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La publicación de un cuaderno al mes le daba a Teresa la oportunidad de dar empleos y sueldos a varias personas que le eran simpáticas. Las ediciones eran bilingües; a veces la traducción se hacía al español, otras al italiano. Emilio Borda, un filósofo colombiano, se encargaba de todos los trabajos tipográficos y de las traducciones al español; Gianni vertía los textos al italiano. La primera crisis de la editorial surgió con la salida de Emilio. Había sido él quien propuso la idea de crear los cuadernos. Cuando Emilio se marchó, él advirtió por la reacción de los demás colaboradores y amigos la intensa antipatía que todo el mundo sentía por Billie. Nadie hacía responsable a Raúl de la ruptura sino a ella. Cuando Emilio rompió con Orión ya él llevaba más de un año de vivir en Roma. A partir de ese momento se dejó sentir una marcada desgana y una falta de convicción en todos los trabajos. Cuando el cierre final se produjo, ya se había marchado, pero supo que a nadie le sorprendió demasiado; la comunidad espiritual había sido destruida desde hacía bastante tiempo.

¡Qué irritante podía ser, qué desesperante y necia! Quizá influye el trato posterior en Xalapa para calificarla de esa manera. Colaborar con la editorial equivalía a oír sin cesar sus comentarios, los que a medida que la empresa avanzó se fueron tiñendo de un insoportable y autocomplaciente triunfalismo.

Su personalidad no resultaba fácil a la clasificación. El mismo Emilio tan difícil de dejarse subyugar por nadie, reconocía la originalidad de algunos de sus juicios, la seguridad de su inteligencia, la amplitud de su cultura: la ópera, en especial las de Mozart; la música romántica, Schumann sobre todo; la literatura medieval española; Shakespeare; la cultura italiana entera, toda la pintura del mundo. Ha hablado ya del pavor que Billie le podía inspirar, pero también existió una admiración que se nutría en parte del hecho de haberla conocido en el jardín interior de un palacio veneciano y de lo mucho que contribuyó en su formación al proseguir la labor emprendida por Raúl en la adolescencia, sólo que Raúl le había hecho concebir el placer del aprendizaje y Billie las asperezas de la disciplina para acceder a la cultura. Es posible que su conocimiento de Italia se intensificara y depurara, que lo que ahora puede disfrutar de la pintura, hasta de la contemplación del paisaje, le daba mucho al trato con ella; pero esos entusiasmos nunca prescindieron en su momento de un sentimiento de incomodidad y de fastidio. Billie era demasiado absurdamente inglesa, demasiado institutriz.

– Me remordería la conciencia casarme con un extranjero. Cuando me dicen las cifras de nacimientos de paquistanos o jamaiquinos en Inglaterra, creo que mi deber sería darle a mi país un hijo blanco, auténticamente inglés -fue por ejemplo un comentario que no dejó de repetir con mínimas variantes el día en que Teresa Requenes invitó a un matrimonio de dominicanos de aspecto amulatado muy amigos suyos. Ese era quizás el único tipo de expresiones de Billie que llegaban a irritar a Raúl, cuyo color azulenco y configuración del rostro lo asemejaban más a un paquistano que a un indio mexicano. Ya para entonces tenía más de un año de sostener relaciones con ella.

Una tarde esperaban a una eslavista milanesa que alguien les había recomendado. Se encontraban Emilio, Raúl y él en un café muy pomposo y antipático de la via Venetto. Raúl estaba de pésimo h u m o r. La conversación recayó en un momento sobre la reacción de los dominicanos ante la actitud francamente hostil de Billie. Raúl opinó que no era para tanto. Lo que ocurría era que se trataba de unos pobres acomplejados. Sólo faltaba que no se pudiera hablar con naturalidad del tinte de la piel. ¿Qué esperaban? ¿Pasar por arios? ¿Por qué no asumían con naturalidad su condición de mestizos?

– ¿Y por qué no la asumes tú si es tan fácil? -fue la respuesta de Emilio-. ¿Por qué debes acatar siempre lo que dice tu Diosa Blanca?

El colombiano advirtió que había tocado un tema de trato imposible. Intentó volver, con un tono humorístico, a algunos temas de su trabajo sobre Wittgenstein. Raúl no opinaba nada, parecía apenas escuchar las disertaciones del otro. Él, por su parte, quiso disipar la tensión que de pronto sintió incubada, haciendo algunas preguntas sobre varios literatos contemporáneos del filósofo vienés. En aquella época había leído sólo a Kafka y a Schnitzler, pero había conocido a unos jóvenes escritores italianos a quienes parecían interesar sólo los austriacos. Llegó al fin la eslavista, la señorita Steiner-Lemmini, una mujer alta, huesuda, de sonrisa tímida. Se pusieron en pie para saludarla. Raúl hizo las presentaciones.

– Emilio Borda, especialista a su entender en Wittgenstein. Cree comprenderlo todo. Ya lo verá, va a resultar que sabe más de rusos, checos y polacos que usted. A su manera también es eslavista, musicólogo, matemático, entomólogo, filósofo de la ciencia, medievalista -sonreía alegremente mientras enumeraba las disciplinas supuestamente dominadas por Emilio-. No se le escapa nada; pero si de alguna manera hubiese que definirlo -añadió con súbita ferocidad-, yo le diría que es el mayor pobre diablo que he conocido.

La señorita Steiner-Lemmini reía nerviosamente. Comenzó a hablar de manera precipitada de sus investigaciones. Colaboraba en una editorial muy importante. Trabajaba como una mula, sin cesar; apenas dormía; traducía, prologaba, hacía reseñas. Su colaboración era muy buscada por las editoriales italianas. Sin embargo la idea de los cuadernos le era simpática. Sugería la publicación de dos piezas teatrales de Lev Lunz, uno de los formalistas rusos más interesantes.

Raúl dijo que le gustaría leer los textos. Si ella los sugería era seguro que esas obras de teatro les convendrían. Necesitaban juicios de especialistas y no las recomendaciones de improvisados que hasta el momento regía en la pequeña empresa que habían acometido. Y si: transición, lanzó una diatriba feroz contra el ensayo de Emilio sobre Wittgenstein, que apenas conocía, y terminó declarando, perdidos por completo los estribos, que consideraba incompatible la participación de ambos en el consejo directivo; si el colombiano se quedaba él estaba dispuesto a partir. La señorita Steiner-Lemmini recogió los papeles y libros que había desplegado sobre la mesa. Los metió con precipitación en su cartera y se despidió; Raúl la acompañó a la calle y ya no regresó. Emilio no volvió a poner un pie en los terrenos de Orión. Algunos meses más tarde se marchó de Roma.

Pero antes de ese incidente, el cuidado que cada quien ponía en la parte de labor que le tocaba para editar los Cuadernos, y en su propia obra, había sido para todos los participantes una experiencia comunitaria, jubilosa y por entero creativa.

Si el autor del proyecto fue Emilio, era Raúl quien se había convertido en el verdadero motor de la empresa, quien descubrió y asoció a los colaboradores, quien estudió formatos y eligió papeles, quien fijó las características fundamentales de la colección: el idioma básico sería el español, ya que en lo fundamental se trataba de una experiencia de latinoamericanos. Publicarían de doce a quince cuadernos al año. Teresa Requenes, quien desde la sombra vigilaba la empresa, les proporcionó una lista de amigos, la mayoría venezolanos que, para la sorpresa de los jóvenes editores, se suscribieron en su casi totalidad, lo que les permitió manejar sumas considerables. Teresa proporcionó el capital faltante.

Al principio había un consejo directivo. Billie fue designada más tarde como gerente. Raúl insistió en la necesidad de que alguien fungiera como responsable para efectos fiscales y demás molestias administrativas. ¿Quién mejor que ella?, concluyó. Se trataba de un mero requisito formal. Pero en la práctica no fue así; Billie se fue convirtiendo en una típica gerente y el trato con los demás adquirió el tono de la relación clásica entre jefe y subalternos.