió Ferrera, Padua, Venecia y Trieste, le dejó una nota en el American Express veneciano, en donde le pedía sus señas o un teléfono para que al regreso de Trieste lo pudiera localizar. Cuando a los dos o tres días partió de nuevo por allí, encontró una tarjeta firmada por alguien llamado Billie Upward, indicándole una dirección. Raúl, le escribía, se encontraba por el momento en Vicenza, pero esperaban su regreso para cualquier día de esa semana.

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[1] Fragmento de novela.