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Ella venía actuando desde hacía muchos años como la espía de unos contra los otros, coadyuvando con el destine o tratando de encarnarlo para desunirlos, para debilitar los férreos lazos con los que parecían estar unidos, y aunque a la postre sus esfuerzos en tal sentido resultaban nulos el goce de la denuncia ya no se lo quitaba nadie. Los años le conferían la prerrogativa de decir cosas que no se le hubieran permitido a otra sirvienta, ni siquiera a una amiga, porque de todos era sabido y por todos aceptado que ella dejaba muy atrás esos calificativos, que era en realidad una de las columnas que sostenían la casa de los Ferri. Sus sudores, sus lágrimas, sus sobresaltos, su larga permanencia en el Refugio, sus amoríos con don Francisco por ninguno ignorados en aquella casa y sobre los cuales sus descastados sucesores se permitían hacer escarnio con bromas repugnantes, su abnegado deambular con la familia en los días amargos del exilio; todo ello le había ganado los méritos suficientes para que se le considerase como parte integrante de la casa, como una depositaria más de la cuota de maldad, intriga, rencor, de confusas pasiones soterradas necesarias al sostenimiento de los Ferri, únicas con las que se podía tratar de igual a igual con aquella gente castigada por la fiebre. El lacerante dolor en los tobillos y en las rodillas la martirizaba cual si le clavaran alfileres candentes. Se comenzó a quejar, a gimotear, a proferir apagados lamentos, creyendo sentir un momentáneo alivio, para darse inmediatamente cuenta de que de esa manera se sentía bastante peor, y no era que los dolores se le hubieran agudizado, sino que el ánimo fuésele de tal modo abatiendo que llegó el memento en que con terror se descubrió definitivamente postrada, incapaz de intentar el menor movimiento. Las piernas dejaron de transmitirle respuesta alguna y todo el cuerpo no fue sino un enorme saco de congojas. Con dificultades puso una mano sobre la frente y al sentir la intensidad de la fiebre se dejó invadir, perpleja, alarmada, por un difuso sentimiento de angustia. Se daba cuenta de su gravedad y no había nadie que pudiese llamara un médico para que acudiese a salvarle la vida, porque aunque el digerir la idea le costase un increíble esfuerzo, lo cierto era que comenzaba a penetrar en los socavones de la muerte.

Le era imposible aceptar el hecho ya que desde hacia mucho tiempo, poco después de la muerte de Antonieta, había llegado a convencerse de que habría de sobrevivir a los Ferri, de que llegara el momento en que de sus manos cayera en la fosa del último de ellos un puñado de tierra, y a abogar la sospecha de que un día podía ver la casa en la que ahora sola, abandonada, rumiaba su desesperación y su desdicha, humillada y vencida por la conjugada acción de los elementos. Al principio la revelación la cegó y llegó a exagerar sus pretensiones. Ahora sospechaba que no lograría ver en ruinas la casa del pecado, pero en lo que no podía equivocarse, ¡ni pensar que ello fuese una vana presunción!, era en que habría de sobrevivir a los Ferri. ¿Por que, si no, ella nunca en su vida había sabido lo que era el mundo de los sueños, comenzó a soñar constante, desenfrenadamente después de la muerte de la puta, y siempre con el mismo tema? De la vieja casa del Refugio salía un ataúd que arrastrado por dos caballos se perdía en el horizonte. Aunque jamás contempló en el sueño un rostro o algún signo que hiciera posible la identificación del cadáver que dentro del ataúd viajaba, sabía que se trataba de uno de los Ferri. La noche en que Nina vino al mundo -ella no había querido irse a la cama sino hasta después de vería la recién nacida- soñó, y eso a las pocas horas del alumbramiento, que caminaba por los pastizales de la hacienda. Iba en busca de flores porque presentía que alguien estaba a punto de morir y era necesario adornar la tumba, cuando de pronto oyó el estridente y ya tan conocido piafar de los caballos. Alzó la mirada y se encontró con los dos negros corceles que arrastraban un pequeño ataúd de oro; se acercó y arrojó las flores, dalias silvestres, al pequeño cofrecito, sabiendo desde ese memento que allí iba el cadáver de la pequeña Nina, nacida hacía apenas unas cuantas horas. Si la Divina Providencia le enviaba esos sueños premonitorios, no cabía duda de que era para transmitirle un mensaje, para advenirle algo, y ese algo no podía ser sino la futura desaparición de la familia. Pero ahora sucedía que era ella quien moría, en tanto que la gente que la había envilecido al hacerla testigo de su maldad y su lascivia, seguía disfrutando alegremente de los goces de la vida. Dios no podía hacerle eso a quien había vivido siempre para Él, a quien no obstante el estar inmergido durante tantos años en las profundidades de un mundo pagano jamás creyó apartarse de sus santos preceptos. Dios cumplía siempre sus promesas y a ella le había hecho una. ¿Por qué entonces le había mandado noche tras noche esos desapacibles sueños? Aceptaba que en un principio se había dejado llevar por la imaginación hasta creer que llegaría el memento que podría presentarse frente a la casa en Niñas, años después de la desaparición del ultimo de ellos, cuando el tiempo ya hubiese podido realizar el desastre. Pero tal ilusión fue desechada por no haber sido ratificada jamás en los sueños.

Ya no sentía los dolores, ya no sentía el cuerpo. ¿Seria eso la muerte? Tendría que encomendar su alma al creador. Pero le fue imposible orar porque un extraño sopor de duermevela se apoderó de ella. Desde el fondo del cuarto oyó el relinchar de los caballos, más estridente que nunca, y luego los vio correr desbocadamente, entregados al placer del galope. No eran los habituales. Era un largo tren de alazanes y tras ellos, estrellándose, retumbando con las piedras del monte un ritmo sincopado de locura, una larga hilera de ataúdes de todos los tamaños. Despertó en un soplo. Dios cumplía al fin lo prometido. Los Ferri, todos los Ferri, habían muerto. Tal vez, como lo imaginara hacía poco, los dos automóviles habían sufrido un accidente y de él no se había salvado uno solo de los que por tantos años fueron sus compañeros en la vida. Veía el siniestro con tal nitidez que parecía que estuviese ocurriendo frente a sus ojos: coches incrustados uno dentro del otro y una enorme masa sanguinolenta, informe y contrahecha entre láminas metálicas y hierros retorcidos. Un nudo se le formó en la garganta. No sentía ninguna alegría de que ya se hubiese efectuado el hecho por mucho tiempo aguardado; si acaso, una desconsoladora tranquilidad al saber que el destine se había realizado y que podría morir en paz porque la Divina Voluntad se había cumplido una vez más, como lo prometiera a la más oscura de sus siervas. El telón había caído sobre seis generaciones de hombres que durante más de un siglo habían promovido el terror, la admiración, el odio, el amor, suscitando todas las pasiones, llevando a los limites la ternura y la violencia; vivido siempre en los extremes, y deparado los goces y dolores mas profundos al corazón de la que ahora, con mística devoción, encomendaba su alma al Señor. Se fue sumiendo en un tranquilo letargo que adivinaba era el pórtico de la muerte, el término de tantos trabajos y aficiones para encontrarse con el goce eterno. Las oraciones se confundían entre sí.