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Pensó en publicar el relato que había iniciado en el Marburg y terminado en sus primeras semanas de Roma. Tendría que hacerle unos ajustes, eliminar quizás unos episodios incidentales, la historia que tanto ha recordado durante ese verano tardío de su vida en que realiza con Leonor una también tardía luna de miel en Roma, un cuento largo sobre la reunión que su protagonista, Elen Zevallos, organiza en honor de su hijo que ha llegado a visitarla y de un pintor, amigo de toda la vida, que ha inaugurado esa tarde una exposición en Nueva York. Pero Billie, apenas leídas las primeras páginas, le hizo abandonar toda esperanza. Tenía que escribir sobre temas mexicanos; él se dejó convencer sin mayores dificultades y esa noche llegó a casa y comenzó a desarrollar las imágenes almacenadas desde la infancia que tanto lo perturbaron durante los días siguientes a la muerte de su padre. Revivir aquel periodo tuvo el efecto de disiparle la sensación de culpa que a veces lo ensombrecía por haber sobrevivido a su padre, por saberse en Roma gozando de una óptima salud y no haber estado al lado de las mujeres de su casa cuando ocurrió la desgracia.

Raúl también trabajaba. Un día les leyó su relato sobre la búsqueda emprendida por una primera dama mexicana del siglo XIX, de una enana, la hija ilegítima que le había sido arrebatada al nacer. El humor de algunas escenas era tan desbocado que todos los asistentes a la lectura rieron a morir con excepción de Billie, quien sentada con el talle enhiesto, como cadete de una escuela militar, y una expresión tal de sufrimiento en el rostro que la asemejaba a los pájaros fúnebres de los crucifijos medievales, dijo al finaclass="underline"

– Yo no quisiera hablar, caro Raúl, porque me doy cuenta de que todos ustedes estarán en desacuerdo. Pero me parece un texto demasiado local; a ustedes los hace reír por ser mexicanos, conocen sus graves defectos e identifican a los personaje A mí sólo me pareció una historia cruel, sin compasión por nadie, y, lo que es peor: el extranjero que lea ese cuento no entenderá que está escrito con intención satírica, creerá que se trata de un ataque al sentimiento maternal de una mujer.

Como sucedió tantas veces con Billie, después de un rato de discusión nadie sabía bien a bien de qué hablaba ni qué tesis defendía. Todo en esa sesión fue absurdo y confuso, porque los planteamientos desde un principio estuvieron desenfocados. No hubo modo de hacerle comprender a Billie que lo que allí se buscaba era la creación de una forma, lograr una mínima y jocosa interpretación del mundo a través de esa forma.

– Yo prefiero callarme; les parecerá anticuado pero no puedo soportar que se burlen de una mujer por el solo hecho de haber tenido una hija enana. Por más que digan no lograrán convencerme.

Días después, en un momento en que estuvieron a solas, le dio a él un argumento que no pudo sino sorprenderlo, que debería haberlo hecho comprender ya desde entonces que en realidad no hablaban la misma lengua:

– Si me opongo a que Raúl publique ese cuento es porque no lo beneficiaría en nada. Daría una idea falsa de sus posibilidades. Él tiene otras metas en la vida y las está realizando. Raúl, ¿no sé si te has dado cuenta?, puede llegar a convertirse en uno de los grandes teóricos de la arquitectura. En un organismo internacional podrá encontrar en su momento una buena proposición. No me gustaría que más tarde tuviera que arrepentirse de estos errores de juventud.

Y a los pocos días, Raúl comentó de manera casual al terminar una comida:

– Me parece que en el fondo Billie tiene razón. ¿A quién carajos le pueden importar las historias que uno inventa sobre los personajes de nuestro folklore? He decidido publicar mejor unos apuntes sobre Palladio en los que trabajé este verano. No, no se trata de un estudio teórico, casi puede decirse que es una aproximación lírica a la Casa Rotonda de Vicenza.

– ¡Raúl, ¿tú serás rey?! -murmuró burlonamente Emilio, pues el incidente ocurrió en la época en que una aparente armonía regía aún las empresas de Orión

Una de las primeras publicaciones fue el episodio veneciano de Billie. Leyó el libro con devoción. Se sumergió en él como en un texto críptico que requiriese varias lecturas para entregar su verdadero sentido, o, mejor dicho, alguno de sus verdaderos sentidos. Si algo le hace saber lo inmaduros que eran entonces sus juicios ha sido releer en casa de Gianni ese relato.

– No es posible -le comentó a Leonor- concebir tanta estupidez. ¡Qué de lugares comunes en sus alucinaciones! ¡Pensar que entonces los leíamos como si fuera un texto sagrado!… ¡Dios mío, qué mezcla de presunción y de recursos ramplones!

Sin embargo, no puede detenerse en algunos párrafos; encuentra en ellos un acorde profundo y misterioso. Tal pareciera que Billie hubiese ya presentido su fin.

Su situación económica había mejorado. Su madre había decidido pasarle la renta de algunas casas que había dejado su padre. Eso le permitió prolongar su estancia en Europa, quedarse dos años más en Roma en condiciones muy holgadas, viajar después por Grecia, por Turquía y Europa Central, y luego instalarse en Londres, donde fue durante un año lector en la Universidad.

A Inglaterra le llegaron noticias muy confusas de Raúl. Había abandonado la arquitectura, la historia del arte, su trabajo sobre la evaluación de las formas. Se había refugiado en Xalapa donde daba un cursillo, no en la escuela de literatura sino en la de teatro, la misma donde en la actualidad enseñaba Leonor; un curso muy menor sobre historia de la escenografía. Alguien le hizo saber que debía mucho. Billie se había quedado en Roma, había tenido un hijo y se había lanzado tras su hombre a Xalapa, decidida a legalizar su situación.

Un día, años después, lo volvió a ver en México, en casa de los Rueda, unos amigos comunes. Cuando llegó, ya Raúl estaba muy borracho; le reprochó con resentimiento no haberlo buscado. Se defendió como pudo; había ido a Xalapa sólo una vez a visitar a su madre y a arreglar algunos asuntos y no los había encontrado. La sirvienta le explicó que él y Billie pasaban unos días en Veracruz. Raúl dio muestras de no creerle; estaba desencajado, previamente envejecido, muy nervioso, vestía mal, casi como un mamarracho. Le sorprendió muy desagradablemente el color casi negruzco de los labios. Había, dijo, abandonado las clases.

– Eso no fue sino una vacilada -comentó y añadió que había conseguido después un trabajo muy cómodo en la biblioteca, una especie de asesoría para la compra de libros de arte y arquitectura. Le volvió a reprochar con insistencia de borracho no haber ido a verlo. Dijo que sabía que viajaba con frecuencia a Xalapa (lo cual no era cierto) y no había sido capaz de ir a conocer a su hijo.

Cuando le preguntó si le había resultado fácil a Billie la adaptación a las nuevas circunstancias le respondió con furia que no tenía por qué preocuparse de ella. Si realmente le hubiera interesado saber cómo estaban habría ido a visitarlos. Estaba francamente imposible; después de vociferar un buen rato y beber casi hasta la inconsciencia alguien tuvo que acompañarlo a un sitio de taxis, pues no quiso subir al coche de ninguno de los presentes.

Supo poco después que Billie había ido a México y tratado de localizarlo. Sin embargo no hizo ningún intento de comunicarse con ella. Hubiera sido fácil conseguir su teléfono y llamarla, pero se la imaginó igual de deshilachada que Raúl, y si ya como señorita sabihonda le había resultado un fastidio, la nueva encarnación que le suponía le resultaba francamente aberrante.

Un día en que fue a Xalapa a arreglar los trámites de su nuevo puesto en la Universidad se la encontró en la calle por azar. Bajaba por la calle de Clavijero, con paso atropellado; movía un brazo frente a ella como si discutiera con fantasmas; bajo el otro llevaba un abultado legajo de partituras y carpetas. Se enteró de que Raúl se había marchado de la ciudad. Al parecer cuando lo había visto en México iba ya de huida. Billie daba clases de inglés y de literatura inglesa en la Universidad, hacía traducciones. Se ganaba, según le dijo, a duras penas la vida. La acompañó hasta una casita: de dos pisos en las afueras, bastante agradable, donde vivía con su hijo, y con una sirvienta a quien llamaba “Madame”, una india de ojos verdes muy vivos.