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Fue a la dirección: un palacio escondido tras altos muros en uno de los canales alejados del centro.

– No se puede entrar por la fachada principal, como sería lo debido, por causa de la inundación de la planta baja -le dijo con cierto dejo extranjero una mujer de piel muy tostada y cabello de color canario, después de que la sirvienta lo condujo a una terraza interior del edificio-. Es una lástima pero parece que la restauración resulta muy costosa. El único riesgo es que los cimientos se echen a perder al grado de que el palacio entero se derrumbe -y emitió una risa áspera, semejante al graznido de un pájaro, que dejaba evidenciar cierto placer ante el posible desastre-. ¿Usted es el paisano de Raúl, verdad? Sí, eso me imaginaba. Él sigue en Vicenza, pobre muchacho laborioso, prepara una tesis sobre el Palladio. Nos pide que lo retengamos hasta su regreso.

– Pregúntale si quiere tomar una copa, Billie, no seas tan huraña -dijo otra mujer, ciertamente mayor, con voz espesa y cálida y un acento que la relacionaba con algún lugar del Caribe, una mujer oculta tras enormes gafas negras, cremas de colores, y una variedad de telas de colores brillantes que no dejaban mostrar sino los brazos y una mínima parte de la cara. Estaba tendida en una especie de camilla de aluminio y cuero. Era Teresa Requenes-. Ofrécele un trago en vez de complacerte en describir la destrucción de mi casa.

– No es del todo su casa, quiero precisártelo. Teresa tiene un contrato por noventa y nueve años sobre el inmueble. Pero el municipio no le da permiso para iniciar las obras de restauración -explicó innecesaria, gratuitamente la mujer de pelo color canario-. Toda la planta baja ha tenido que ser evacuada con pérdidas enormes. Quieren implantar un plan global de salvación de Venecia… Pero usted conoce a los italianos, es posible que cuando se hayan puesto de acuerdo y quieran ponerlo en práctica, Venecia ya no exista, no sea más que un hermoso recuerdo, otra Troya. La mujer llamada Billie, vestía pantalones blancos y una blusa oriental de un amarillo tenue que hacía contrastar más aún el tinte de su pelo. No era muy joven, como lo quería indicar la ropa. ¿Le pareció hermosa? No del todo; tanto el marco como las mujeres le resultaban demasiado extravagantes, y el estilo de la tal Billie en exceso petulante y redicho. Movía los brazos de una manera desaforada. Cuando servía el whiskey parecía que todo su cuerpo se sacudía como agitado por una descarga eléctrica.

Era la primera vez que se encontraba en el jardín de un palacio ¡en Venecia! No había modo de no sentirse en medio de un escenario cinematográfico. El comportamiento artificioso de ambas mujeres contribuía a intensificar la sensación de irrealidad.

– La vista desde aquella logia es magnífica. Me gusta ver el revoloteo de las gaviotas; me imagino que son los loros de mi tierra -dijo la mujer de gafas sin moverse-. ¡Acompáñalo, Billie!, ¿quieres?

Caminaron hasta un ángulo del jardín, donde se levantaba una pérgola que daba al pequeño canal por un lado y a una mínima y hermosísima placita por el otro. Minutos después se les reunió Teresa.

– En esa Fondamenta -añadió-, la de l’Annunziatta, quemaron a una bruja, a pesar de que aquí nunca abundó la especie. Venecia es demasiado carnal para poder comunicarse con el otro mundo. Sus misterios son mínimos, espejismo puro para el consumo de alemanes e ingleses. Hay demasiado color, demasiada frivolidad para que se pueda concebir la existencia de otra vida. Tal vez me equivoque; es posible que uno pueda avanzar hacia adentro, que aquí se logre un tipo especial de búsqueda interior, pero no el contacto con lo extrasensorial.

– No le haga usted caso. Mi amiga me quiere hacer rabiar. Se lo propone a diario. Todo porque sabe que estoy escribiendo una especie de nouvelle basada en el sustrato mágico en que se sostiene Venecia.

Lo invitaron a almorzar. Teresa desapareció durante un buen rato. Cuando se presentó en el comedor le costó trabajo reconocerla. Desaparecidas las cremas, las gafas, las telas de colores, era una hermosa mujer de poco más de cuarenta años, de espléndido y macizo cuerpo, animado por un terso, impreciso y constante movimiento que parecía casi un jadeo sensual de todo su cuerpo. Le dijeron que Raúl hablaba casi todas las noches de Vicenza. Si las llamaba al día siguiente era casi seguro de que le podrían decir con exactitud cuando regresaría; había dicho que tenía mucho interés en verlo. Dentro de unas semanas todos volverían a Roma. Salió de aquella casa deslumbrado. Desde el puente más próximo contempló la fachada magnífica con la puerta principal descerrojada por donde implacable y monótonamente entraba el oleaje que producían las barcas. Las ventanas cubiertas por espesas cortinas no permitían ver nada, salvo una de ellas, una habitación con un balcón, donde se vislumbraba un gran candil de cristal, un sillón que parecía de mimbre, un pequeño cuadro y la parte superior de un librero. Comenzó a imaginarse cómo podría concebirse la vida desde aquellos cuarteles. Estaba bárbaramente impresionado. Acababa de conocer a Billie Upward y a Teresa Requenes. Sin embargo decidió no quedarse. Toda la tarde la pasó en su hotel con un atroz dolor de cabeza; cuando ya no pudo más se dirigió a la estación y compró una litera en el nocturno a Roma.

Y por supuesto que después del verano se volvieron a ver. ¡Muchas veces! A medida que se fueron tratando se acentuó la sensación de extrañeza que en el primer encuentro le produjo Billie. En el tren a Roma, asombrado aún de haber penetrado aunque fuera por unos minutos en un recinto que hasta aquel entonces supuso le estaría vedado, recordó la falsa intensidad de la inglesa, o, mejor dicho, ese énfasis tan suyo colocado donde no debía existir; le pareció también que se complacía demasiado en señalar adversidades posibles. Sus comentarios sobre el triste destino de Venecia contrastaban con la placidez con que la venezolana lamentaba la escasez de brujas quemadas.

Llegó un momento en que pasar un día sin visitarlos le hubiera resultado inimaginable. La generosidad de Teresa Requenes les permitía mantener una pequeña y floreciente editorial. Publicaban a poetas americanos e ingleses, a jóvenes narradores italianos y, sobre todo, a autores hispanoamericanos. Eran unos cuadernos muy sobrios, en papeles de excelente calidad, muy bellamente diseñados, el más voluminoso de los cuales no debía exceder las ciento veinte páginas. Habían comenzado los trabajos el otoño anterior y tenía ya mucho material preparado. Estaba a punto de aparecer el episodio veneciano de Billie. Raúl lo invitó de inmediato a publicar y a formar parte del Comité Editorial.